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El ejercicio de equilibrio musical de Ieva viene a ser una demostración, o un azul desafío.
No sólo nos dice sin palabras que tiene un cuerpo y qué cuerpo tiene, sino también que es dueña de sí
misma y hasta del piano sobre el que descansa.
Nos mira con una seriedad excesivamente seria, como si le debiéramos el sueldo del mes pasado y
estuviera dispuesta a encender el fogón en el que está nuestra cacerola para cobrarlo.
Ieva tiene una belleza que nos puede quitar el sueño: de esas que, sin belladona, posiblemente no podríamos
pegar ojo en toda la interminable noche.
Tendida en la peana negra del piano, nos dice con arrogancia y con los ojos a dos que sus peces no son los
nuestros. Esta mujer tiene una malicia exquisita y un intenso olor a tormenta, cuando los rayos han quemado ya
todo el ozono y buscan más víctimas.
En cambio, si vemos a Ieva como a la mujer apasionada y posesiva que nos ama con rencor y desesperación,
porque ya no nos quedan más comienzos, se impone el impecable diálogo de Johnny Guitar:
«Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años». A lo que ella respondería [con falsa ironía y amargura]:
«Te he estado esperando todos estos años». «Dime que te habrías muerto si no hubiese vuelto». Ella replicaría:
«Me habría muerto si no hubieses vuelto». «Dime que me quieres de la misma manera que yo te quiero todavía».
A lo que ella concluiría [con más dureza que nunca]: «Te quiero de la misma manera que tú me quieres todavía».
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