Morábito, Fabio

La lenta furia

1a ed .- Buenos Aires

Eterna Cadencia Editora, 2009.

112 p .; 22×14 cm.

 

 

la perra

 

 

 

Supe que nos robaría desde que abrí la puerta y

la vi parada en el rellano de las escaleras con la

bolsa del mandado doblada debajo del brazo.

 

-Soy Camelia, vengo de parte de la señora Guzmán.

 

La hice pasar, la llevé a la cocina y ahí le di las

instrucciones con un tono seco para desquitarme de

antemano de los futuros robos que adiviné en sus ojos.

Poco me faltó para que le dijera: “Ten cuidado, porque

si yo o mi marido nos damos cuenta, no va a haber súplica

que valga, ya una vez llamamos a la policía”.

La dejé en el living y regresé al cuarto, donde Alberto,

tendido en la cama, fumaba un cigarro:

 

-¿Cómo es?

-Ratera, como todas.

 

Me quité la bata y Alberto aplastó el cigarro en

el cenicero y me quitó el resto. Metió su pierna entre

mis muslos y yo le dije:

 

-Tiene cara de mosquita muerta, nos va a robar

todo lo que pueda, ahora mismo debe de estar viendo

lo que le gustaría llevarse.

-¡La perra! -murmuró él.

 

Me besó los muslos mientras yo escuchaba los

pasos de Camelia por la sala y el ruido de los objetos

que movía de lugar.

 

-¿No oyes cómo husmea, cómo busca?

-¡Sí, la zorra!

 

Le dije a Camelia que viniera tres veces por semana.

Cuando se fue, repasé la casa a fondo para

ver si faltaba alguna cosa. Vi que limpiaba mal, pero

no peor que otras.

 

-¿Qué nos robó? -preguntó Alberto de vuelta de la oficina.

-La cabrona es fina, de las que roban una sola vez

algo valioso y desaparecen, no chacharitas. Ahora

estudia el terreno.

-¡La perra!

 

Camelia llegaba entre ocho y ocho y media. Yo

le abría en bata, le decía rápidamente lo que tenía

que hacer y luego regresaba al cuarto, donde Alberto

me esperaba tenso, fumando.

Me quitaba la bata y el camisón.

 

-Vieras lo bien que viene vestida.

-¡La zorra! ¿De dónde sacará la plata?

-No seas estúpido. De robar.

 

Me acostaba en la cama y él me besaba los muslos

y las caderas zumbando en torno mío, afiebrándose.

Lo dejaba hacer, sin moverme.

 

-¿No oyes cómo busca, cómo husmea?

-¡Sí, la perra!

 

Al irse él a la oficina, yo me quedaba en el estudio

o salía de compras y, cuando Camelia se iba,

revisaba cuarto por cuarto.

Encontraba todo en su sitio; a lo mucho, algún

objeto cambiado de lugar.

 

-¿Qué nos robó? -era la primera pregunta de

Alberto cuando volvía a casa.

 

Le repetía enfadada que teníamos que habérnoslas

con alguien astuto, no una pueblerina.

 

-Vas a ver que no es tan fina como dices —dijo

él una mañana, y tomó tres billetes de diez mil, los

enrolló y los ocultó en un rincón de la sala.

-¿Qué haces?

 

En eso tocaron a la puerta. Alberto, que estaba en

pijama, se fue al cuarto. Le abrí a Camelia, nerviosa,

luego volví a la recámara, donde Alberto fumaba

apurado, sin gusto.

 

-¡La perra! -murmuró.

 

Nos quedamos acostados sin movernos, mirando

el techo. Alberto fumó dos cigarros, uno tras

otro, luego se levantó y se puso la bata y salió del

cuarto. Cuando regresó, me bastó ver su cara para

saber que el dinero seguía en su lugar. Se acostó

dándome la espalda y encendió otro cigarro.

 

-A lo mejor todavía no limpia ahí -dije.

 

Oímos los escobazos secos sobre la alfombra de la

sala. Diez o quince minutos después, aprovechando

que Camelia se había metido en el baño, me puse

la bata y caminé de puntas hasta el living. El dinero

había desaparecido. Sentí una felicidad dura, caliente.

Por las dudas, revisé a fondo. No encontré nada.

Regresé al cuarto antes de que Camelia saliera del

baño. Me temblaban las piernas. Algo me vio Alberto

en la cara.

 

-¿Qué te pasa?

-¡La zorra! -murmuré, y empecé a desnudarme.

Él pendía de mis labios, pero no abrí la boca.

-¿Me vas decir o no? -casi gritó.

 

Todavía me di tiempo quitándome el brasier frente

al espejo, sabiendo cómo lo enloquecen mis senos.

 

-Ve a ver -dije sin mirarlo, desnuda.

 

Aplastó el cigarro en el cenicero, se levantó y salió

al pasillo sin hacer ruido. Volvió con el mismo

disimulo. Los ojos le hervían.

 

-¡La perra, nos robó!

-¿Qué esperabas?

-Nos vio la cara.

-Y ahora debe de estar en el baño ocultándose el

dinero en los calzones o en los zapatos. ¡Riéndose

de nosotros!

 

Se quitó la bata, se arrodilló y me besó los tobillos,

los dedos de los pies, las corvas, temblando.

 

-¡La zorra! -jadeó.

-Éste es sólo el principio. Nos va a dejar sin nada.

 

¡Nos va a quitar todo lo que tenemos! ¡Todo!

Apenas alcanzó a gemir y me lamió las piernas,

derritiéndose.

Salió de casa cuando Camelia subió a la azotea

del edificio a colgar la ropa y las sábanas. Era tardísimo,

y yo me quedé en bata. Entonces, entrando

en la cocina, vi los tres billetes de diez mil sobre

la mesa, cuidadosamente estirados debajo del

cenicero de ónix. Los miré fijamente, sin tocarlos.

Camelia los había desplegado como una bandera,

como una feliz evidencia, con la jactancia que le

daba el derecho de exigir nuestro agradecimiento.

Tenía la soberbia de los animales humildes y pacientes.

Me senté en la cocina a esperarla y, cuando

regresó de la azotea, la recibí con una mirada

de hielo:

 

-¿Qué hace ese dinero aquí?

-Lo encontré en la sala, señora -dijo sin alterarse.

 

Traía en la mano la cubeta de plástico, se veía

cansada. Era una hormiga implacable. Odié su voz

estridente y pueblerina, sus bondadosos ojos de

telenovela.

Salí de la cocina, dejé los billetes sobre la mesa y

fui a darme un regaderazo para cobrar valor. Se lo

dije antes de salir de compras:

 

-Camelia, mi esposo y yo vamos a salir de viaje

por seis meses. Aquí tienes tu liquidación -y puse

en su mano los tres billetes de diez mil que estaban

debajo del cenicero.

 

Se me quedó viendo sin abrir la boca, con la

mano abierta y el dinero apelotonado.

 

-Lo mandaron llamar de Guadalajara esta semana,

por eso no te avisé antes.

 

No soportaba su estupor y su silencio, sólo quería

que se fuera.

 

-Y puedes irte de una vez… no hace falta que sigas

limpiando, vamos a hacer las maletas y no tiene caso.

-Sí, señora.

 

Fue a la cocina a coger la bolsa del mandando,

la dobló debajo del brazo, le abrí la puerta, inclinó

ligeramente la cabeza y olí su perfume barato.

Salí de compras y no regresé hasta el mediodía.

De vuelta a casa, cuando vi el tiradero de los cuartos

y los trastes sucios, me arrepentí de no haber retenido

a Camelia hasta su hora de salida. La maldije

por la presteza con que me había obedecido. Traté

de poner un poco de orden, pero no pude. ¡La perra!

Alberto, de regreso, me encontró perdida en

aquella revoltura.

 

-¿Qué pasó, qué tienes?

-Qué voy a tener. ¡La perra!

 

Vi cómo se alteraba, cómo se le subía la sangre.

 

-¡Huyó! ¡Echó a volar! Se le hizo fácil con el dinero

que le dejaste atrás de las cortinas. ¡Y nos dejó

hundidos en esta porquería!

 

Miró hipnotizado el revoltijo de la cocina y de

la sala.

Cuando habló le temblaba la voz:

 

-Se fue… ¿y nos dejó así… en esta inmundicia?

-Sí.

 

Dio un paso hacia la cocina, miró los trastes que

se amontonaban en el fregadero, los restos del desayuno,

el piso sucio. Hizo un gesto incrédulo con

la mano:

 

-¿La perra? -preguntó.

—¡Sí, la perra! -dije.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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