francisco umbral
diario de
un
escritor burgués
1979
martes
El domingo, paseando con E. por el campo, hemos encontrado una cabra joven, niña, una chivita blanca
y negra, con las orejas largas y finas, los ojos como de bailarina oriental, las patas débiles y el gemido
infantil.
Hemos estado un rato mirando la cabra, conmovidos. E. le daba puñados de hierba, pero la chiva no los
quería. Se levantaba ella sobre sus patas traseras y elegía brotes tiernos en una cerca. La cabra, niña y
asustada, un poco desconcertada, más perdida que orientada por el esquileo de su esquila, iba y venía
por los desmontes, llamaba a alguien, se quejaba de algo.
Una vez más, en la aparición tierna de esa cabra, he tenido la emoción y la clave de la vida, como ante un
gato, un niño o una planta.
Hay una ternura perdida y errante por el universo, una ternura no atendida que me atribula siempre el
corazón, y que es el único revés posible y cierto de tanta crueldad absurda, de tanta agresividad innata.
Por el campo, rompiendo la paz del domingo, los adolescentes en sus motos arriesgadas y ruidosas.
La agresividad natural del ser humano, el fascismo congénito de la especie. Y luego, el contrapunto
inexplicable y grácil de la cabra niña.
Cada vez que hago amistad con un gato de solar, pienso que la gracia errante y perdida de mi hijo, que
participaba de la gracia primera del mundo, anda por el universo repartida en gatos, cabras, seres menores
y sagrados, solitarios y felices.
Está tan cerca el niño del gato, la cabra del niño. Existe una camaradería secreta de seres débiles y
primerizos.
¿Cómo saber que no gime y llama lo infantil universal en el gemido y la llamada de esa cabra?
He estado no sé cuánto tiempo mirándola, hablándole.
Reconozco en cada una de sus indecisiones el desvalimiento grácil de la infancia.
La bestia es apenas bestia en ese momento suyo de niñez y soledad. ¿Qué hay en sus ojos rasgados,
de un oro cuajado, de una veladura casi oriental?
Como un diablo niño, con un amago de maldad dulce en el perfil recortado, la cabra devora de prisa
ciertas hierbas, ciertos tallos, rechaza otros, y constato una vez más mi olvidada debilidad por los seres
bellos, esa especie de gratitud que me inspira la belleza en la mujer, en el niño, en al animal.
Seguimos nuestro paseo. Hemos encontrado a la cabra de ida y de vuelta. El sol bajo de las ocho de la
tarde se hacía negro en los ojos de la cabra.
En una extensión verde hay un caballo también blanco y negro, un caballo de patas cortas y gran vientre,
que nos mira a través de su flequillo. Pasan trenes silenciosos.
El tiempo vuelve a ser un grandioso estatismo en la tarde cálida y quieta del domingo.
Vengo de la amistad momentánea con la cabra como de una fiesta con muchos niños, como de una alegre
juerga infantil. Me ha quedado el corazón lleno de un rumor silencioso, de una callada algarabía, y la voz
de la cabra, voz párvula de criatura anterior a la gramática.
Estas excursiones por el campo tienen el mismo perfume y el mismo cielo que las excursiones de la infancia,
de la juventud.
Pero mi sentimiento es otro y una tristeza cuyo nombre último es la muerte, me baña el corazón en su
charco equívoco que julio perfuma. Tantos años, tantos regresos, el retraso de E., que siempre se demora
entre las flores, entre los nombres de las flores, la desconcertante extensión de una vida y, como consuelo
tardío, como reencuentro con lo más olvidado y cálido de la vida, la imagen de la cabra, esa estampa que
los dibujantes para niños han banalizado comercialmente, pero que ahora, en su realidad inmediata
campestre, vuelve a ser el rasgo salvaje, delicado e invariable de los seres sin historia.
La cabra.
Sé que ahí está mi único y mejor entendimiento del mundo y con el mundo: en la gracia inicial, directa y
dulcemente enigmática de una cabra, de un niño, de una planta cuyo nombre ignoraré siempre.
Basta abandonar unas horas la farsa y la violencia de la propia biografía para que emerja la verdad
primera y párvula del mundo en figura de cabra niña que todavía me llama o me reprocha, en la distancia.
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