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EZRA POUND
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Acotación primera
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Desconectado de su lugar y de su tiempo,
extravagante americano nacido en Gran Bretaña,
a contratiempo, a contraluz, a contralugar.
Todo, hasta su lengua materna,
le vino estrecho. Por eso recurría
al griego clásico, al latín,
al provenzal antiguo, al italiano del Dante, al chino.
En Spoleto salmodiaba
con susurro ancianísimo, en italiano,
—una sutil manera de venganza—
algunos de sus Cantos Pisanos,
escritos en inglés, como es sabido.
Esto ocurría años después
de su exaltación del fascismo
—Inglaterra mi natura, Italia mi ventura
USA mi sepultura—.
Porque fue en USA donde estuvo
al borde de la ejecución
—gas, horca, silla eléctrica, inyección letal
o cualquier otra forma de exterminio
civilizada y piadosa.
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Antes había sido la jaula, la vergüenza,
la befa, el improperio. Finalmente,
el psiquiátrico.
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Monólogo
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Mis cantos definitivos. Los de la plenitud y el miedo. Tengo miedo.
Tengo —soy, estoy—jaula. Las palabras más eficaces las de mi
lengua y las ajenas, vivas y muertas, oxidadas y aún hermosas,
mágicas como el chino, de llave inencontrable, como el bengalí.
Miedo, jaula, escribo. Miro a cada instante la puerta cerrada. Podría
entrar por ella el doctor, el coronel, el judío, el sayón, el comunista
con su escalpelo, su espada, su estrella, su látigo, su hoz. Traen
la jaula en la mano, para encerrarme, y en ella permaneceré hasta
el fin de mis días. Sin papel, sin pluma mi mano. Así, ¿cómo sobrevivir,
escribir, liberarme del tiempo? Traen el dolor: nada me importa. Del
dolor irresistible nacen estos últimos cantos. Los más intensos que
jamás pude soñar. Alguien —no sé quién— los entenderá. Tal vez.
TS. Eliot los corrija y depure como yo corregí los suyos primeros.
La jaula. Pero dentro. Fuera de ella escribo los últimos cantos que
arranqué a la vida. Los escribo dentro de la jaula de mi vida. No podría
escribirlos en mi memoria, como con un dedo, sobre el vidrio empañado
por el frío de afuera. Necesito verlos, no sólo recordarlos. Tenerlos
presentes ante mis ojos, no como náufragos, pecios sobre la arena.
Mis salvadores.
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Sangro palabras por mis venas ancianas, me desangro sobre el papel. Mi sangre irá a algún banco de sangre y alguien, un día, la solicitará
para sobrevivir. Tengo sangre, miedo, jaula. Tengo Dorothy, Shirley, Caroline, o como se llame esta mujer, estas mujeres de verde y blanco
almidonado. Me recorta la barba, arregla el embozo de mi tama, me anima a comer —con voces desafinadas, como si me creyese tonto o
sordo— estas comidas repugnantes que saben a clínico, a puritanos, a América, me inyecta y me hace tragar píldoras de muchos colores. A
Mae, o Dorothy, o Carmen, o como se llame le entrego cada tarde mis cantos, mis papeles, cantos rodados y redondeados por el sufrimiento.
FJ doctor lo permite. Sabe que escribir es una excelente terapia para ios locos. Ella es mi cómplice. Guarda mis cantos. Se los entrego,
numerados, plegados, ordenados, después de besarlos en son de despedida provisional. Beso la mano de ella, de ellas. Pongo en mis labios
el dedo índice, recomendándole silencio y secreto. Sólo ellas deben verlos. No quiero que los utilicen como pruebas contra mí. Autoinculpaciones
subconscientes del arrepentido o el obstinado, traidor, fascista, colaboracionista, hijo de puta. Quiero que nadie ponga su mirada en estas
úlceras. El pus le saltaría a los ojos. Yo no soy traidor a mi única patria que es la poesía. No quiero su comprensión, su compasión ni su desprecio.
Más miedo, más jaula, más muerte. No sé si sueño cuando doy a Doris, Gladys, a Miss Figura almidonada, oficiosa figura de cera, mis testimonios,
mi testamento. Vuelvo a besar su mano, agradecido como un perro. Le recuerdo que estos pájaros de papel volarán algún día, se posarán en
manos amigas. Me salvarán. No quiero sombra, hielo vacío. Buenas noches, Helen, Margaret, Anne, o como te llames.
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Y cuando abre la puerta, y me saluda desde el umbral de esta habitación sin ventanas, sin espejo —¿cómo será mi rostro)?— sin nada que me
permita suicidarme, oigo el rumor del río que no me dejan ver, el East River, el East Tiber que me trae palomas de Roma.
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Acotación final
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Dorothy —ese es su nombre— ha cerrado la puerta.
Lleva en su mano la bandeja con los restos de la comida.
Acto seguido, como hace todos los días, arroja al incinerador
vasos y platos de cartón, cubiertos de plástico.
Finalmente, como todos los días, los papeles que escribe
el loco de la habitación 109.
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José Hierro
poesía Hiperión, 326
JOSÉ HIERRO
CUADERNO DE NUEVA YORK
Undécima edición: noviembre, 2000
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