francisco umbral

mortal y rosa

 

 

…esta corporeidad mortal y rosa

donde el amor inventa su infinito

 

pedro salinas

 

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Se ve que no soy buen conductor de la electricidad cósmica.

Estoy rodeado de la cinta aislante de mi pequeño escepticismo. Nada preparado para lo ignoto. Sólo me han pasado en la vida cosas reales, a veces terribles, a veces muy dulces, a veces sangrientas, a veces inconfesables. Pero nunca me ha pasado nada de eso que le pasa a la gente. Ni sueños ni visiones. Una vez vi a un señor que se parecía asombrosamente a otro que yo conocía. Era en un bar y remoloneé entre las mesas arriesgadamente para descubrir la doble identidad del tipo que tenía que estar en América, y sin embargo estaba aquí tomando cerveza. Esto era por su lado derecho. Por el lado izquierdo no se parecía nada a sí mismo. Bueno, quiero decir que no se parecía nada al otro.

No sé si esto basta para haber tenido una experiencia de sobrenaturalidad, o de eso que Koestler llama las raíces del azar.

No digo ya el misticismo. Ni siquiera la parapsicología. Soy una calamidad. Mi vida ha sido siempre opaca, y la he forzado lo que he podido líricamente, para que diera otras luces. Pero el lirismo tampoco es. Por esa vía se puede conseguir algo, con imaginación, pero los verdaderos contactos con el más allá son otra cosa, bien lo sé. ¿Por qué no puedo llegar yo adonde han llegado simples pastorcillos y aldeanas ignorantes?

Estoy anclado en la realidad, condenado a la verdad, sujeto a la vida. Soy un piso interior que sólo da a traspatios cotidianos. No recibo luces mágicas por ningún sitio. ¿Cómo no voy a ser un escritor realista? Un crítico decía una vez que el realismo, en mí, nunca desmiente la imaginación.

Pero eso no basta. La imaginación ejercida es un hecho cultural. Puedo sacar lo que quiera de la chistera de mi vida y de mi obra, pero siempre sé lo que va a salir. Las cosas no me salen solas, la chistera no se me llena por sí misma. Estoy negado para la trascendencia y la sobrenaturalidad. Por eso mismo me tientan los grandes irracionalistas de la poesía y del arte.

El irracionalismo también yo puedo conseguirlo, y quizás es lo que más desearía conseguir a la hora de crear. Pero el milagro, lo que se dice el milagro, la visión, esas cosas que han visto Poe o Dostoiewski, yo eso no lo he visto nunca.

Claro que yo no soy Poe ni Dostoiewski. Pero no lo soy precisamente por no haber visto tales cosas. Viéndolas a diario no tiene mérito ser lo que ellos fueron. Por el contrario, la vida me ha parecido siempre una novela mediocre, una mala novela sin premio donde todo vuelve y se confirma y se repite a sí mismo hasta anularse. Por eso ya casi no soporto las novelas realistas, la novela tradicional. Ni la leo ni la escribo.

Sobre la ratificación aburrida de sí misma que es la vida, está la ratificación ociosa que nos dan Galdós o Balzac.

¿Y para qué tanta certeza?

Lo que hay que ponerle a la vida es duda, luz de dubitación, porque para añadirle certeza no se debe escribir.

Certeza mostrenca ya tiene bastante la vida. Así y todo, a veces me refugio en un orbe novelesco completo y cerrado, como es el del Proust, y no sólo por el encanto único de Proust, por su perfume, indispensable para mí, sino también por unas historias que están pasando siempre y que nunca van a dejar de pasar, precisamente porque no pasan nunca.

Aparte los trasfondos que le da Proust a la vida, me quedo también a veces, gustosamente, en la historia, en lo inmediato, en el sublime cotilleo de sus salones, no sé si porque eso ocurrió efectivamente una vez o porque es como si no hubiera ocurrido nunca.

Aquel tiempo perdido es un tiempo que está ya salvado para siempre, aislado, en una luz quieta y permanente, y tiene sobre la vida real la certeza y la belleza de que conozco esas vidas definitivas, cerradas, esas órbitas, y puedo deleitarme en lo que pasa, viviendo así una vida en la que no hay nada angustioso, pues la angustia la da la incertidumbre, no la desgracia.

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Huyo, sí, a ese mundo quieto y ficticio, a esa vida posible e inexistente, a veces, escapando de mi propia vida, de este naufragio donde nadie se ahoga, de este desorden de cuadros que hay que clavar, libros que hay que leer, cosas que habría que escribir, y la muerte pasando a través de todo, luces, tiempo, hijo, días, muebles, palabras, dones, ensartando la vida silenciosamente.

O hago una vez más, queriendo salvar algo, el retrato del niño. Dejadme hacerlo aquí, dibujar con palabras fáciles el desorden inocente y artístico, demasiado artístico, de su cabeza ligera, su nariz de gato niño, los ojos, pétalos de una flor oscura, hoja y fruto al mismo tiempo, con su halo profundo de tristeza o algo peor, que tanto me estremece, y el esfuerzo banal de la boca, dibujada primorosamente, y que a veces se riza en palabras íntimas y a veces se abulta, débil y ya masculina, en palabras violentas de espuma sola.

Esas mejillas como una fruta excesiva que no pertenece a ninguna cosecha, el cuerpo espeso y reciente, que tomo en alto para apretar su gracia simple, las manos, sólo dibujo, o los pies, tan breves, naciendo esa minuciosidad del borrón tierno que es el cuerpo. Muy terminado por unas partes y muy en embrión por otras, el niño, como todos los niños.

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Abril. Abril es una huella encharcada en la hierba.

Abril es una niña devorada por los tallos. La cintura escueta de las muchachas remite a no sé qué mundo de esbeltez. De dónde vienen las muchachas, ciudadanas de una música. No es posible que sólo para la reproducción y la fecundidad disponga así sus armas la especie, afile sus filos la naturaleza.

Cuerpos forjados para algo más, raíz pura del cabello, cosecha par de los senos, álamo de la cintura, sosiego leve de las caderas, velocidad de las largas piernas.

De dónde vienen, cada abril, las huestes femeninas y ligeras, qué paraíso traen entre todas, adónde van. Una esbeltez perdida y errante por el universo, se recuerda en ellas. Algo que la humanidad no ha conocido. Abril, espuma verde bajo los pies breves de mi hijo, cadera femenina del mundo, costado pálido, idioma salvaje de la lluvia, lenguaje de todas las primaveras, caligrafía torrencial que deja dicho en el aire el secreto simple del universo.

Abril, esfuerzo de la luz hacia la dicha, verdor a pesar de todo, mano infantil que se abre de golpe, llena de cosas claras, un mar errático por el cielo.

Abril le opone su único color verde a la muerte. Sencillo como una barca, como una lanza, como un hijo, abril ignora mi dolor, se mece entre las frondas de la muerte, propaga una sola tinta, una sola palabra indescifrable y verde, y no escucha, porque no tiene oídos, mi queja.

Abril, palabra de lluvia y flauta que también en otros idiomas —april— suena llena de atriles, añiles, perejiles. ¿Qué es lo que abre abril?

A mí —ay— ya no me abre nada, ni me cierra.

 

Abril. (Tres variaciones)

 

Abril, pozo verde lleno de doncellas ahogadas que tejen el lino de las profundidades y suspiran a la luna en las noches de coito.

Abril, pájaro claro que se envenena de lirios en los charcos del cielo.

Sauce vivo, ciprés alegre con un esqueleto dentro. Mueble en el tejado, con espejos de nube, oros del alba y volutas tiernas.

Abril, callejón de la lluvia de donde viene un perfume oscuro y fino de jardín que ya no está, de mano cortada, de niña orinando.

 

Abril canta,

pisa, crece, toca un violín apagado,

se sube a todas las tapias,

descuelga cosas del cielo,

muerde una fruta verde

y se baña desnudo,

desnuda,

en la corriente helada del pavor.

 

Abril. Página sólo escrita por el perfume silvestre del papel. Un automóvil abandonado tiene hierba entre las ruedas. La revista hojeada huele a lluvia confortable. La muchacha nunca sabrá que la clave de su belleza está en ese quiebro de la luz que hunde su espalda y levanta su grupa, y yo nunca sabré que mi pelo cambia de color a medida que hablo, a medida que escribo, y que los incendios se suceden en mi cabeza mientras pienso en una chica desnuda o construyo palabras que coinciden, sólo por azar primaveral, con las palabras del diccionario.

El niño entre las niñas. Carolina, de belleza cerrada y tensa. Yolanda, esponjosa en su sonrisa y en sus ojos. Mariona impenetrable como una fruta. María José, flor sin nombre ni color, mínima y sonriente como una pequeña tristeza. El niño entre las niñas, feliz.

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El viento, el viento. Todavía el viento, en mi vida, en noches de soledad, en no sé qué abril secreto, el viento, preguntándole cosas a la casa, que no sabe responderlas, zarandeándola.

(La muchacha, recuerdo, sufría ausencias, y se quedaba quieta en el amor, arrodillada, desnuda, ausente, con los ojos en ningún sitio, ni siquiera lejana: inexistente.)

El viento, dibujando el mundo con un perfil duro, abultando el mundo como un globo negro.

No el perfil puro de mi madre, por el que cruzaban días, soles, penas, fiebres, horas, niños, luces, miedos. No.

El perfil inmenso y adusto del viento, ese más allá a que empuja a todas las cosas, ese hendimiento de muerte en que las pone.

(La muchacha, ya digo, se quedaba ausente en el amor.)

El viento, barco que naufraga en la noche, bandera mala llenando todas las ausencias, voz de nadie llenando el mundo. El viento, como en los miedos de niño, trayéndome otra vez aquellos miedos y aquel niño. Registrando la casa en una revolución que cesará al alba, soplando en mi sueño como en un lago quieto. El viento, que hace resumen sombrío de la vida, de la muerte, del presente y del pasado, que llama a una catástrofe general que es él mismo, y se despide ululante para volver enseguida. Se queda la casa temblando, sin el viento, que enseguida la coge otra vez y la pierde en un temblor mayor. Ni el rayo, ni el trueno, ni el fuego. Sólo me ha asustado el viento, ese mar hueco que precipita en nosotros, esa desgracia que va arrastrando por el mundo.

El viento, lleno de madres que gimen. Toda mi biografía desmantelada por el viento, y yo, desnudo, cobarde, solo, tendido bajo el viento, náufrago de la tormenta seca de los vientos.

(Caen ruedas, penas, la vida se separa de sí misma, se disocia, nos miramos vivir desde el vivir, dolor tan profundo me divide en dos, como un alfanje, y la primavera, en torno, hace su refriega de colores, se expresa en amarillos, en malvas, en verdes, creando una suntuosidad y un paraíso que —hoy lo he comprendido— no goza absolutamente nadie en el planeta.)

Qué doloroso mes de hogueras naturales, qué agobio de belleza no respirada. Prendemos fuego, mi hijo y yo, a los residuos oscuros del invierno, sacamos llamas sin vida del vertedero negro del mundo, y vamos entre la primavera, envueltos en un humo de estercolero final, paseando por el incendio ciego de la muerte.

El olor funeral de todas las flores nos penetra y a veces tomo a mi hijo en brazos, bajo un cielo de otro tiempo más feliz, o le llevo de la mano, dejando que sus pisadas pequeñas aprendan el mundo y sus declives.

Caen cielos, espinas, y entramos en la intimidad de un pino como en una gruta religiosa, o bordeamos la multitud de las flores en busca de un día eterno que no es sino la suma de los días y que no está —ay— a nuestro alcance. El hijo, el hijo. La primavera es una corona de novia, abril y mayo son flores en la cabeza de una adolescente, en el pelo verde de la pubertad del mundo. Pasamos del sol a la sombra, como de la vida a la muerte. Pasamos de la vida a la muerte, de la muerte a la vida, como del sol a la sombra, y vuelta, y este juego es vivir, y la primavera salvadora no nos salva de nada, porque ella misma está amenazada de muerte.

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El hijo y yo. Prendemos fuegos, hogueras, como dos vagabundos solitarios por los vertederos de la ciudad, y pisando la llama alegremente, desesperadamente, él con su pie sin peso, dulcísimo, yo con mi pie enorme, cansado, negro.

Somos lo muy grande y lo muy pequeño, extremos mortales de la vida. No conseguimos entre los dos el término medio salvador. (El niño coge una piña y se la guarda.)

He llevado al niño al mar, como otras veces, para que se contagie de su salud de hierro y sol. El mar, serpiente que se desliza en torno del planeta, silba en la noche y luce en el día sus escamas de acero. He corrido a lo largo de una playa que iba hasta el alba, por ese borde del mundo adonde ya apenas llegan las punzadas del vivir, y adonde empieza la vaguedad de los tiempos.

El mar se abre a los niños. La mano del hombre necesita mucho esfuerzo, mucho dolor, mucho tiempo para sacar algo del mar. El niño mete la mano en el agua y saca un pequeño cangrejo, una concha que brilla, algo. Al mar no hay que desafiarle, como hacen los pescadores y los marinos, los almirantes y los balleneros.

Hay que entrar en él con confianza, con seguridad, como el niño. El mar es la tierra firme de los niños.

Quiero que el mar se lleve de un solo maretazo todo mi dolor y todo mi tiempo. Y se lo lleva. Luego, el dolor y el tiempo vuelven, pero eso ya es cosa mía. El mar nunca defrauda. Un cielo adulto, un mar joven, una tierra de luz. Y el compás de mis muslos corriendo por la arena, por el agua. Émbolos silenciosos que han movido mi vida incansablemente. El viento y el agua crean una criatura nueva y desconocida que me viene al rostro y me recorre el cuerpo.

El hijo, amigo del mar, tiene todas las mañanas su menudo intercambio con el monstruo. De ese comercio con el mar, el niño trae erizos de mar, conchas como senos de sirena, raíces, tesoros de arena, oro y plata de la tierra y del agua.

Ese miligramo de plata que hay en la ola, sólo se le da al niño.

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El mar es un monumento a la libertad, la única estatua de la libertad posible. El mar es una estatua derribada. El niño, extranjero en la vida, enseguida es adoptado por el mar, escuela azul y verde de toda infancia. Dejo a mi hijo a la orilla del mar, más seguro del mar que de los hombres. Enseguida se han reconocido.

Hendir la vida, esa pulpa de luz que hay en el aire, entrar en mayo como en una ola alta, lanza en ristre, morir y matar, un vago canibalismo que despierta en el hombre con la primavera, consumar una mujer, un crimen, un placer, un dolor, una catástrofe.

Luna belleza ahogante, la asfixia de vivir, el erotismo de vivir, una iluminación erótica por el cielo y por la tierra.

Miedo de mí mismo, ese ser cruel y lírico, implacable y violento que asoma a los espejos cuando los espejos tienen detrás la luz negra del día.

La experiencia interior, la experiencia sexual, la iluminación, mayo es una pulpa de sangre y sol donde la horda primitiva que me constituye quiere entrar a sangre y fuego, a sexo y fuego. Pero bajo el cielo, que es una inmensa y serena llaga de luz inextinguible, estoy parado con el dolor de mi hijo, y veo la inmensa desgarradura azul del firmamento, con bordes de hoguera.

El cielo es tierra quemada, un día y una noche arden allá arriba, y estamos los terrestres aquí, bajo el incendio, con un hijo dormido en los brazos o una mujer incrustada en el pecho.

De modo que vuelvo a lo oscuro, cierro la puerta a los perfumes sutiles de la primavera, pongo una manzana de sombra en los boquetes de la luz y miro la silla de mi hijo, la pequeña silla de paja, inverosímil y realísima, muy a la altura de su infancia, a la medida de su cansancio. Si él no estuviera —ay— para sentarse en ella, si él me faltase, cómo sería esa silla.

Sería él mismo, la silla. La silla sería él, sí, y el hueco de su ausencia tendría ese alabeado de bambú que tiene ahora, y amaría una silla como amo a un niño, y sólo me quedaría su silla, infinitamente suya, para llevar y traer su ausencia. La silla sería sagrada.

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La pizarra, el pequeño elefante de trompa erecta y vientre amarillo, circular. El pequeño elefante rojo y blando, la pizarra donde él escribe con tiza de inocencia números como escaleras y letras como mariposas violentadas. Cómo se hace suyo todo lo suyo, cómo entra en su mundo, cómo le pertenece.

Sólo el niño tiene la capacidad de la posesión.

Luego, de adultos, las cosas se nos despegan, son nuestras por los groseros trámites del dinero, el estupro, la posesión, la conservación, el coleccionismo, la propiedad, que es un delito. Pero al niño le pertenece todo naturalmente, y más lo que enseguida se torna a su imagen y semejanza, lo que enseguida se le parece. Cómo se le parece una pizarra, un elefante de trapo, una sillita de paja. La infancia es la edad taumatúrgica en que todo cuanto tocamos empieza a parecérsenos, se nos incorpora de inmediato.

El niño, como Dios, hace el mundo a su imagen. Miro sus cosas sin él como miraría el mundo sin el hombre. Afuera está la libertad de mayo, la catástrofe luminosa del cielo, la sucesión cambiante de la mujer, rebaño de oro con formas que se crean a sí mismas.

Pero aquí está, quieto y vivo, el mundo de mi hijo, infinitamente delicado y doloroso. Nada me atormenta tanto como la belleza del mundo.

Vamos en una lujosa calamidad, en una primavera mortal, hacia la muerte. Se nos ha preparado —¿por quién?, por nadie— una suntuosa masacre, el hombre muere rodeado de belleza, entre el esplendor del verano o los palacios fríos del invierno.

Panteón vivo, el mundo, pirámide bellísima, pira de cadáveres cuyas llamas chamuscan el cielo.

Cada estrella es la punta de una llama, que ha dejado su huella en el firmamento. La muerte embellece el mundo, la muerte toca la altura inmensa con su luz y la pequeñez de mi hijo con su temblor. Entre dos fuegos de hermosura nacemos y morimos. El hombre es sólo el testigo momentáneo de tanta belleza sin motivo.

La silla de mi hijo, sola.

Hay que beber a morro del dolor, como se bebe de las férreas fuentes. Que esta carne de luz empape toda la sombra. Hay que baldear hasta el fin el ciego enlagunamiento de la sangre. Hay que agotar el mal, el sufrimiento, no en pequeños sorbos, no en tragos cobardes, sino seguido y hasta lo hondo, que luego queda un fuego neutro, una nada, y sólo resta, por fin, la loza simple de la vida.

Voy hasta el final de mi dolor, hago todo el recorrido, bebo de mí mismo, sacio una sed de sufrimiento que estaba en mí y yo no conocía. La saciedad del dolor es como la saciedad del placer. El dintel de una paz vacía, de un cielo plano y soso, de una neutralidad de clima y carne que es toda la imparcialidad desoladora de la naturaleza.

La alegría es un camino más corto. El dolor es un laberinto con angustia de perderse. La alegría nos lleva en línea recta y eso vale más que la alegría misma. Pero el dolor duda continuamente, vuelve atrás, como una bestia sombría que no acaba de aprenderse el viejo camino. Voy tras sus oscuras pezuñas y de vez en cuando, sí, bebo en las fuentes amargas y densas, con sabor a hierro y a muerte. No huyo mi dolor, no me lo dosifico, como el suicida precavido o la dama sin sueño. Bebo y bebo. Me fulminará el veneno o lo agotaré. No quiero cucharaditas de plata para sufrir. A morro, directamente, bebo a borbotones sangre de niño, muerte de niño, la hemorragia necia y dulce del mundo.

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En noches de ahogo, al pie de mi hijo enfermo, velando su navegación agónica hacia la muerte, he sentido el tirón hondo de la infancia, de lo lejano, el retorno a cuando nada había ocurrido, al principio de mi vida, y he escrito cosas tan sencillas como éstas, buscando la simplicidad consoladora y aclaratoria de mi vida primera: calle de tantos astros, rinconada del tiempo, la dimensión del mundo me la daba un vencejo.

Oro de las mañanas empobreciendo el cielo, soles de cada tarde en un ladrillo eterno. De los países del alba venían los buhoneros y en sus pregones altos flotaba un hombre muerto. Calle de tanta noche, mitología del miedo, madres de los difuntos en las tapias de enero.

Sonaban las iglesias enormes de silencio y pasaba la yegua inmensa de los tiempos.

El hombre más remoto era sólo un lechero y el Dios de los espacios era sólo mi abuelo.

He escrito a la luz de una linterna, a la luz de una gota de agua, a la luz de la noche, sobre las rodillas, en un papel sucio, buscando la consoladora asonancia de una prosa o un verso simples, y así me salían cosas como esta otra, que doy precisamente por su falta de valor literario, en este diario, y que están en los papeles originales rodeadas de los dibujos simples e inflados que le tengo hechos a la cara de mi hijo: volver de nuevo al niño que fuiste no sé cuándo, subir de nuevo al cielo viejo del campanario: era un desván el cielo en las tardes de mayo, por donde erraban soles y agonizaban pájaros.

No haber vivido nada de lo que me ha pasado, sino, a través del hijo, morir hacia mi barrio.

Barrio de luces pobres, velero desguazado, cuando el mapa del aire se me quedaba en blanco.

No haber dado el inútil rodeo autobiográfico para volver difunto al tiempo del milagro.

Estoy velando un niño que soy yo mismo, extático.

Consoladora cadencia del romancillo castellano. Qué vía de luz para volver a la simplicidad. El romance y el romancillo son un camino de regreso que sólo pueden llevarnos a lo más simple y guardado de nuestra vida. Y escribía yo luego, con ese lapidarismo de los malos momentos: el suicidio es la única respuesta válida. Todo lo demás, el arte, la cultura, el pensamiento, la política, la filosofía, la religión, no son sino falsas respuestas, suicidios diferidos.

He conocido la única verdad posible: la vida y la muerte —tan vivida previamente— de mi hijo, y sin embargo he optado o estoy optando por el engaño, por el autoengaño, de modo que seré inauténtico para siempre. No creáis nada de lo que diga, nada de lo que escriba. Soy un farsante. El solo hecho de seguir vivos nos constituye en farsantes.

La vida es mala porque está hecha sobre una farsa fundamental, que es el presupuesto para seguir viviendo.

Leía yo, a la luz de una linterna, mientras el niño respiraba un viento escaso y negro, ya de otro mundo, sus aventuras infantiles, sus historietas con dibujos, y respiraba yo el olor a bosque de la tinta impresa, relatos de tramperos y tahures, historias de grumetes y pieles-rojas, volviendo así a oler la rosa acre y eterna de mi propia infancia, huyendo a esos mundos mal coloreados del tebeo, incapaz de toda actualidad.

Los fantasmas, los fantasmas existen, yo los he visto. El fantasma es esa bala de oxígeno que le traen al moribundo, esa bala que viene ya sonando a hierro, como arrastrando cadenas fantasmales, por los pasillos nocturnos de la clínica.

Y luego la bala queda al pie de la cama, con una sábana blanca en que la envuelven, y se le ve por debajo el borde negro de hierro. Sombra dura del ciprés de la muerte a la cabecera del que va a morir, alabardero siniestro.

Pero el hijo ha tenido una pequeña, mínima, dulce y suave resurrección de la carne, que es la que vivo en estos momentos, cuando escribo, con la resignación de haber pasado ya por todo, y me basta con el poco de ternura que todavía podemos darnos él y yo, porque sé que la vida está dentro de la muerte como el hueso dentro de la fruta, y esa fruta total que es el universo es lo que pone ahora su luz de huerto en nuestras últimas horas, hijo.

 

 

 

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La silla de ruedas. Llevo al niño en una silla de ruedas. Una vez, siendo él muy pequeño, escribí un cuento titulado «La mecedora», donde hablaba de cómo dormía yo al niño todas las noches, antes de llevarle a la cama o a la cuna, en mi mecedora de leer y charlar.

Ahora está esto de la silla de ruedas. Es otro viaje quieto, como el de la mecedora, otro viaje sin viaje, y vamos por pasillos blancos, por pasillos negros, a través de villorrios del dieciocho, lunas como hoces, nieves alpinas, flores y gatos, y seres vagos le dejan una sonrisa al pasar, una sonrisa blanca, perdida, y le dicen niña, porque la cercanía de la muerte afemina al hombre —más al niño—, como a veces masculiniza a la mujer, que la muerte no sabe de sexos, es espantosamente casta, y robamos flores de difuntos, geranios dóciles, en una felicidad pequeña, de pastilla para la tos.

Hasta que comprendo que la silla me lleva a mí, que el niño tira de mí, que vamos a no sé qué despeñadero, que soy un cadáver deambulando detrás de una silla de ruedas, o que llevo en la silla de ruedas una porción mínima de muerte, un niño que no pesa, una vida que no suena.

Quisiera esto para siempre, seguir cruzando puertas, corredores, sonrisas amarillas de enfermos incurables, y que durase nuestro viaje, hijo, y tenerte siquiera así, viéndote desde arriba, viendo tu cabeza rizada y tus manos mínimas y enfermas, como las manos de esas momias infantiles que a veces aparecen en el alto Nilo.

Por eso, todo lo que escriba, ya, quisiera que tuviese la sencillez directa del diario íntimo, de este diario, de lo que hace uno con su caligrafía más honrada, y esto por reducir al mínimo la farsa del vivir, duplicada siempre por la farsa de escribir. Leedme sencillamente, de frente, anulando entre escritura y lectura todo protocolo falsario. Ni el gran espectáculo de la filosofía ni el convencionalismo de la narración. Sólo la escritura de un hombre que hace interminablemente su diario. Lo imprescindible para no morir, pero también para no vivir.

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