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A Freja se le ha enredado el pelo en la vida o la vida en el pelo. A veces es el tiempo el que sube
sus hilos al pelo: en cualquier caso, si no lo soluciona acabará convertida en un simple robot infeliz.
Quizá se esté deshaciendo de sus gastadas sombras, una a una, o tal vez se le haya enganchado
la cremallera del disfraz de sí misma y tenga que seguir siendo ella para siempre.
Este asunto tiene algo de apocalipsis modesto, personal.
‘¿Qué harás a estas horas con tus manos?, ¿a qué materias estarás cercana?’ –se pregunta el poeta
sin pensar en Freja. Tiene un cabello duro, fuerte, espeso, denso, abundante, pesado: un pelo más
bien animal.
Como tantas veces, no nos importa directamente el pelo de Freja y sus problemas con los postizos,
sino más bien cómo juega su papel de difunta -mortal o inmortal pero calva, con el gran espejo ausente;
si los verdes le crecen o le menguan; si conserva su nombre de soltera y su cuenta corriente o, en cambio,
entra en pérdida como un avión derribado que ya no cabe en el número uno, en el singular, y desborda
la unidad y se duplica o se multiplica, en fin.
En suma: qué hace Freja cuando no está hermosa –ni deja de estarlo-, cuando la belleza deja de ser
para ella una categoría de la existencia, una metafísica vital.
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