francisco umbral

 

 

diario de un escritor burgués

 

 

1979

 

páginas 114-6

 

 

domingo

 

 

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El abrigo me lo compré hace años, en un invierno frío y lleno de lutos, porque me dijo Miguel Delibes que yo llevaba abrigos demasiado cortos. Buscando en la boutique de unos grandes almacenes encontré este abrigo largo de cuello rizado, entallado, que era inglés y lo tenían allí olvidado por imposible, pues aquel invierno todo el mundo se compraba el loden verde y hortera.

Hasta los asesinos de Montejurra y Madrid iban de loden.
Un día me lo comentó Alfonso Sánchez, que también tenía un loden:

 

—Yo tengo un loden y un abrigo de piel,
y siempre había creído que mi abrigo
reaccionario era el de piel.
Ahora resulta que es el barato, el loden.

 

Como yo no tengo prejuicios políticos, me compré mi abrigo inglés que era como para ir a la Cámara de los Lores. Aquel abrigo estaba allí para mí, pero en las tiendas casi siempre ocurre que no aciertan con lo que quieres, que no eres tú el que elige abrigo, sino que el abrigo te elige a ti, y de pronto sientes que aquel abrigo tienes que llevártelo.

 

Ya dijo don Antonio Machado que nadie elige su amor. Yo creo que, asimismo, nadie elige su abrigo. El primer invierno lo llevé largo, demasiado largo, porque realmente el frío me tenía acobardado. Al segundo invierno ya me lo corté un poco, y así ha tirado varias temporadas, francamente elegante, azul oscuro con su cuello rizado y negro. Lo que no me explico es cómo aún no había escrito nada del abrigo.

 

Es como un conde que me acompaña siempre a todas partes. Como un conde de la familia.

 

—Pareces un conde

 

—me decían los que me veían con el abrigo. Pero yo sabía que el conde era el abrigo. A veces lo llevaba con una bufanda roja y larga, o blanca y larga. No pegaba mucho, pero pegaba. Se le ha ido pelando el cuello y esto le da una pobreza y una decadencia que le hace mucho más conde. Yo de verdad que no había querido este abrigo aristocrático, pero ya digo que el abrigo me eligió a mí.

 

Escribo sobre el abrigo cuando estoy a punto de despedirme de él para siempre. Ha venido el buen tiempo y todavía lo he sacado alguna tarde de sol.

 

—Pero adónde vas con el abrigo.

—Es por si refresca a última hora.

 

Mentira. Era porque no quería separarme del abrigo y estaba prolongando melancólicamente nuestro último invierno juntos. Es un abrigo de varios fríos, como hubiera escrito alguien, no recuerdo ahora quién, me parece que Juan Ramón Jiménez. Como se dice un toro de tres hierbas.

 

Es o era un abrigo de tres fríos. O más. Porque esta vez no es que me despida de él hasta el próximo invierno, sino que nos despedimos para siempre. Está viejo, con el cuello escandalosamente pelado y la tela quemada de sospechosos cigarrillos, ya que yo no fumo. Ahora que el abrigo y yo, el conde inglés y yo nos despedimos para siempre, debo confesar una cosa: yo le echaba en la cama por las noches.

 

Ligero y abrigador, me ha salvado de muchas gripes, de muchos enfriamientos de esos que me dan a mí. Y por la noche, aunque tuviese mucha ropa en la cama, necesitaba el abrigo.

 

—Si tienes frío, echa otra manta.

—No, el abrigo.

 

Además de todas las mantas, el abrigo. De modo que he tenido unos despertares de conde arruinado, con el abrigo suntuoso y revuelto encima de la cama. Pero el abrigo aguantaba bien y, después de la noche sórdida, después de haber hecho de manta plebeya durante toda la noche, durante tantas noches, se le ponía otra vez figura de conde, por la mañana, y yo iba con mi abrigo a las más elegantes recepciones, y siempre había un tonto que me decía, tirándole del pelo del cuello como de una oreja:

 

—Menudo abrigo, señor Umbral.

 

Claro que si ya no me voy a poner el abrigo por la calle, al año que viene me lo pondré en casa, y así el abrigo tendrá esa supervivencia clandestina que tiene la ropa cuando todo el mundo cree que ha muerto, que se la hemos dado al trapero, y resulta que la seguimos usando por casa, con lo cual resulta que casi siempre vamos más elegantes por el pasillo que por Serrano.

 

Porque vienen días, en los inviernos futuros (los inviernos de una vida son cada vez más negros) en que en casa no basta con nada frente al frío de la sierra. Ni la calefacción ni las estufas ni las camisetas. Entonces es cuando yo, en una desesperación de capitán de barco, en una desesperación que tiene algo de marítima y de romántica, digo:

 

—Que me traigan el abrigo viejo.

 

Y me pongo el abrigo, viejo o nuevo, y me siento de abrigo y escribo de abrigo, en todos los sentidos de la expresión, y me siento un poco Baroja, al que he visto en las fotos escribiendo con el abrigo puesto, aunque un Baroja sin boina y con mejor sintaxis, que por ahí no paso: ni por la boina ni por la mala sintaxis de Pío Baroja. Yo creo que si se hubiera quitado la boina a tiempo a lo mejor habría tenido un estilo más brillante. La boina le apagaba las metáforas como un apagavelas.

 

Pero sé que estoy asistiendo a los últimos días de mi abrigo, y así quiero que conste aquí, pues lo que le queda ya, a este conde o este marqués de sastrería, es reclusión y vida interior, como cuando al otro marqués, al de Sade, le metieron en Charenton.

 

Yo soy Marat, por las veleidades revolucionarias que tengo, y el abrigo es Sade. De modo que hemos hecho un Marat-Sade muy bien llevado, durante algunos feos inviernos. Ahora se acabo la representación.

 

Él se queda en el armario, con sus pensamientos de naftalina, y yo me lanzo a vivir un verano de malos pensamientos. Sólo se conquista la libertad de uno traicionando a otro. Aunque el otro sea un abrigo.
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