francisco umbral

 

memorias de un hijo del siglo

 

los orteguianos

 

 

22/07/1985

 

 

 

 

El 98, última generación romántica; los orteguianos, primera generación optimista del siglo XX /
La Revista de Occidente en la Gran Vía, entre dentistas y fotógrafos, cirujanos y agencias de pisos /
La tertulia: un día tocaba obispos, otro día marquesas y otros días Unamuno /
Ortega, exiliado, dialogando con las estatuas de París /
«Lo cursi abriga» /
De Montaigne a Ortega, un género que no quiere serlo: el ensayo /
Goethe-Ortega: sólo se escribe desde el yo.

 

 

No se atreve uno así como mucho a adentrarse en el tema Ortega, a hacer el capítulo de Ortega, al que me parece que le ha llegado el momento en estas memorias. Por eso prefiero hablar de los orteguianos, que siempre es quedarse en la periferia y, por otra parte, va más de acuerdo con el sistema de este folletón, que agrupa a los españoles del siglo por familias ideológicas o políticas.

 

No sería lo más crudo escribir un miniensayo sobre Ortega, que se han escrito tantos, grandes y pequeños, sino meter al hombre Ortega en una página, como lo mete, sencillamente, esa frase que le dijo a Octavio Paz en un bar francés, y que ya he contado alguna vez:

 

-La erección es un pensamiento y yo todavía tengo pensamientos.

 

 

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Ortega nace en Madrid unos años antes del 98 (hay eruditos ignorantes, o eruditos de la ignorancia, que lo incluyen en esa generación) y muere en Madrid en 1955. La disparatada inclusión de Ortega en el 98 no se debe sólo a una cercanía cronológica, sino a una comunidad de ocupaciones y preocupaciones: España.

 

Pero el 98, última generación romántica, es el funeral del pesimismo, mientras que Ortega representa la primera grímpola de optimismo histórico y vital que aparece en España. Ortega es un vitalista, se ha dicho, pero hay vitalistas de la muerte -el Romanticismo- y vitalistas de la vida: Ortega. De los jesuitas a Leipzig, Berlín y Marburgo, pasando por la Universidad de Madrid. A los 27 años es catedrático de Metafísica en la Universidad Central. En 1923 funda la Revista de Occidente. La revista está en la Gran Vía, en un edificio moderno, entre dentistas y fotógrafos de estudio, agencias de seguros y agencias de pisos.

 

Ortega viaja, naturalmente, por el mundo, pero nunca o casi nunca falta a la tertulia de la revista, que tiene una cosa submarina y sorprendente (bien guardada su puerta, falsamente abierta, por Fernando Vela).

 

En la tertulia hay un día obispos, otro día marquesas y otro día Unamuno. Hay un libro que se llama Las empresas culturales de Ortega. La última fue el Instituto de Humanidades, en Madrid, de vuelta del exilio, por donde había andado dialogando con las estatuas de Europa (libro que proyectaba y que, desgraciadamente, nunca hizo). Un día andaba con Julián Marías -lo cuenta Marías-, buscando por Madrid la sede para una conferencia, y dieron en un casino agrario de la Gran Vía.

 

-Es cursi -dijo Ortega-. Pero lo cursi abriga.

 

Ortega estaba haciendo una greguería en aquel momento, Y. sin duda, recordaba el ensayo Lo cursi (del que tanto tendría que aprender Susan Sontag en su estudio sobre lo kitsch), de su amigo Ramón, ensayo publicado en Cruz y Raya, la revista de Bergamín, revista que Juan Ramón llamaría luego, por sus signos aritméticos, «del más y el menos». Lo más intencionado -malintencionado- que se ha dicho sobre Ortega, es que «no tenía un sistema», pero la filosofía de hoy renuncia al sistema, renuncia a construir el mundo, ingenuamente, como la catedral de la Historia, gótica o románica, y quiere ser una filosofía azarosa y abierta, escrita sobre la marcha de las cosas, como la hacían los presocráticos sobre el río que no vuelve ni tropieza.

Con lo que Ortega es, al mismo tiempo, un contemporáneo y un preclásico. En cuanto al ensayismo, hoy se ha vuelto en el mundo al ensayo lírico (con su origen en Montaigne), frente al ensayo puerilmente científico de estructuralistas y conductistas. De modo que Ortega es el gran rehén del presente. Tenía algo de señorito madrileño, aunque canta mucho la España rural, y tenía una fascinación de prosa que, a costa de lujos hoy lujosos, nos da siempre la ecuación fascinante y profunda de las cosas.

 

El estilo no es un adorno. El estilo es la eficacia y la eficacia es el hombre, lo subjetivo, por más que los redactores-jefes y los escritores que meramente redactan, defiendan no sé qué clase de impersonalidad que por otra parte no es tal, sino una subjetividad mostrenca, nutrida de los tópicos del procomún. La objetividad no existe. O se tiene una subjetividad propia, caso del escritor/escritor, o se remedia uno con la subjetividad vieja y colectiva de marchitas generaciones. Un escritor acabado que fue joven conmigo, acaba de decirme que su apartamento es «una pocholada». Está manejando un cheli de los años 20, mientras maldice del mío, actualísimo, en los cafés.

 

La filosofía es un continuo y dialéctico llevarse la contraria unos a otros, y esto hace más difícil la altísima valoración de Ortega, pero el ensayo, el género más moderno de todos, que inventara el señor de Montaigne, precisamente queriendo no inventar nada, no ha tenido en el mundo un artista como Ortega, hasta Sartre, que no le supera, pero le renueva, por la forzosidad de los tiempos.

 

Ortega usa flexible en verano, sombrero de piedra en invierno, fuma en boquilla, frecuenta el trato intelectual de la mujer -«condesa o no», como diría de él Juan Ramón-, y tiene algo de matador de toros viejo.
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El existencialismo de Kierkegaard/Heidegger se hace joven y optimista en su ratio/vitalismo. Pero vayamos con los orteguianos, que eran la finalidad sociológica de este capítulo, como familia verdadera, existente, española y americana, que cubre dos o tres  generaciones, según el cómputo del propio Ortega: una nueva generación cada 15 años.

 

El orteguismo lleva a desteñir sobre la vida española de los años 10/20/30 como ninguna otra cosa, hasta crear el tipo peatonal del orteguiano.

 

Sólo dos escritores han logrado, en el siglo XX español, crear en torno a una sociología, segregar un tipo humano general: Ortega y Lorca. Sólo dos libros: el Romancero gitano y La rebelión de las masas. Esto es incidir en la Historia y cambiarla. Lo demás es literatura o ni siquiera eso: redacción.

 

Ortega nace quince años antes que Lorca y saca la filosofía a la calle, el pensamiento a la plaza, la cultura a los bares, cosa que no había ocurrido en Occidente desde Sócrates. En la España de los 20/30 hay los lorquianos y los orteguianos.

 

Lorca configura el lumpem, lo gitanea (a su pesar), lo sublima. Ortega configura las clases medias cultas, crea el español de media o alta burguesía con pasiones intelectuales, lo educa, lo amansa, lo laiciza, lo europeíza. No vamos a hacer el centón, naturalmente, de los orteguianos oficiales, de los escritores y ensayistas seguidores de Ortega -Marías, Garagorri, Laín, tantos-, sino a dibujar de manera un poco impresionista (a Ortega le gustaba el impresionismo, y lo dejó escrito a propósito de Debussy y otros) a ese español que asciende un palmo interior por haber leído a Ortega, por tener noticia de todas las noticias culturales que Ortega trae al mundo y del mundo.

 

Es un señor que comprende La rebelión de las masas, y comprende que tiene que situarse al margen, que aquello no va o no debe ir con él. Ortega crea un aristocratismo cultural de clase media, educa a los españoles, así como Lorca les «deseduca» en el sentido de que los devuelve, como diría Neruda, «a lo más genital de lo telúrico».

 

Y este emparentamiento/enfrentamieno Lorca/Ortega no es caprichoso ni ocasional, pues que se da simultánea y efectívamente en el tiempo, y es, cada uno de ellos, el único fenómeno sociológico/Iiterario que oponer al otro. No quiere decirse, ni mucho menos, que Lorca sea negativo y Ortega positivo para la sociedad española. Tampoco lo contrario.

 

Más bien al margen, digamos con Don Quijote: «Dorados tiempos y dorada edad…» O como fuese aquello, que tampoco voy a levantarme ahora a mirar el Quijote. Dorados tiempos en que la sociedad española tenía un pie de luz y otro de sombra, tenía a Ortega y Lorca para avanzar con dos pasos hacia adelante y uno atrás, como aconseja Lenin.

 

Hay tres bloques en que pudiéramos desglosar la inmensa influencia de Ortega en la sociedad española y americana:

-Ensayistas orteguianos (los de entonces y los de hoy).

-Clases medias educadas por Ortega, que, antes que socialistas, liberales o demócratas, son «orteguianas».

-Escritores de la Revista de Occidente.

 

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Decía Nietzsche que una generación no es sino el rodeo que da la naturaleza para producir un genio. Pero ocurre que el genio, inversamente, cuando aparece, frustra toda una generación en torno, y quizá las subsiguientes. Los ensayistas de los años 20/30 no son sino unos penosos seguidores de Ortega, salvo dos excepciones periféricas y peculiarísimas: Unamuno y Eugenio d’Ors.

 

Los orteguianos peatonales llenan los cines donde habla Ortega, los domingos por la mañana. En cuanto a la generación literaria surgida de la Revista de Occidente, Ortega, siempre curioso de la mujer, potencia a María Zambrano en el ensayo y a Rosa Chacel en la novela.

 

Los novelistas de la Revista (la citada Rosa Chacel, Benjamín Jarnés, Salinas en prosa narrativa), no son orteguianos, claro, pues que la novela queda muy lejos de Ortega, pero son derechohabientes de la novela europea de entonces, que sólo por Ortega conocimos.

 

A Ortega no le gusta mucho Proust, y lo tiene escrito. Escrito, incluso, mediante fórmula. Cuando Ortega dice, del Escorial, que es «el esfuerzo homenajeándose a sí mismo», la fórmula nos parece perfecta.

 

Pero la encontramos repetida respecto de Proust: «Proust es la memoria homenajeándose a sí misma». Pues claro que pensador tan fecundo tiene derecho a repetirse, máxime cuando se trata de temas paralelos. La repetición es la clave del estilo. Le gustase o no, Ortega sabe que Proust es la novela que viene, en aquellos años, y Rosa Chacel, Salinas y Jarnés son proustianos.

 

El proustianismo fracasa en España, empezando por Proust, pero esto ya no es culpa de Ortega. El propio Valle-Inclán, acostumbrado a la pincelada Greco/Goya, extensa, poderosa y general, nunca lo entendió. Los orteguianos peatonales han cubierto, como se ha dicho, dos o tres generaciones.

 

Una vez envié unos ensayos a una editorial y me los devolvieron por ser «muy orteguianos». O sea que lo orteguiano se había vuelto peyorativo. País tribal con pretensiones, el nuestro. Sólo con el tiempo he comprendido que el reproche era un elogio. (Involuntario). Con Ortega y Lorca entramos en un curioso caso de «antropología literaria», como lo llamaría yo: un tipo humano y genérico creado por una literatura. (Esto no se daba desde el Romanticismo).

 

El europeizado y el gitanizado. El orteguismo llegó a ser, casi, una mutación sociológica y un extensísimo partido implícitamente político. ¿Radical?

 

1. En este sentido, Ortega empalma con las primeras vanguardias (las no judías), como Apollinaire, Dadá y Bontempellí, optimistas del siglo que nace.

2. Ramón es el que elige el tipo de letra de la Revista, con sus pies de larga espada, que salían carísimos de imprenta.

3. Goethe, citado por Ortega: «El artista tiene que crear de dentro afuera, pues haga lo que quiera, sólo logrará dar a luz su propia individualidad».
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