isabel bono

 

diario del asco

 

 

tusquets editores

barcelona
2020

 

 

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Si la silla se rompe el perro se muere, pensé. Un perro con

chaleco. La gorda pidió un Bitter Kas y se sentó a mi

izquierda, el perro no perdió tiempo en buscar sombra bajo

la silla. Debajo de la mía hojas de árbol y polvo.

 

—¿Me cobra?

Pero alguien ya ha pagado mi café.

Gratis para ti, así que no dirás que no, canté para mis

adentros, y crucé la calle sin preguntarme nada.

No pude dormir. La idea de que mi hermano hubiese

vuelto me aterraba tanto como pensar en aquel perro

aplastado por su dueña. Fui al cuarto de baño varias veces,

me examiné el blanco de los dientes, la fragilidad de la piel

que rodea los ojos, oriné y decidí volver al bar por la

mañana a pagar el café.

 

 

Por poco que mirara alguien tuvo que verla caer. Vació los

bolsillos, se guardó el DNI en el vaquero para que pudieran

identificarla y caminó por la autovía hasta el viaducto. No

llevaba la cazadora puesta. Me imagino que antes de

arrojarse pasaría frío. Me enteré en el portal por dos vecinas.

No quería detalles, pero me los dieron.

 

El frío ha dado frutos en mi vida. Soy sociable a fuerza de

no esperar con temor, a fuerza de sembrar piedras. Ser

sociable

:ducharse cada día, no comer directamente de una lata,

regar las plantas

 

 

Decidí que no me volvería loco. Yo no soy Bukowski, pero

sé mirar paredes. Más vacías que las de este cuarto las

paredes de mi corazón, pensaba esperando que la anestesia

de mi supuesta indiferencia me hiciera dormir hasta

la mañana siguiente. Como si el mundo se acabara ahí,

cuando el amor de tu vida se suicida sin despedirse.

 

 

¿Cómo borrarlo todo?

:si se te cae una gota de aceite al suelo vendrán a beber

peces de gelatina, si pides tinto con gaseosa el mantel se

llenará de peces abisales

Ahora, que por fin he aprendido a comer solo en cualquier

bar, los persigo con el tenedor.

 

—¿Me cobra?

Pero alguien ya ha pagado mi almuerzo.

 

 

Solo, tú contra el mundo, jurarás que nunca estuviste allí.

Tuviste miedo por primera vez. Y no ha sido el día nublado

ni la ducha, ha sido mirando una baldosa como si en ello te

fuera la vida. A veces uno se dejaría morir aplastado por el

sol o por una baldosa

:no es fácil admitir que por un momento lo tuviste todo y

se te escapó entre los dedos

Y piensas

:ojalá todo el tiempo detenido fuera como tú en mis

sueños

 

 

Imagina una casa vacía

:ahí estás tú

Imagina un mundo vacío

:ahí estás tú

Las lagartijas pasean por la terraza, las detiene un charco

de lluvia, las lagartijas se convierten en hojas secas, pero

no cierres los ojos, no huyas de esta realidad, piensa en

algo simple, por ejemplo

:hoy se me rompió un vaso y no maldije a nadie

:hoy recordé que no me queda nada y he seguido do-

blando los paños de cocina

:hoy supe que soy un animal adulto sin hambre que mira

a un cachorro, así miro a los transeúntes desde la ventana

Di, ¿qué es lo que más deseas?

:deseo ser tan normal como un gato, deseo ser tan excén-

trico como un gato

 

 

A la vuelta de cada contenedor de basura hay una tragedia.

La mujer del perro cuenta a gritos que acaba de cumplir

ocho años, que ya es viejo, que en los perros la edad hay

que multiplicarla por seis. Después dice que los gatos de

su vecina no han muerto de hambre de puro milagro, que

estuvieron ocho días encerrados en la casa porque a su ve-

cina le dio un coma y tuvieron que ingresarla. El perro de

cuarenta y ocho años levanta la pata y moja el lateral del

contenedor, intenta olerse el rabo y escarba con las patas

traseras sobre la acera también mojada.

 

 

Llueve, entro en casa, me quito los zapatos. Pongo una taza

con vino tinto, agua, azúcar, clavo y canela. Lo caliento,

mantengo la taza un momento entre las manos y bebo con

los ojos cerrados

:me pregunto cómo estarás, donde estés, si es que estás,

si tendrás vino y canela y lluvia

Ahuyento el miedo descorriendo las cortinas para que

entre luz, calor, piedad. Encuentro vacío el hueco donde

anidó el dolor

:mientras espero el infierno crece

:entrega dolor misterio sombras hastío mediodía pode-

roso maligno sublime huérfano callado inútil sucio temor

fiebre desmayo camino paraíso sortilegio barbitúrico esla-

bón paz martirio lucha defensa

:miedo miedo miedo

 

 

Desde que no está me ha quedado un hueco entre las

manos. Yo no la tocaba pero me ha quedado un hueco

entre las manos

:el universo del ningún límite como suma de historias y

piensas que el universo tiene que ser infinitamente viejo

 

 

Alguien muere y nada que hacer. El dolor y la ventana

abierta es lo único que tienes. La lluvia sobre los charcos

de lluvia es lo único que tienes. Un libro que abres por

abrir e inmediatamente deseas quemar es lo único que

tienes

:«parecen hoy las cosas / más irreales, como / formas de

otro planeta / que vive sin nosotros»

 

 

Contemplar el paisaje significa

:quiero que un milagro ordene mi vida mientras todo lo

demás permanece

La lluvia ha vuelto a empapar mi ropa y nada ha cam-

biado. He subido hasta la carretera de los montes. Al fondo

el mar y, a contraluz, la autovía sobre el viaducto. Vehícu-

los que circulan a cámara lenta. Parecen de juguete.

Por poco que mirara alguien tuvo que verla caer. Desde la

primera curva su cuerpo en aceleración 9,8 m/s2. Desde la

segunda, su cuerpo a cámara lenta. Desde la tercera curva

un punto más en el paisaje.

 

 

¿Quieres saber lo que hago sin ti?

:hoy le he mirado los pechos a la mujer que desayunaba

a mi lado, pechos de mujer creyente, pensé, después unos

perros me han ladrado sin ganas, en el ascensor he pen-

sado en aquel poema de Gallero que se titula «El misterio

de las equivocaciones», he pensado en el miedo, en lo poco

que dura la fuerza, la seguridad, he pensado en el vértigo

 

 

Hablar no cura. Querría poder contar

:la noche en que la cama se llenó de carcoma yo había

estado leyendo poemas de Odiseas Elitis, tú llegaste con

las uñas sin pintar, olías a óxido y traías en los ojos el brillo

de los desahuciados, te tumbaste a mi lado sin decir nada,

así recordé que no querías más

:¿más de qué?

Más de nada. Ni de las estaciones, ni de los sueños, ni de

mí.

Sospeché

:ganas irrefrenables de ir a la cocina para poner en orden

los armarios

No pretendía ir más lejos. Me agarraste el brazo como

queriendo decir

:no me dejes

:nunca

Y el miedo

:no soy un hombre, pensé, como quien sabe del veneno

de los hombres, hombres comunes, hombres que no

saben dónde ni por qué pero siguen al pie de la letra las

instrucciones

:esta casa nos niega la perspectiva, el verdadero valor, la

distancia

:el futuro es un avión plateado ensordeciendo habitantes

de otra ciudad, mucho más grises, mucho más gris, por

eso no hay que desear el sol en ciudades de cera

Tampoco

:nos iremos de aquí ahora mismo

Me pregunto si te habría salvado con esa frase.

 

 

Los sueños no se cumplen todos los días, dijiste

:deja de soñar, no hemos venido para esto, cállate y

escucha

Maldita la hora y malditos los sueños

:córtate las venas y no te esmeres demasiado

 

 

Sé que prefiero el otoño y que cuando bebo te busco. Sé

que no quiero perdurar. Semáforo cerrado y el contraluz

de figuras en casas con la tele encendida. Y esa mañana,

enseñándole a aparcar a una chica de tu edad, por primera

vez en mucho tiempo, pensé que no estaba tan mal que es-

tuvieses muerta.

 

 

Plaza, cuatro naranjos sin naranjas, un farol sin bombilla.

Noche, sé que está lloviendo porque las gotas en la oscuri-

dad son diminutas estrellas que tiemblan, no porque vea

la lluvia. De igual modo decidí que me amaba no porque la

hubiera visto amarme sino porque la había visto temblar.

Nos faltó un viaje

:el viaje nos aleja, tú te vuelves callado, casi soñador, y yo

no sé si sueñas un árbol con sombra, camas individuales o

una tarde de tormenta

Como si la estuviera oyendo.

No eres tú, pero te estoy oyendo.

Yo me habría encerrado en el cuarto de baño del hotel a

comerme una manzana

:el fuego huele

:el fuego acompaña

Y así.

Y habrías encendido la tele

:en Bombay hay que vestir de blanco para no morir de

calor, el monzón llena las calles de paraguas negros y pies

descalzos que festejan la lluvia con nuevas plegarias para

que pare

:escurre verduras, pechos falsos, sartenes antiadheren-

tes, destornilladores

:¿a qué cosas no renunciarías jamás en la vida?

Y habríamos dormido el resto de la noche en lugar de

besarnos.

 

 

Tanto contenerme para nada. No pude salvarte, no supe

salvarte.

 

 

Anatole France dijo que la novela es el opio de los occi-

dentales porque nos hace soñar. Yo no soñaba, yo dormía

sobre arenas movedizas

:así no vamos a ningún sitio

 

 

Creo que me he enjabonado tres veces la cabeza porque

no sabía cuántas veces me la había enjabonado. No tengo

nada que reprocharte. Hiciste lo que tenías que hacer

:corazón muerto ayer, stop, tengo miedo, stop

 

 

En el semáforo una chica muy parecida a ti. Pelo oscuro,

delgada y pálida. Sin maquillaje, pelo liso, pantalón negro.

No necesita más. Desear ser otra persona es triste. Llegar a

creer que algún día se pueda llegar a ser algo que uno no es

es aún más triste. Ser bella sin adornos, solo con un panta-

lón negro y el pelo liso

:cierra los ojos

 

 

El collar estaba en un cajón de la cocina. Un collar de cuen-

tas negras de madera. Quizá lo dejaste a propósito, quizá

lo dejaste para mí. No he contado cuántas cuentas tiene.

 

 

He pensado que quizá el número de cuentas me daría una

pista

:¿de qué?

No sé de qué, no sé nada.

Es posible que me esté volviendo loco.

Al ponerme el collar he recordado aquella historia de la

camiseta verde y el chico que murió. Entre los detalles que

me dieron las vecinas, uno:

Dejó una camiseta en un sobre con una nota que decía:

No te preocupes, la he lavado.

Nadie entendió nada, nadie recordó tu cuento de la

camiseta con la raya blanca sobre el pecho, nadie me dio

ese sobre. Si es que el sobre con la camiseta era para mí.

 

 

La culpa es mía. Del mismo modo que copio compulsiva-

mente una y otra y otra vez la lista de la compra, anoto

mentalmente conversaciones. Con mi padre, contigo. Lo

que dije, lo que debería haber dicho, lo que no fui capaz

de decir. Las ordeno aquí dentro esperando encontrar

la buena, la que me salve, la escena que termine con un

final feliz. Pero las despedidas y la muerte no tienen nada

que ver con el orden. Imaginarte cayendo por el viaducto

no tiene nada de ordenado. Reconstruir conversaciones

tampoco. Inventar que quedaba con la mujermurmullo del

hospital tampoco. Ya lo dijo Coupland: «A lo largo de los

años había imaginado tantas conversaciones, despierto

o en sueños, que una auténtica conversación o bien seria

decepcionante o simplemente igual que otro sueño, nin-

guna de las dos perspectivas resultaba atractiva».

O mejor no inventar. Dejarme encontrar, ir al encuentro.

Salir cada día a la calle como se sale de un baño turco

:si me vieras cruzar la calle pensarías que necesito un

corte de pelo, aquí estoy de todos modos, vamos a hablar

 

 

Si fueras Rick Witter te diría

:por tu culpa llevo este collar desde que te fuiste y esto es

todo lo que he aprendido

:uno, cuando el sol me da en la cara a la hora de la siesta

soy capaz de creer cualquier cosa

:dos, del amor nunca se sale del todo vivo

:tres, el viaje es el fin no el medio

:cuatro, aprender un idioma es como intentar imitar el

sonido de los pájaros

:cinco, la gente que se aburre es peligrosa

:seis, no sé vivir sin sentirme culpable

:siete, todo cansa

:ocho, a estas alturas la soledad es lo menos malo que

puede pasarme

:nueve, mis héroes envejecen

:y diez, ya no siento la prisa ni el dolor de la prisa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

UNO

páginas 14-24

 

 

 

Odio a mi padre. Quien venga buscando un bonito relato
sobre el amor filial que se largue. Vengo a contar mi his-
toria. No digo que sea justa, pero es la mía. La única que
conozco.

Esta es también la historia de un hombre que vuelve
a casa con las muñecas cosidas y vendadas después de
haber estado ingresado por intentar suicidarse. El hombre
encuentra la casa ordenada. El frigorífico vacío, desen-
chufado y abierto. La persiana del dormitorio bajada, las
sábanas limpias y dobladas sobre el colchón. Qué meticu-
loso. Intentaba no molestar, no dejar rastro de vida en la
medida de lo posible. Solo lo delata una botella de vino
blanco sobre la encimera. Incluso fue a cortarse las venas a
un hotel para que la casa quedara a salvo.

 

A salvo, repite en alto, y sonríe por primera vez en varias
semanas.

 

Debe de ser difícil habitar una casa donde alguien se
ha suicidado, a no ser que seas una especie de médium
en busca de nuevas experiencias. Por eso eligió un hotel.
No un buen hotel. A más dinero, más superstición. A los
pobres les trae sin cuidado quién vivió o murió en un
cuarto. No pueden permitirse siquiera eso. Quizá, incluso,
la mujer que lo atendió se lo cuente a cada nuevo huésped:
En esta habitación murió un hombre desangrado… por
amor. Eso añadiría por su cuenta, susurrando tras una
breve y dramática pausa: Por amor.

Como otros ponen estrellas a su negocio, ella pondría
historias morbosas. Pero el hombre no murió. Ni desan-
grado ni por amor. El hombre soy yo.

 

El odio no es ausencia de amor. La ausencia de amor es
indiferencia. El amor es irracional. El odio es un senti-
miento más fuerte que el amor porque no es irracional. El
amor se alimenta de ilusiones y las ilusiones suelen ser
efímeras, mientras que el odio se alimenta de rencor y el
rencor es para siempre. Existen dos tipos de odio, el activo
y el pasivo. El odio activo desea el sufrimiento del otro y
lo procura. El pasivo solo hace daño al que odia. No sé si
existe un tercer tipo de odio.

 

Odio a mi hermano. Mi hermano se fue. Dijo: Has sido un
mal padre. Y se fue.
Un día se volvió insoportable. Se dedicaba a insultar a
nuestro padre a todas horas. Mi padre le tenía verdadero
pánico. Supongo que sentía la obligación de dar los buenos
días a su hijo cada mañana. Los buenos días atragantados,
todos los buenos días, porque mi hermano le había prohi-
bido que le dirigiera la palabra antes del primer café.
Es cierto que mi padre tiene la fea costumbre de arrojarte
a la cara cualquier tragedia que hayan contado en la radio.
Cuéntame algo agradable. Eso le podía haber dicho, en vez
de prohibirle a gritos, con insultos, que le diera los buenos
días. Yo también podría decírselo: Papá, cuéntame algo
agradable.

 

Pero no lo hago. Me veo escuchando de pie, con la mano
en el pomo de la puerta del baño, cuántos niños han
muerto en un incendio, cómo ha acuchillado el último
cabrón a su mujer, o cuántos metros cúbicos de agua cae-
rán sobre nuestras cabezas según el Instituto Nacional de
Meteorología.

Nunca aciertan.

 

Nunca aciertan, es lo más que llego a decir. Nunca acier-
tan. Y no es que yo sea un indolente, no es eso. Espera el
momento. Ya lo dijo Pitaco. Espera el momento oportuno.
Igual se refería a otra cosa, igual se refería al momento de
invadir otra ciudad o de matar a alguien, cualquiera sabe
con los griegos, pero, papá, espera el momento oportuno.
Hablo de mi padre como si siguiera aquí, conmigo.

Mi hermano se fue con su furgoneta sin decir nada.
Has sido un mal padre. Eso sí lo dijo.

 

Hace años que no sé nada de él. Ni me importa. Ojalá esté
muerto, ojalá una mañana los buenos días sean que han
hallado una furgoneta reducida a cenizas junto a un club
de carretera. Espera el momento.

Siempre pensé que las drogas eran la causa de la agresi-
vidad de mi hermano. Encontré bajo el forro de un cajón
varios resguardos del cajero, sumas importantes sacadas
el mismo día. Mi hermano no tenía amigos, vestía mal. La
furgoneta siempre estaba en la calle podrida de hojas secas
y mierda de pájaros. Ese dinero solo podía ser para drogas.
Todo ese dinero.

Entra en la cocina arrastrando los pies porque las zapati-
llas le quedan grandes. He querido comprarle otras, pero…

 

 

—¿Todavía no está la comida?

 

Me gustaría decirle: Siéntate anda, ten esta cervecita
mientras termino y deja que la hora de comer no la mar-
que la luz ni las noticias. Seamos capaces de comer solo
cuando tengamos hambre, así los días serian largos y feli-
ces. ¿No te parece, papá? Chin chin.

Pero no digo nada, señalo la sartén sobre el fuego y me
encojo de hombros.

Aquí siempre se ha comido a las dos, así que date prisa.
Empezamos comiendo a las dos, ahora comemos a la
una y media, y si me descuido a la una. Mi vida aquí se ha
convertido en una sucesión de bandejas. Por la noche dejo
preparada la del desayuno. A las doce de la mañana dejo
lista la del almuerzo. A las seis la de la cena.

No come, engulle.

 

Podríamos ver la tele mientras comemos, quizá así co-
mería más despacio, pero no me atrevo a proponérselo. No
soporto más explicaciones absurdas. Come y mira el reloj
todo el tiempo. Cuando me voy a la cocina con las bandejas
pone la tele.

Dice que no le importan los programas de cotilleo pero
cuando me levanto cambia de canal. Justo antes de que yo
vuelva apaga la tele y se va a su cuarto. Cuando vuelvo a
encenderla aparece el último canal que estaba viendo. Co-
tilleo. ¿Cómo no se da cuenta de que me da igual?

 

 

—Cuatro maridos nada menos oigo que murmura en
su cuarto.

 

 

Quiere que riegue las plantas dos veces por semana,
quiere que encere el pasillo dos veces al mes. Dice que mi
madre lo hacía así. Probablemente sea mentira. No digo
que mienta a propósito, no digo que cuando me tiende el
delantal lo haga para humillarme. Creo que no está bien
de la cabeza. Como cuando después de estar vestido se
embadurna los pies de polvos de talco y se pone perdido. O
cuando se mancha comiendo. O no se da cuenta o es que le
gustan sus manchas, estigmas que ofrece como sacrificio
a alguien, a algo. No lo sé ni quiero saberlo. O quizá el que
está perdiendo la cabeza sea yo.

 

—¿Qué tal está tu padre, niño?

 

Niño. Debe de ser la única persona en el mundo que
me sigue viendo como un niño. Más de cuarenta años
comprándole el pan. El pan y ahora los dulces. Desde que
murió mi madre, mi padre cena dos dulces y un vaso de
leche caliente. Incluso en verano. Yo compro cuatro, sepa-
rados en dos paquetes. No quiero que mi padre piense que
lo imito ni que tenemos los mismos gustos. Le dejo los dos
dulces en la bandeja y yo me como los míos a escondidas
en el cuarto de baño.

 

-Está bien, tiene sus cosas, está bien.

 

Y es verdad. Conserva el pelo, la dentadura, podría vivir
solo si quisiera. No necesita que nadie le haga nada. La
compra la ha pedido por teléfono estos años atrás.

 

—Qué simpático es tu padre. Siempre tenía algo que con-
tar. Dale recuerdos de mi parte.

 

Simpático. Puede ser. Mi padre antes sabía cosas, ahora
no sabe nada. Ahora solo sabe que gasto demasiada agua al
ducharme o que no sé aclarar bien los vasos.

 

Las desgracias de la tele le vuelven loco, se le pone la voz
aguda y ridícula. Y habla por detrás porque se cree que no
lo oigo.

 

Ninguna mujer pisará esta casa —dice mientras se
aleja-. Ninguna —repite.

 

Una única vez conseguí que bajáramos al bar, a tomar
café. Mi padre usó las manos con seguridad, no como en
casa que todo se le cae. En el bar mi padre parecía un hom-
bre fuerte y seguro, sus manos no titubearon al llevar la
taza a la boca, al levantar los dedos para pedir un vaso de
agua y sonreír al chico de la barra como si lo conociera de
toda la vida.

 

Tenis en la tele. Debe de ser un partido importante porque
no cabe un alfiler y, a veces, hasta enfocan a famosos entre
el público.

 

—Papá, ¿tú has hecho deporte? —por decir algo.

—¡Nunca!

 

Responde con vehemencia, indignado. Como si le hu-
biera preguntado si alguna vez tuvo que robar basura para
poder llevarse algo a la boca. Ya lo suponía por sus brazos
enclenques, pero, quién sabe, quizá hasta el más fornido
de los cuerpos acaba así con los años.

 

—¿¡Cómo me preguntas eso!?

 

Tampoco es tan raro, hasta yo he jugado al fútbol al-
guna vez.

 

—¿Tú? Nunca te he… Da lo mismo dice, y cambia de
canal.

 

Está claro que no quiere hablar de mi hermano. Nunca
te interesó ningún deporte, era con tu hermano con quien
veía todos los partidos. Eso iba a decir, seguro. He estado a
punto de preguntarle si sabe algo de él, dónde puede estar.
¿Para qué?

Un hombre camina por el arcén de la autovía. Si fuera
peinado, si no llevara las manos en los bolsillos. Pero tiene
el pelo largo, el viento le revuelve los rizos. Ese hombre no
tiene prisa ni coche ni se ha quedado sin gasolina.

 

-Mire ese loco —dice la alumna que conduce a mi lado.

 

Un loco. Eso es lo que cualquiera de nosotros piensa al
verlo porque el arcén de la autovía no es sitio para pasear.
Pero quizá el sitio de un loco sea ese, caminar por el arcén
de la autovía con las manos en los bolsillos como si pa-
seara por un parque.

Quizá mi sitio no es este, pensó mi madre. Quizá mi sitio
tampoco sea este. Quizá mi sitio sea no estar.

 

Mi padre tenía familia en Inglaterra. Nunca supe el
parentesco. Mi madre siempre les llamó «los primos de
Londres», aunque de Londres no eran. En una ocasión nos
regalaron un reloj de cocina que nos pareció modernísimo.
Un reloj color mantequilla que aún funciona.

La mujer de aquel pariente era inglesa y solo hablaba
inglés, como nosotros solo hablábamos español. Mi padre
y su primo, o lo que fuera, rememoraban viejos tiempos
mientras ellas se sonreían de vez en cuando y practicaban
gestos universales como calor, frío, muy bueno o muy
bonito. Observé que nice servía para todo. Very nice, si
querías poner énfasis. Me maravillaba la generosidad de
aquella mujer. Cómo intentaba comunicarse con mi madre
y hasta con nosotros. Yo me dejaba acariciar la cabeza.
Very nice boy, decía ella y mi madre asentía.

Y vamos afuera, que estaremos más fresquitas. Y very
nice la terraza, las plantas y las vistas. Recuerdo que se
iba deteniendo delante de cada maceta, señalaba delica-
damente y decía sus nombres en inglés. Mi madre miraba
las plantas como si no las reconociera. A sus espaldas me
miraba negando con la cabeza y encogiendo los hombros.
Yo quería decirle que era la mujer más dulce del mundo,
que aunque mi madre no entendiera nada, yo sabia que
acababa de inventar el lenguaje de las flores.

 

Afortunadamente mi hermano no podía leerme el pen-
samiento, si no habría estado llamándome maricón toda
la noche.

No hubo muchos más encuentros, quizá dos, a lo largo
de los años. Mis padres siempre prometían devolverles la
visita, pero jamás lo hicieron. También bromeaban con
mandarnos a nosotros a estudiar inglés. Eran frases hue-
cas que se dicen antes de cerrar la puerta del ascensor.
Seguro que mi hermano imaginaba primas rubias dis-
puestas a dejarse besar. Yo solo deseaba que mi hermano
se fuera para no volver.

Algunas veces, justo antes de dormir, pienso que tarde o
temprano algunos deseos se cumplen.

 

Yo tuve mucha culpa. Cuando mi madre ponía la radio en
la cocina y, como casi cada tarde, sonaba Saint-Saéns, yo
bailaba como una auténtica bailarina. No sé si llegué a po-
nerme alguna vez trapos de cocina colgando de la cintura
a modo de tutú. Prefiero no recordarlo. Mi madre se reía,
qué iba a hacer la pobre. Yo sabía que mi hermano me es-
piaba y me daba igual. Ver reír a mi madre era lo único que
importaba.

 

Documental sobre Estambul. Bueno, mejor que la chica de
los billetes falsos. Mejor que cualquier deporte.

Mis padres nunca viajaron. Solo una vez, pero no cuenta
porque fue el viaje de novios. A eso no le llamo yo viajar.
Fueron en coche cama a Madrid, compraron una olla rá-
pida y se volvieron. Eso hicieron, comprar una olla.

 

—¿Cómo es que nunca viajasteis?

—¿Viajar? ¡Qué tonterías preguntas! ¿Viajar para qué?
Gritar le hace toser. Y apaga la tele.

 

Desde que duermo en esta casa soy peor persona. Lo sabía
porque mientras me duchaba maldecía mi suerte, mal-
decía a mi hermano y maldecía a mi padre. A mi madre
también la maldije. Por morirse, por parir a unos hijos
como nosotros. Por convertir a mi padre en un pelele. Un
pelele a la sombra de la mujer muerta, porque mientras
estuvo viva no le hizo ningún caso. Un pelele solo para
ella, no para mi, conmigo se volvió un tirano. Nunca le dije
nada. Hay hijos que se amarran la lengua y hay hijos que
rechinan y desaparecen para siempre.

Mi hermano se fue. Cuando mi madre murió mi hermano
se fue. No aguantó ni dos días viviendo solo con mi padre.
Menuda desbandada. Cuando me separé, mi padre me
ofreció venir a vivir con él, pero tardé en decidirme.
Así no gastas, dijo. Piel de cordero sus palabras.

Aquí no se puede vivir, pensé al mudarme y ver el pasillo.
Lo que al principio era suciedad absoluta, por el paso del
tiempo, por el paso de los pasos, ahora es un camino. Lo
que antes estaba sucio ahora está menos sucio. Lo auténti-
camente sucio se orilla a ambos lados. Con la soledad pasa
exactamente igual. Con la vida pasa exactamente igual.

 

Así empieza todo, pensé entonces, abriendo una botella
que no necesita sacacorchos. Si hubiera tenido que ir
descalzo a la cocina no la hubiera abierto. Ya imagino
las maldiciones que habrán oído estas paredes. Este era
nuestro dormitorio de niños, el dormitorio de mi hermano
cuando me casé. Él siguió aquí tumbado mirando al techo,
comiendo la sopa boba y prohibiéndole a nuestro padre
que le diera los buenos días.

 

Cuando mi padre dijo que me atara el delantal de mi
madre no pude hacer más que reírme.

 

 

Será una broma, dije. O pensé.

Mientras metía la escoba bajo la cama, con el delantal
puesto, seguía riéndome. Varias botellas vacías y, pegada
al cabecero, una botella intacta. Qué cabrón mi hermano.
Seguro que la dejó a propósito, seguro que ahora le está
contando a alguna puta que soy alcohólico porque dejó
una botella trampa bajo la cama.

 

Yo nunca seré alcohólico. Una botella en cincuenta y un
años no es ser alcohólico.

 

Por la mañana mi padre me dio los buenos días a su ex-
traño modo:

Se ha estrellado un avión en…

 

Hoy no estoy para noticias, papá.

 

Su gesto de asco y decepción me hizo recordar una pipa
que perdí. Una pipa de madera con tapa metálica. La
compré para él, la llevaba en el bolsillo, saqué el tema del
tabaco como sin querer, para dar pie y poder regalársela,
pero dijo que había leído que fumar en pipa producía
cáncer de lengua. Dijo que jamás volvería a fumar. Fue en-
cuando metí la mano en el bolsillo y vi que la pipa
envuelta para regalo no estaba. Ahora me acuerdo de la
pipa y del frío que me recorrió la espalda como si mi padre
hubiera comprobado en ese mismo instante que yo era un
inútil incapaz de llevar algo en los bolsillos sin perderlo.

 

Solo es resaca —añadí a modo de estúpida disculpa.
Yo nunca seré alcohólico. No sabes cuánto te odio, no
sabéis cuánto os odio a todos.

 

 

Nunca destaqué en nada. Nací sin gracia. Por eso aprove-
chaba cualquier ocasión para hacer el tonto y ver reír a mi
madre. Por eso jamás entendí que mi hermano compitiera
conmigo. Si alguna vez sacaba buenas notas, él me aplas-
taba contra el frigorífico, sacaba músculo y la lengua, se
ponía bizco.

 

La risa de mi madre.

Mi hermano era la alegría de la casa, según mi madre. No
necesitaba hacer nada, con solo abrir la puerta mi madre
soltaba cualquier cosa que estuviera haciendo y decía: ¡Ya
está aquí mi cascabel!

 

Mi hermano llevaba un cascabel en el llavero. Qué cosas.
Él, tan deportista, tan musculoso. Un cascabel. En fin. No
sé qué fue antes, el apodo o el puto cascabelito. Quizá se lo
regaló mi madre, no lo sé ni me importa. Yo odiaba aquel
tintineo y aquel jolgorio solo porque mi hermano volvía
del colegio, del entrenamiento o del mismísimo infierno.

 

Yo envidiaba su complicidad. A veces los oía hablar, aquel
murmullo, y si notaban que yo andaba cerca o simulaba
atarme un zapato detrás de la puerta, salían como dos
desconocidos que han estado metiéndose algo en el baño
de una discoteca. Yo no entendía nada. Tampoco había que
ser muy listo. Él era su favorito. Si le hubiera preguntado,
¿qué más explicación podría haberme dado?

A veces pienso que mi madre me tuvo como reserva, por
si a mi hermano le pasaba algo. Lástima que el primero
fuera un cascabel. Hasta que dejó de serlo. Aunque la ju-
gada no le salió del todo mal. Soy yo el que está aquí, con
su delantal, cambiando una bombilla.

 

En una ocasión gané a mi hermano.

Nuestro cuarto olia siempre a semen reseco. Teníamos
un escritorio para los dos, pero yo prefería estudiar en la
mesa del comedor. Junto al escritorio había una papelera
de mimbre que mi hermano usaba para encestar bolas de
papel. Cuando descubrió el sexo, el suyo, comenzó a mas-
turbarse casi todas las noches. La papelera amanecía con
kleenex sucios. Conociéndolo, seguro que no se levantaba
sino que los lanzaba desde la cama.

 

Mi madre, que hasta entonces había vaciado la papelera,
barrido y hecho las camas, dejó de entrar en nuestro dor-
mitorio. Él tampoco la vaciaba. No sé si verla llena al cabo
de la semana era una especie de trofeo. A mi me asqueaba
tanto la imagen y el olor que acabé por deshacerme de
ellos. Incluso coloqué ambientadores de coche escondidos
detrás de los cabeceros de las camas.

 

Un domingo que no había nadie en casa, harto de que mi
hermano marcase su territorio como un perro, me dije: Yo
también soy un perro.

Vacié la papelera, me masturbé frenéticamente tumbado
en su cama y lancé el kleenex. Tres puntos.

Cuando volvieron yo estaba estudiando en la mesa del
comedor.

Nunca más volví a ver kleenex de mi hermano en la
papelera.

 

Hay días en los que te da el sol en la espalda mientras
bebes un sorbo de café, y te dices: Hasta ahora todo es per-
fecto, a partir de ahora voy a hacerlo todo bien.

Pero el segundo sorbo te supo más amargo, el sol cambió
su trayectoria e iluminó un rincón polvoriento que te ha
devuelto al desánimo. Podrías levantarte y limpiar con
un paño húmedo ese rincón escondido que nunca habías
visto, pero el café y el sol se han enfriado.

Una vez, siendo niño, salvé a una avispa de morir ahogada.
Intentaba aletear en la superficie de nuestra piscina infla-
ble. Metí la mano con la palma abierta y la saqué del agua.

 

Soplé para secarle las alas. Justo antes de echar a volar
me clavó el aguijón. No recuerdo qué pasó después. Segu-
ramente mi hermano se burlaría de mi ocurrencia y mi
madre me pondría sobre la picadura un pegote de barro.

 

Nunca he soportado matar a un insecto, ni siquiera a
una hormiga. Hoy encontré una avispa muerta junto al
cesto de las pinzas, en el lavadero. Mi primer impulso fue
empujarla con una mano a la otra, pero recordé aquel
aguijonazo. La empujé con un trapo y noté que se movía.
La llevé a una maceta. Mejor morir en la tierra, pensé, y
seguí emparejando calcetines. ¿Y si solo tiene hambre?,
¿qué comen las avispas? Corrí a la cocina por un poco de
azúcar, la disolví en agua y busqué un tapón. Acerqué el
tapón a su boca.

 

 

—¿Qué hacías ahí fuera? No habrás tendido, han dicho
que estamos en alerta naranja.

 

 

Morir en la tierra, desnudos.
Volvía salir. Me acerqué lentamente a la maceta como
si temiera despertar a toda una manada de búfalos. La
avispa estaba inmóvil, acurrucada de espaldas al tapón.
En el tapón no había agua.

 

—Aquí tienes.

 

Cada mes la misma escena. Compro una caja de cerillas
pequeña, la dejo sobre la mesa y se abalanza a por ella
como si fuera a comérsela, como si no hubiera comido en
años. Ya tiene preparada una hoja de periódico. Abre la
caja, vuelca las cerillas. Las cuenta dos veces. Por su gesto
sé si esta vez son treinta y nueve o cuarenta y una. Nada le
haría más feliz que exclamar ¡Cuarenta!

 

Nada peor para un loco de atar que ese «Aprox. 40» en
letra pequeña.

 

Como guarda en una caja más grande las cerillas que le
van sobrando de un mes para otro, el primero de cada mes
coloca junto a los fuegos una caja sin usar con cuarenta
cerillas. No sé si es su manera de pasar el tiempo o de
medirlo.

 

Alguna vez he fantaseado con cambiar los fuegos por
vitrocerámica. Hacerlo a escondidas, quizá por la noche
vestido de negro, con pasamontañas y una linterna en la
frente solo por ver su cara a la mañana siguiente, solo por
ver qué haría con esas cerillas que guarda en la mesita de
noche como si fueran su mayor tesoro.

 

 

 

capítulo  1

 

páginas  24-34

 

 

 

Si esta casa estuviese vacía, si no hubiera muebles ni

recuerdos, si en esta casa el silencio se dejase oír, si solo

el reloj de pared que mi madre compró al día siguiente de

la boda llenara esta casa, ese sonido en mitad de la noche,

toda la noche cada hora, toda la noche en mi cabeza, mi

cabeza vacía también de recuerdos, de maldiciones, esta

casa para hacer una hoguera con ella, para tiznar techos y

paredes, toda esta limpieza para matar el tiempo, limpiar

para matar el tiempo. Papá, solo el fuego limpia de verdad.

 

—Papá, pásame las cerillas, anda.

—Solo el fuego vaciando las casas.

 

Recuerdo con exactitud el día en que mi hermano empezó

a beber. Una mañana como esta, sin un motivo especial

más que este sol que no calienta nada. Alguien nos había

regalado una cesta de Navidad. Incluía una botella de anís.

Así empezó todo. Pero nada empieza así. Detrás de un acto

hay otro, detrás de un deseo, otro incumplido. No me da

pena mi hermano, eligió su vida, eligió beber para poder

echarle la culpa a algo. No me da pena mi hermano. No me

da pena nadie.

 

 

Ella era mi vecina, la hija de nuestros vecinos, y no busqué

más. Me casé con ella por comodidad. Me lo pidió y me

encogí de hombros. Creo que ni siquiera le di un si por res-

puesta. Ella por romanticismo, supongo. Reencontrarse al

cabo de los años con su primer amor y todas esas majade-

rías que tenemos todos en la cabeza. Éramos vecinos, ella

tonteaba en la escalera, íbamos al cine, mi hermano se reía

de nosotros. Un día me dijo que teníamos que formalizar

la cosa. Dijo la cosa. Formalizar significaba fijar la fecha de

la boda. Yo me encogí de hombros. A los cuatro años nos

casamos, también por su insistencia.

 

 

—Tiene que ser ya, antes de que cumplas cuarenta.

—¿Qué más dará?

—No quiero casarme con un cuarentón.

 

 

La verdad es que fue muy paciente. Ahora que lo pienso,

habría tenido más sentido que me dijera que quería ca-

sarse porque iba a cumplir treinta y cinco y, como se dice

vulgarmente, pronto se le pasaría el arroz. Pero nunca hizo

la más mínima mención a tener hijos.

 

Yo tendría que haber sido artista y no ama de casa, decía.

Yo tendría que haber nacido en Argentina. O en Portugal.

En esos sitios sí que saben valorar el arte.

Eso sí lo decía. Hasta que se cansó de decirlo. Hasta

que se dio cuenta de que yo no la escuchaba. Pero yo sí la

escuchaba, yo estaba seguro de que si hubiese nacido en

cualquier otro lugar o se hubiera casado con cualquier

otro hombre habría sido otra cosa, su vida habría sido otra

cosa. Yo la quería. Creo.

 

 

Al principio solo se quiere. Después, en el mejor de los

casos, uno acaba por querer mucho. La chifladura se

vuelve roma. Dices Buenos días, dices Esto está muy rico,

dices Por favor, dices Gracias. Sin darte cuenta ese gran

amor se ha convertido en un familiar con quien compar-

tes el baño. Te llevas bien con esa persona, comentáis las

noticias, te sujeta la escalera cuando bajas cosas del altillo.

Nada te araña en ningún sentido. Quizá te gustaría lar-

garte, pero ¿quién es capaz de abandonar a un familiar con

quien no te llevas mal?, ¿cómo dejar a quien te hace la vida

más agradable?

 

Ese gran amor. Qué tontería. Nunca sentiste eso por ella.

Nunca sentiste nada.

 

Cuando murió mi madre mi padre empezó a hacer cosas

raras. Me pregunto si siempre había querido hacerlas y no

se atrevía. Por ejemplo, mi padre empezó a orinar en un

vaso que después llevaba a la terraza y volcaba en el sumi-

dero. Decía que era para no desperdiciar agua. Se lo conté a

Amalia, mi mujer:

 

 

—Será que le importa el planeta —dijo sin mirarme.

—¿A mi padre?, ¿el planeta? Claro, de repente se ha

vuelto ecologista. Yo creo que se está volviendo loco, que la

muerte de mi madre…

—¿A tu padre?, ¿tu madre? Vamos, hombre, no me hagas

hablar.

 

 

Y no dije más. No la hice hablar. ¿Qué podría saber ella

que yo no supiera? ¿Acaso mi madre y ella hablaban como

dos buenas amigas? Venga ya.

 

Aunque en algo tenía razón, mi padre nunca se había

mostrado especialmente afectuoso con mi madre. Es

verdad que después quiso que yo lo hiciera todo como lo

hacía ella y hasta sacó sus cosas de debajo de la cama para

ponerlas en aquella especie de altar. Pero lo más probable

es que mi padre simplemente quisiera ahorrar agua igual

que ahorraba cerillas. No sé.

 

 

—Loco o no, lo de orinar en un vaso me parece un asco.

—Ya no te acuerdas, ¿verdad? —Mi mujer con los brazos

cruzados en el quicio de la puerta—. Aquella vez que viste

aquella película donde un hombre se bañaba con dos

dedos de agua. Desde ese día te bañaste así, casi sin agua.

 

 

¿De verdad no te acuerdas? Si hasta tuviste picores porque

se te quedaba jabón en la piel. Es de familia —sentenció.

Pues no, no me acordaba ni me acuerdo ahora. Lo que

sí recuerdo es a mi mujer, mi exmujer, mitad satisfecha

mitad triste al recordármelo. Me aguantó muchas cosas, o

eso parece, casi las mismas que yo aguanté a mi padre.

 

 

—Dime la vedad, sé sincero por una vez en tu vida —dijo

Amalia—. ¿No te das cuenta de que nuestra relación está

basada en simples comentarios? Vas por la calle y dices:

Qué buen tiempo hace, o Cuántos coches en doble fila. La

otra noche llovía tan fuerte que parecía que se iban a rom-

per los cristales, ¿te acuerdas?, pues pensé en decir: ¡Me-

nudo chaparrón!, pero estaba claro que estabas despierto y

tú también lo oías. ¿Para qué decir nada? —miró mi plato

vacío y reluciente—, o si veo que has rebañado el plato,

¿para qué ibas a decirme que todo estaba muy rico?

 

 

—Por amabilidad, supongo.

—Exacto. Piensa. Si a una pareja le quitas los comenta-

ríos obvios y esas palabras amables, ¿qué queda?, yo te lo

voy a decir: los reproches. No quiero llegar a eso.

 

 

La sinceridad. La sinceridad siempre me ha parecido la

más absurda de las mentiras. Nadie cuenta todo nunca,

nadie quiere saberlo todo. Quien diga que prefiere la ver-

dad, miente. Queremos que todo encaje, que todo sea per-

seguir peces, cantar canciones. «El silencio como abrigo»,

decía aquella canción. Y eso hice. Silencio si comía, silen-

cio si hablaba. Se fue a casa de su hermana, además su

sobrina acababa de nacer. No sabia si iba a volver, no le

pregunté. Sinceramente, no me importaba. Me pareció un

buen momento para quitarme de en medio. Así, cuando

volviera, si volvía, podría comenzar una nueva vida sin

mí.

 

Pero mi madre se me adelantó tirándose por la ventana.

Amalia volvió inmediatamente. Me alegré al oír la llave

en la puerta. Su media melena recta era ahora una cascada

de rizos falsos y mechas. Me abrazó con los ojos llenos de

lágrimas. Le huele el aliento, pensé. No dije nada. Para qué.

Ya para qué todo. Para qué las palabras. Dijo que se iría des-

pués del entierro de mi madre, cuando todo pasara, pero

no se fue. Nos separamos a los cuatro años.

Cuando vine a vivir aquí encontré el espejo del cuarto de

baño escondido bajo la cama. En su lugar había un espejo

roto, tamaño cuartilla. El espejo de mi madre.

 

 

—¿Qué hace el espejo del baño bajo la cama?

—¡A mí qué me cuentas! Colócalo en su sitio y ya está.

 

 

No puede ser. ¿Mi hermano tenía miedo de su propio

reflejo? Miedo o asco. Y de repente los pies de mi hermano

sobre la mesa. La imagen de los zapatos sucios de mi

hermano sobre la mesa. Siempre los subía para ojear el

periódico, el que yo llevaba, el periódico que yo compraba

para mi padre. Nunca le vi comprar un periódico, nunca le

vi comprar nada. Si era mi padre el que estaba leyendo y lo

veía entrar y sentarse y poner los pies en la mesa, cerraba

el periódico y se lo daba. Habrá quien lo llame amabilidad.

Yo le llamo miedo. El miedo en las manos de mi padre en-

tregándole el puto periódico, el miedo a que los putos za-

patos sucios de mi hermano rayaran la puta mesa.

Una tarde me hizo salir y encargar un cristal.

 

 

Mídela bien, que quede justo, que no sobresalga nada,

insistió.

 

 

Quizá pensaba que mi hermano era tan tonto que no se

daría cuenta.

Mi hermano dejó de subir los pies a la mesa como si aquel

cristal fuera venenoso. El reflejo alejó a mi hermano de la

mesa, pero no consiguió alejar el miedo de las manos de mi

padre, que cada vez que oía sus pasos soltaba el periódico.

Qué asco el miedo. Quiero pensar que lo único que consi-

guió mi hermano, siendo como era, fue darse asco.

 

 

Yo también siento asco, por mí, por todo, pero aquí sigo.

Y me pregunto si solo sigo aquí para llegar a entender algo,

como un científico que siguiera en la selva sin curiosidad,

solo porque no sabe dónde ir.

 

 

Kaspárov en un documental de la tele. Qué viejo está Kas-

párov. Más que viejo, hinchado. Tiene pinta de borrachín.

No me extraña, los genios acaban mal. Prefiero ser un

mediocre. Dice Kaspárov que ganar depende de dos cosas.

Una, aprender de los errores del otro y de los propios. Dos,

que hay que saber estar tranquilo bajo presión. No sé yo.

Creo que si alguien está tranquilo bajo presión es que solo

juega, no juega para ganar. Hacer cualquier cosa sin pa-

raqués relaja. ¿Te imaginas? Una vida sin más motivo que

vivir. Una vida en la que no tuviéramos que levantarnos

para trabajar, trabajar para ganar dinero, ganar dinero

para comer, comer para no morir. Resulta que todo lo que

hacemos en la vida es para no morir. Qué absurdo.

 

 

Aprender de los errores del otro y de los propios. ¿Fue

acaso un error que mi madre decidiera el momento de

su muerte? Al menos no erró en la manera. Yo si. Podría

haberme tirado desde el edificio más alto de la ciudad.

Soy un mediocre y un cobarde. O quizá lei demasiados

libros donde aseguraban que la mejor manera de morir era

desangrarse en una bañera con agua tibia. La mejor ma-

nera. ¿Quién lo ha dicho?, ¿vino alguien del otro mundo

a dar una clase magistral? Alguien dijo que morir mien-

tras se duerme es como no haber nacido. Tiene sentido.

Nadie recuerda el momento de su nacimiento. Aunque

nadie recuerda tampoco el momento de su muerte. Pero

no, siempre quedan huellas, por más que uno se empeñe

siempre quedan huellas. Si alguien me preguntara: ¿Qué

es lo mejor que ha hecho usted en su vida? Sin duda, mi

respuesta seria: No he dejado huella en nadie.

 

 

 

Estoy seguro de que mi exmujer está limpia. Los demás

están muertos. Quizá podría haberme ahorrado todo ese

esfuerzo. Qué tonto fui, no supe ver que el método más

fácil para no dejar huella era sobrevivirlos a todos.

Entre las cosas de mi madre había una agenda. Nada

reseñable salvo al final, en las páginas para notas. Mi

madre apuntaba palitos, iguales a los que los presos dibu-

jan en las paredes de sus celdas. ¿Qué contaba mi madre?,

¿los días que le quedaban de vida?, ¿los días que era feliz?

Contar acorta el tiempo. Quizá mi madre tampoco quiso

nunca vivir de verdad, como yo. Quizá nunca tuvo el valor

para quitarse de en medio, y caer enferma fue la excusa

perfecta para empujarla a hacerlo. Nadie entiende que uno

no desee vivir a pesar de estar sano. Nadie entiende que

haya personas normales a las que lo bueno que pueda ofre-

cernos la vida no nos interese o no nos compense o no nos

dé la gana aceptarlo. Dirán que estábamos locos o nos vol-

vimos locos. Nadie dirá que éramos personas sanas, a ratos

incluso felices, pero que a pesar de todo, simplemente,

hubiéramos preferido no nacer. Nadie, nunca, entenderá

este hastío.

 

 

 

No, no deberíamos apuntar nada, no dejar nada. Ser

meticulosos y pasar un paño por cada cosa que tocamos

como hacen los ladrones elegantes de las películas. Dicen

que el tiempo borra las huellas. Mentira. Ahí están esos

palitos de mi madre, esa nota que mi mujer olvidó en un

libro, una gota seca de esmalte amarillo sobre la encimera.

Y todo grita.

 

 

Los años que mi padre vivió solo, la casa se convirtió en

una auténtica pocilga. Ahora pienso que lo hacía a propó-

sito para que me apiadara, de alguna manera, y viniera a

vivir con él. Yo estaba bien solo, me había separado, pero

verlo tan mayor y la casa tan sucia…, me dio pena. Pena y

asco. Y miedo. Cualquier día la casa podría salir ardiendo

y nosotros en los periódicos: «Hijo deja morir a su padre

entre basura». Con decir que, cuando iba a verlo, antes de

volver a casa prefería usar el servicio del tren de cercanías

que el retrete de mi padre.

 

 

 

Y aquí estoy, dejando como una patena este maldito

cuarto de baño donde tantas veces peleé con mi hermano

y me vistió mi madre. No te signifiques, decía mi madre

mientras me sacaba el cuello de la camisa por el jersey.

No te signifiques, pero los jerséis nos los hacía ella. No

recuerdo haber llevado nunca una prenda gris, un chaleco

azul oscuro, algo discreto, no, siempre eran llamativos, de

rayas multicolores. Los tejía con restos de lana y los cosía

del revés porque así las rayas quedaban difuminadas,

decía. Quizá fuera daltónica porque recuerdo haber te-

nido, incluso, un jersey naranja con franjas rojas.

 

 

 

Éramos niños raros. No lo éramos, pero lo parecíamos.

Aunque hiciera calor, por ejemplo, siempre llevábamos

mucha ropa. Si al llegar abril nos veía con manga corta nos

decía: Si quieres estar gordo y sano, la ropa de invierno usa

en verano.

 

 

 

Lo había leído en una revista. Llegó a darnos igual, al

menos a mí. Mi hermano se quitaba toda aquella ropa

al llegar al portal. Éramos niños raros que vestían de in-

vierno durante todo el año. Nunca fuimos gordos ni sanos.

Así he intentado vivir, una vida insignificante, sin

demasiada indiferencia ni demasiada pasión, justo en el

límite para no levantar sospechas, para que nadie pudiera

llamarme raro. En el colegio era el primero en apuntarme

cuando jugaban un partido después de clase, pero era tan

malo que acababan por quedar a mis espaldas. Ellos me

excluían, no yo. En el trabajo siempre he procurado di-

luirme en el grupo. En el cara a cara no funciono.

 

 

 

Si hablan de fútbol, yo asiento, suelto dos frases hechas

y remato con que nunca acierto más de seis en la quiniela.

Una vez, arriesgando, llegué a contar que había acertado los

catorce, aprovechando que había oído en la tele que era tan

fácil que nadie cobraría nada. A la gente le gusta ese tipo

de historias, historias de perdedores que rozan la gloria

pero no. Nadie sospecha de alguien así. Nadie podría ima-

ginar que no sé cuánto cuesta echar una quiniela. Y para

no entrar en discusiones inútiles me he buscado un equipo

lejos de los focos, el Sestao, al que nadie ama ni odia. Si pre-

guntan, les digo que mi abuelo era de allí. No dicen más,

recrean una infancia de viajes al norte y un dulce niño

que mantiene viva la memoria de su abuelo apoyando a

un equipo que, aquí, a nadie importa. Siempre he sido del

Sestao. Lo elegí de niño, por si me preguntaban. Lo elegí

porque sonaba bien, serio, varonil. Sestao.

 

 

 

Todos mis compañeros son más jóvenes que yo. Algunos

me llaman viejales.

¿Qué pasa, viejales?, dicen sin mala intención pero con

sorna.

Y yo hago una mueca simpática y anodina de falso

ofendido que les divierte. Saben que estoy casado. No

saben que mi mujer me dejó hace cuatro años. Saben que

mi padre está muy mayor y acaban de operarlo a corazón

abierto. No saben que esto último es mentira. No saben

que no estoy de baja, no saben que he dejado el trabajo,

no saben que no voy a volver. Cuando se enteren ya será

demasiado tarde. Quiero evitar a toda costa una fiesta de

despedida. Quiero evitar a toda costa volver a verlos, vol-

ver a ver a nadie.

 

 

Mañana de papeleo. El puto papeleo del que no se libra

nadie.

Un hombre con una carpeta azul muy gastada que ha

hecho cola durante media hora y cuando llega al fin su

turno se niega a pagar.

 

 

 

—La luz está a nombre de mi vieja.

—Y su vieja, ¿cómo se llama?

—María.

 

 

 

La funcionaria le muestra un papel, le señala con el dedo

el nombre de su vieja y le dice en alto los dos apellidos.

También los suyos.

 

 

—¿Lo ve?

—Sí, pero ese no soy yo.

 

 

 

Tengo ganas de acercarme, unirme a él en un coro sinies-

tro, y decirle a la funcionaria que el Mateo que aparece en

el papel tampoco soy yo y largarme de allí, largarnos los

dos, silbando con las manos en los bolsillos como en un

musical.

 

 

 

 

 

Una noche, mi mujer recibió la noticia de que alguien

había muerto. Aquel tipo. Yo sabia que habían estado

liados y cuánto le atormentaba. Por la mañana se levantó

canturreando, hasta me besó en la frente al ponerme

delante el desayuno. Sin duda se sentía libre, como si una

sandía hubiese explotado en su cabeza. Se sintió tan libre

que a partir de ese día volvió a mirar a los hombres con los

que se cruzaba por la calle, volvió a fantasear. Nunca le dije

nada, me alegré por ella. Quizá los errores que uno comete

se arreglan para siempre con la muerte de los testigos.

Acabo de ver en la tele un desierto con piedras enormes en

el suelo donde los tuaregs habían dibujado en bajo relieve

jirafas y camellos. Mi único deseo ahora es hundir la mano

en esa arena caliente antes de que llegue la noche y la

enfríe.

 

 

 

Un hombre le dice a su mujer que estará fuera unos días

por trabajo. Antes de cerrar la puerta le dice que no se

olvide de regar las macetas. Lo ha dicho por decir, decir

Adiós le pareció demasiado frío. Ella, al verlo interesado

por algo por primera vez, riega las plantas varias veces

al día. Piensa que así su marido notará cuánto lo quiere.

Las hojas se vuelven blandas, caen. La mujer, para que su

marido no crea que no las regó, les arranca todas las hojas

moribundas. Cuando el marido vuelve ni siquiera repara

en las plantas. Ella piensa que tiene otra mujer que ahora

ocupa todos sus pensamientos, por eso no ha hecho nin-

gún comentario. Por la noche, antes de dormirse, ella le

dice que quiere separase. Él, sin sorprenderse, le dice que

está de acuerdo.

 

 

 

Así construimos nuestra vida, sobre malentendidos.

Era solo un ejemplo. Entre nosotros no hubo viajes ni

plantas ni ceremonias. No hizo falta. Afortunadamente no

tuvimos hijos.

 

 

 

Limpiando, encontré una caja bajo la cama de mis padres.

Mi madre guardaba cosas. Entre ellas, la agenda. Se ve que

la compró cuando nació mi hermano y la usó hasta que

murió. La misma agenda, combinando lápiz y boli cuando

cambiaba el año. Apuntaba fechas, palabras sueltas, ano-

taciones de nuestras vacunas, la operación de amígdalas

de mi hermano o cuando compraba un electrodoméstico,

cosas así. Un año antes de morir empezó con los palitos.

Un mes antes había escrito «Dra. Granados», y justo debajo

«Sí». La última anotación es del día que se suicidó: «Cucha-

rillas helado Mateo».

 

 

 

Primero fue un aguijón, después la certeza. Grupo sanguí-

neo cero negativo. Con cinco años estuve seguro: nunca

tendría nada. Así comenzó todo, con un análisis de sangre.

Iban a extirparle las amígdalas a mi hermano y mi madre

pensó que, ya que estábamos, me hicieran también análi-

sis a mí. Mis venas tubos flexibles de goma, mi corazón un

cachivache inútil entre mis pulmones, mis pulmones para

nada, para nadie, para ningún oxígeno. Mi cerebro repleto

de neuronas de corcho. Quise cortarme las palmas de las

manos por ver qué salía. Cero negativo.

 

 

—Donante universal —dijo el médico con una alegría

que ya entonces me pareció exagerada , si tu hermano

mayor necesita alguna vez sangre, tú podrás dársela y sal-

varle la vida.

 

 

 

Mi hermano y yo nos miramos con desconfianza, por no

decir con asco. Ni yo quería darle nada ni él querría que

nada mío corriera por sus venas. ¿Por qué tendría yo que

salvarle la vida a mi hermano? Mi hermano me odiaba,

rompía mis juguetes, en el mejor de los casos se reía de mí

en el colegio, otras veces simplemente negaba conocerme.

Salvarle la vida a mi hermano, qué estupidez.

 

 

Unos días después lo operaron. Supongo que mi padre

estaría trabajando y mi madre no tuvo con quién dejarme,

así que me sentaron en la sala de espera con unos cuentos

muy gastados. Al cabo de un buen rato salió la enfermera

y me preguntó si quería entrar. Mi hermano dormía en

los brazos de mi madre. Tenía dos años y pico más que

yo, pero en ese momento me pareció muy pequeño, como

si hubiese encogido. Me arrepentí de haber pensado que

nunca le daría mi sangre.

 

 

 

capítulo 1

 

páginas  34 – 47

 

 

 

Se acabó ese dolor para siempre. Tú, ¿quieres verlas?, dijo el doctor. Acercó a mi cara una bandeja metálica con dos bolas de carne. Las manos le olían a goma. Estuve a punto de desmayarme. La enfermera dijo a mi madre que comprara helado, que era bueno para cicatrizar. Vaya, helado en noviembre, me dije. Como si me hubiera leído el pensamiento, mi hermano abrió los ojos y dijo con voz gangosa:

 

—El helado es solo para mi. Y volvió a dormirse.

 

Mi hermano era la alegría de la casa. Eso decía mi madre. Siempre llegaba sudado y feliz, siempre con alguna anécdota que contaba entre carcajadas mientras se quitaba la camiseta y se sacaba un zapato con el otro.

En la mesa, mientras comíamos, hacía pamplinas como meterse patatas en la nariz para acabar diciendo lo bueno que estaba todo. Siempre pensé que tanta zalamería solo era una treta para embaucar a mi madre para que no lo castigara si suspendía o conseguir algo de dinero extra para el fin de semana. La verdad es que sacaba buenas notas, no como yo que aprobaba por los pelos. Quizá era sincero después de todo.

 

De un día para otro comenzó a dar puñetazos a las paredes, patadas al frigorífico, a insultarnos.
Mi madre nunca dijo nada, ni a él ni a nosotros. Solo una vez, sin mirarme, mientras recogía su ropa sucia del suelo, murmuró:

 

—Cuida de tu hermano.

 

Sentí un calor asfixiante en el cuello, como si alguien me lo apretara con unas manos enormes.
¿Por qué tenía que responsabilizarme de aquel imbécil? ¿Por qué no se lo encargaba a mi padre?
Quizá nos lo encargó a los dos por separado.

Cuando me vine a vivir con mi padre me di cuenta de las pocas cosas que yo tenía y, de las que tenia, las pocas que quería conservar. La casa en la que viví con mi mujer era alquilada. Nunca quise una casa en propiedad. Ya sé que es un sueño muy común, pero mi sueño siempre ha sido tener lo mínimo para, llegado el caso, perder lo mínimo.
Mi mujer lo sabía, ya me conoció así, y nunca me echó en cara nada, aunque imagino que en el fondo deseaba que cambiara de opinión, no sé, que le diera una sorpresa metiendo una llave en el fondo de una copa de champán como hacen en las películas con los anillos de pedida.
Anillo de pedida tampoco hubo. Desde nuestro reencuentro estuvimos saliendo cuatro años hasta que me dijo que ya era hora de casarse. Nunca la sorprendí en nada. Ni siquiera con mi nula reacción cuando me dijo que se iba.

 

Ahora vuelvo a esta casa, la casa de mis padres, al dormitorio de mi infancia, con una maleta de ropa y algunos libros. ¿Para qué más?

Hubo un perro lanudo y una niña con peto amarillo saltando en un jardín, entrando por la puerta trasera que daba a la cocina de una casa que no se parecía en nada a las casas de mi barrio.
Un peto amarillo para ser feliz, pensaba. Un perro lanudo, una casa con puerta trasera. Eso era la felicidad, soñar con eso, esa suma, esa unidad empaquetada de los anuncios. No recuerdo qué anunciaban, ¿un detergente que respetaba los colores?, ¿un champú para perros?, ¿un seguro de hogar? Me vendieron una idea de felicidad que no llegó nunca. Tampoco hice nada por conseguirla.

A tu madre no le gustaba tender la ropa en la terraza.
Ya lo sabe, lo sabe de sobra. Tenían terraza y patio interior, pero su madre colgaba la ropa en el cuarto de baño, en un tendedero plegable. En aquel agujero sin apenas ventilación, hasta sus jerséis de lana, en aquel agujero macerando pobreza.

 

No eran pobres pero a él se lo parecía. El olor a humedad es el olor de la pobreza, pensaba.
Lo sigue pensando. De adolescente, aunque se duchara cada día, el olor a humedad impregnaba
las toallas que después impregnaban su piel, de modo que su piel siempre olía a pobreza por más
que se frotara. Por eso, cuando se casó, le pidió a su mujer que nunca tendiera la ropa dentro de casa.

 

—Aunque llueva, tiéndela siempre al aire.

 

Y así lo hizo. Su mujer nunca preguntó por aquella manía suya. Su mujer.

 

—Hoy es San Casimiro —le digo a mi padre mientras tiendo la ropa en la terraza.

 

San Casimiro, como si a él le importara, como si a mí me importara. San Casimiro, por hablar de algo, por llenar estos huecos de otra cosa que no sea criticar. Criticar a los inventores del abrefácil, criticar a las desvergonzadas presentadoras que todo lo enseñan, criticar al director del hospital por no pintar la fachada, criticar al cielo por estar nublado
y que no caiga ni una gota.

San Casimiro, por llenar esos huecos de otra cosa que no sea mascullar maldiciones, por hacer cordial la mañana.

 

—¿Me has oído? A tu madre no le gustaba tender la ropa en la terraza.

—Te he oído.

 

Al menos ya no me obliga a ponerme el delantal. Tirarlo por la ventana de la cocina parece que fue un buen golpe de efecto. Seguro que me la tiene guardada.

 

—Tu madre iba contando las pinzas según las quitaba del tendedero y las metía en el cesto.

 

No dice más. No sé si es un comentario nostálgico o una sutil orden.
No pienso contar las pinzas. Que no espere eso de mí. Seré lo que sea, pero no tengo manías. Ni heredadas ni aprendidas. Es mi única parcela de libertad: no haber heredado ninguna manía de mi madre ni de mi padre.

No recuerdo si mi padre las tenía o le han aparecido ahora, casi no recuerdo a mi padre de joven. Ahora las tiene todas, pero no son suyas. No sé si siente algún tipo de culpabilidad. A veces lo miro para encontrar algún atisbo de amor, algo que me haga verlo más humano. A veces lo miro y busco diferencias entre los dos. Me esfuerzo en encontrar diferencias, en convencerme de que nunca seré como él. Tampoco como mi madre.

 

—Desde que murió tu madre no hemos vuelto a comprar pinzas.

 

Hay sesenta y siete. Más que suficientes.
Supongo que todos tenemos derecho a envejecer de mala manera, porque envejecer es la peor de las putadas. Todos tenemos derecho a vivir amargados al comprobar que ya no somos ni la sombra de lo que fuimos, vale.
Pero nadie tiene derecho a errar el tiro. No encuentro justificación alguna a que mi padre me trate así. Soy la única persona, la única, que le queda. El mundo está para servirlo.

 

Algunas mañanas, si el sol me da en la cara, encuentro una posible justificación: ¿mi presencia es la ausencia de mi madre y de mi hermano? Él piensa que no soy yo quien debería estar aquí.

 

Cada mes de julio hacíamos las maletas como si nos fuéramos a las antípodas. En realidad solo tomábamos el autobús para cruzar la ciudad. Mi padre ni siquiera sacaba el coche. Mi madre se alegraba de vivir al norte. Decía que si caía una tromba, para que el agua llegase siquiera al escalón de casa, antes tendría que inundarse por completo la ciudad. No sé si aquello tenía base científica, el caso es que mi madre dormía tranquila.

 

La casa de la playa estaba al sur. No solo al sur, estaba en la arena. Si hubiera caído una tromba en el mes de julio no habría encontrado obstáculos porque la casa de la playa no tenía escalón, ni siquiera había acera, ni asfalto, nada.

 

La arena de la playa llegaba hasta la cancela del jardín. Si digo verano lo primero que veo, hasta el punto de hacerme cerrar los ojos y abrir la nariz, es el olor del silencio a la hora de la siesta.

El olor del sol había quedado impregnado en las sábanas y no hay nada más silencioso que el olor del sol.
Me tumbaba junto a mi madre para que mi hermano no me molestara y dejaba caer un brazo hasta el suelo para dormirme contando con los dedos los pétalos de plástico de las margaritas de las chanclas de goma de mi madre. Después el silencio se volvía metálico, y al despertar, notaba la boca llena de saliva. El silencio olía a sol y a metal. Deseaba que el tiempo se detuviera a las cinco de la tarde.

 

—Papá, ¿te acuerdas de la casa de la playa?, ¿seguirá en pie?

—No, ¿qué casa?

—La de la playa, íbamos cada julio.

—A la playa? Nunca hemos ido a la playa.

—Sí, en el mes de julio, quizá solo fuimos un par de veranos, tres, pero para mí que fuimos más. Alquilabas una casa a pie de playa. Mamá tenía que barrer cada mañana la arena que se metía en el jardín. También había un patio con un pozo. El agua del grifo no se podía beber. Mamá y yo íbamos todos los días a por agua a la fuente que había en la estación de autobuses. ¿No te acuerdas?

 

No dice nada, agacha la cabeza y no dice nada. ¿En serio no se acuerda? No he podido inventar todo eso. Debe de haber alguna foto. ¿La busco? Da igual. ¿Qué gano?, ¿qué gana él?, ¿saber que no se acuerda?

 

—Voy a la cocina, papá, ¿quieres algo?

—Tráeme agua.

 

Algunas mañanas intento entablar conversación. No me sirve ningún tema de actualidad porque solo se fija en las desgracias. Le pregunto por su infancia o por cómo conoció a mi madre. Nunca me he atrevido a preguntar qué sintió cuando nacieron sus hijos, nosotros.

Me gustaría saber más que ninguna otra cosa si nos quiso antes o después, si sentía algo parecido a la felicidad al vernos llegar del colegio. Recuerdo haberle oído decir que nunca le gustaron los niños, que si se tenían hijos era para que crecieran cuanto antes, se convirtieran en hombres y trabajasen.

 

No recuerdo a quién se lo decía, no recuerdo en qué contexto, pero sé que me sentí triste y solo.
Yo aún era un adolescente flaco y feo que no sabía nada de la vida. Como ahora, que tampoco sé mucho. Tuve la sensación de que a mi padre le daría igual si en un futuro me dedicaba a la neurocirugía o a fregar platos en un restaurante chino. Solo necesitaba tener un trabajo, cualquier trabajo.

 

Quizá aquello, pienso ahora, hizo que no se despertara en mí ninguna vocación. Nunca quise ser nada, nunca me esforcé en sacar buenas notas, ¿para qué? Así me fui alejando de mis compañeros. Unos de ciencias, otros de letras. Yo de hastío. Quizá fue entonces cuando huir se convirtió en mi juego favorito. Huir se limitaba a volver muy tarde a casa. Subía hasta el último piso, me acurrucaba en el rellano de los motores, junto a la puerta metálica, para que creyeran que estaba pasando la noche por ahí. Yo no era tan valiente. Quizá por eso me hice profesor de autoescuela, para sentir por un rato, el rato que duraba la clase, que huía en el inocente asiento del copiloto.

 

No sé si mi padre sabe que soy un cobarde.
No lo reconoceré ante nadie, pero admiro a mi hermano. Mi hermano sí tuvo coraje y se largó. También lo odio por eso.

 

Saqué el álbum de fotos, quería que mi padre me contara cosas, cosas normales como: Aquí fuimos a la playa o Aquí os llevamos a los columpios.
Miraba las fotos con desgana. Me di por vencido.

 

—¡Tu abuela!

—¿Cuál?

—Mi madre. Mi madre era capaz de parecer encantadora, pero no lo era en absoluto. Tu abuela era capaz de odiar y odiaba sobre todas las cosas a su hermana. En realidad odiaba a todo el mundo. A su hermana tampoco la conociste, murió muy joven. Según tu abuela, su hermana le hacía la vida imposible a base de caprichos y mentiras. Eso me dijo. Me contó que rezaba todas las noches para que su hermana muriera antes que ella. Tenía muy bien preparada su venganza. En el momento de la muerte se acercaría a besarla, a hacer que la besaba, y justo en ese instante le diría al oído: Te odio, todos te odian, has sido una mala hermana y una mala persona, dentro de muy poco estarás ardiendo en el infierno. Eso me dijo que tenía pensado decirle.

—¿Y lo hizo?

—No lo sé. Solo sé que, efectivamente, su hermana murió antes que ella.

 

 

Observé su gesto, el gesto de mi abuela. Sus ojos ausentes. Llevaba un vestido negro. ¿Cómo una mujer de lo más normal podría dejar que alguien, nada menos que su hermana menor, muriera así, escuchando que nadie la había querido?

Como si pudiera leerme el pensamiento, mi padre dijo:

 

—Esa no es la mejor venganza. La mejor venganza es no volver a nombrar, a pensar siquiera en
esa persona, quemar todas sus fotos, anularla de tu vida y de la suya, anularla de toda clase de
vida como si nunca hubiese nacido.

 

Siempre quise que mi madre se sacara el carnet de conducir, pero nunca se lo dije. Quizá por eso me hice profesor de autoescuela, para enseñar a otras madres. No vienen demasiadas o les han tocado a otros profesores. Suelo enseñar a jovencitas temblorosas, a jovencitas despóticas y a jovencitos. A los jovencitos no sabría calificarlos, me parecen todos iguales.

 

Mi padre conducía demasiado rápido. Mi madre chascaba la lengua. Indicador que marcaba que había sobrepasado el límite. ¿Qué límite?, el que ella decidiera.

 

Siempre me dio miedo pasar por debajo de los scalextric. Aún me sigue dando. Cuando toca salir a la autovía evito pasar por debajo de alguno, pero no es fácil esquivarlos, así que cierro los ojos. Sé que no es muy profesional cerrar los ojos cuando un alumno va a 100 kilómetros por hora y siente más miedo que tú. Si esto hubiera llegado alguna vez a oídos de la autoescuela me habrían echado sin contemplaciones.

 

Nunca pensé que mi padre pudiera tener un accidente por su culpa. Solía imaginar que un camión lleno de gasolina o de cerdos nos caería encima. Había leído en una revista que en caso de posible choque, el conductor, instintivamente, trataba de no llevarse el golpe. Que por unas milésimas de segundo olvidaba que sus seres más queridos viajaban con él.

Al asiento del copiloto le llamaban el asiento de la muerte. Concluían que quien menos golpe se llevaba era el pasajero situado detrás del conductor.
Mis padres y mi hermano nunca sospecharon nada. Siempre procuré hacerme con ese asiento. Pero yo sufría. Sufría por mí y por mi madre. Por más vueltas que le di jamás encontré la manera de imaginar que aquel posible camión, de gasolina o cerdos, nos aplastara diagonalmente resultando ilesos mi madre y yo. Bien aplastaría a mis padres, bien a mi hermano y a mi. Si mi madre se hubiera sacado el carnet de conducir, aquel camión, de gasolina o cerdos, habría caído sin ninguna duda sobre mi padre y mi hermano. Sin ninguna duda yo ahora no cerraría los ojos cuando paso por debajo de los scalextric y sería el mejor profesor de autoescuela de todos los tiempos.

 

Ahora tomo autobuses.
Una mujer entra en el autobús. El autobús arranca mientras ella sigue sacando monedas del bolso.
No del monedero, del bolso. Sonríe al conductor enseñando todos los dientes mientras las va colocando en la bandeja. El conductor lleva la radio encendida. Se oye lo que parece un partido de fútbol. La mujer coge su ticket con la mano, no con los dedos, y lo mete arrugado en el bolso. La mujer se apoya en la bandeja como si fuera una barra de bar. Cada vez que el autobús se detiene en un semáforo o en una parada, habla con el conductor. No soy capaz de descifrar qué le dice. La radio está muy fuerte y yo muy lejos. La mujer se da cuenta de que la estoy mirando y me saluda levantando el mentón.

 

El conductor señala un edificio y la mujer camina a trompicones hacia la puerta central. Las puertas se abren. Antes de bajar, la mujer se vuelve y grita:

 

—¡Adiós!, ¡adiós a todos!

 

—¿Para qué tienes esto en el baño? —Sostiene la caja de
cerillas con dos dedos, como si le dieran asco. No es una de
sus cajas.

—¿Te molestan?

—En el baño no hacen nada —dice, y la tira sobre la mesa.

 

Es verdad, no hacen nada. Suele usarlas después de ir al váter. Al principio las usaba cuando su padre salía del váter. Aquel olor insoportable. Ahora que comen lo mismo los dos huelen igual.
Debe de ser por eso, por lo que comen. Por eso ya no las usa, se ha acostumbrado a ese olor compartido.

Cuando mueras me acordaré de ti, papá, cada vez que vaya al váter, piensa, y sonríe.

 

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Nada, estaba pensado en cambiar mi dieta.

 

Nunca soporté verlo comer, me producía un tremendo asco, por eso bajaba la mirada hacia mi plato. Mastico en silencio, trago en silencio. ¿Qué niño se fija en cómo come su padre?, ¿en si sorbe la leche de un trago?, ¿si engulle como si le fueran a robar la comida?

 

—¡Siempre acabo manchándome! —dice mientras cincuenta y un años después sigo sin levantar la vista del plato, mientras muevo guisantes con la punta del cuchillo dibujando algo parecido a una circunferencia—, ¡y tú tienes la culpa, terminas diez minutos antes que yo y me obligas a comer a
toda prisa, por eso siempre acabo manchándome!

 

El hijo lo mira con una indignación contenida, se levanta y deja caer el cuchillo en el fregadero cuando se da cuenta de que parece empuñarlo. El hijo soy yo, pero he aprendido a mirarme desde fuera. ¿Tú ves que yo tenga prisa?, ¿has visto alguna vez que yo tenga prisa?, ¿me has visto alguna vez mirar el reloj? Nunca te he visto llevar reloj, vives a lo loco. Y a ti, ¿de qué te sirve llevarlo?

 

Lo miro todo el tiempo, hasta en la cama lo miro varias veces. ¿Para qué?

 

—Para saber cuántas horas duermo.

 

El hijo no se vuelve, dibuja con el dedo sobre la encimera algo parecido a una espiral. Se mancha por mi culpa, ahora se mancha por mi culpa, esto es el colmo. ¿Qué niño se fija en si su padre lleva manchas en la pechera?

 

—Mamá te limpiaba la pechera.

—¿Qué?

—Mamá te limpiaba la pechera todos los días antes de que marcharas al trabajo. Mojaba un trapo de rejilla y te frotaba la pechera. No es por mí, te has manchado siempre.

—Sí, siempre. Soy un puerco.

 

No estará llorando. El hijo no sabe si reír o consolarlo.
Papá, si comieras más despacio. No llega a decirlo porque sabe que no serviría de nada y caerían en un bucle.

 

—¿Vas a tirar esos guisantes?, ¿no te los comes?

—No tengo hambre.

—Y fruta tampoco, prefieres ese potingue.

—Son vitaminas.

—Por eso terminas siempre antes que yo, te dejas la mitad de la comida y no tomas postre,
por eso terminas siempre antes que yo y me obligas a comer deprisa, con lo que me cuesta masticar tanta fruta.

—Come menos.

—¿Menos?, ¡lo que faltaba!

—Si comieras más despacio…

—Claro, para que tú estés ahí esperando.

—No estoy esperando, no tengo prisa, nunca he tenido prisa por nada.

—No, pero estás ahí sin comer y me obligas a comer a mí más deprisa y siempre…

—Y siempre acabas manchándote por mi culpa, sí.

 

A veces se entretiene mirando los zapatos de los demás. En los zapatos reside la personalidad de cada individuo, se ha dicho siempre. Reside, qué tonto soy. Pero es verdad, una prenda puede comprarse por capricho, unos zapatos no.

Cada vez más gente usa zapatillas de deporte, incluso las señoras mayores.
Recuerda cuánto le llamaba la atención cuando veía en la tele a un americano con traje, corbata y zapatillas. Ahora parecen el calzado oficial de la tercera edad. Le da cierta envidia esa facilidad de los demás para adaptarse a lo cómodo, han sido capaces de librarse del qué dirán. Él no podría.

¡Mirad, ahí va el cobarde de los zapatos tristes!, gritaría mi hermano. A veces se lo oye gritar en sueños, otras despierto, y hasta vuelve la cabeza.

 

Una mujer ha olvidado a su hijo en el asiento de atrás del coche, se ha ido a trabajar, cuando ha vuelto a las cinco horas el niño estaba muerto.

 

—Buenos días, papá.

El café me sabe mal, frío, aguado, todo a la vez.
Estamos en alerta naranja oigo antes de apurar el último sorbo.

 

Las mañanas son idénticas. Después, durante la sobremesa, veo con él la tele con un libro entre las manos. Los cocineros no me interesan, los concursos no me interesan, las noticias ya no me interesan. Noto que me mira de reojo antes de cambiar de canal. Teletienda, bolsos feos fabricados con restos de cuero, machaconamente, llame ahora y le regalaremos un monedero igual de feo, y por si eso fuera poco un espray que no sirve para nada, solo para oscurecer y resecar el cuero de su fantástico bolso feo. Sé que lo pone para ver qué digo, por ver si protesto, para provocarme de algún modo. Yo levanto la vista después de leer un par de párrafos, pero no hago ningún comentario, ningún gesto.

 

Él también aguanta por no dar su brazo a torcer. ¿O quizá le gusta la chica que anima a llamar embutida en un vestido igual de feo que el bolso?

 

—No está mal el bolso.

 

Yo, ni una mueca. Él mira el reloj con gesto exagerado. No muevo un músculo. Vuelve a mirarse la muñeca levantando el codo. Patético.

 

—¿Habrá empezado el programa ese?

—¿Me hablabas?

 

Mi padre levanta el mando, apunta como si fuera a ejecutar a la chica y dispara, pensando sin duda alguna en que es mi cabeza la que explota. Cambia de canal. He ganado.

 

Mi hermano tenía razón, soy un auténtico imbécil. Me doy cuenta cada vez que cruzo la calle.
Cuando estoy llegando a un paso de cebra empiezo a ponerme nervioso. No son nervios, es otra cosa, es incomodidad, una especie de pesadumbre en los tobillos, las muñecas y la nuca.
Son las ganas de dar la vuelta y regresar a casa. Suelo mirar a mi alrededor por si hay alguien que lleve mi camino y adecuar mi paso al suyo. No soporto que los coches paren en un paso de cebra solo por mí. A veces doy rodeos para encontrar un semáforo o para esperar a que aparezca algún peatón más. Si después de todo no tengo más remedio que cruzar solo, me disculpo con la mano y doy una ridícula carrera. Algunas veces he llegado a pensar que preferiría ser una mujer. Al correr, mis pechos saltarían y esos conductores detenidos por mi culpa se alegrarían de algún modo de haber perdido unos segundos de su vida para que yo cruzara. Soy patético.

 

Si mi hermano apareciera ahora mismo, después de tantos años, lo primero que le diría al abrir la puerta seria:

 

—Tenías razón, soy un auténtico imbécil.

 

Hoy me pareció verlo agazapado junto a los contenedores. Allí, encogido, dentro de la furgoneta fumando con las ventanillas cerradas. Me demoré al tirar la basura, incluso fingí dudar en qué bolsa llevaba el papel y en cuál los envases. Botellas no llevaba.

Al subir quise decirle: Papá, a ti que te gusta dar noticias, voy a darte una noticia estupenda: acabo de ver a tu querido hijo fumando junto a los contenedores y no creo que suba a saludarte.

Hubiera estado bien, pero no dije nada. Después de todo no creo que aquel hombre fuera mi hermano.

 

 

Se me olvida el mar. A veces, al doblar una esquina, aparece. Esa franja azul pálido quieta, a la espera, esperándome solo a mí sin saberlo. Este mar tan dócil que parece muerto. Donde lo vivo se mece, donde lo vivo es acunado y duerme como mi deseo de huir de esta ciudad, de todas las ciudades posibles.

Lo bueno de vivir cerca de la costa es que pocas veces, cuando sales a caminar, oyes hablar en tu idioma. Somos invadibles. Aprendemos a la fuerza las palabras de otros.A la fuerza pero con gusto. Nos gusta aprender, nos gusta que nos invadan. Mi padre solía hablar de «La invasión de los bikinis». Lo decía algo azorado, pero estoy seguro de que le encantaba. Los días de sol las calles se llenan de gente rubia en camiseta, a pesar de que todavía sea invierno.

 

Los pocos días de lluvia el centro comercial se llena de mujeres con pañuelo cubriéndoles el pelo, y hasta algún burka. A esas mismas mujeres las he visto comprar lencería de encaje en colores disparatados. Supongo que es su modo de vengarse. Yo me vengaría.

 

Hoy, dos hombres se saludaron en mitad de la calle. La acera estaba intransitable por culpa de un seto.

 

—¡Hola, majo!

—¡Aúpa!

—¿Dónde vas, pues?

—A que me enseñen a pincharme insulina. Me han cazao, majo.

—Vaya.

 

Y siguieron caminando. En el sur no somos así. En el sur te pasas hablando dos horas.
Yo a veces me hago el sueco. Incluso he aprendido unas cuantas palabras. Si alguien me pregunta algo en mi idioma, respondo encogiéndome ridículamente de hombros:

—Ledsen, jag tir svenka.

 

Tengo que escribir al Ayuntamiento o al periódico local. Alguien debería podar ese seto.
Todavía no sé en qué idioma quejarme.

 

Encaré el pasillo, el dia.

 

—¿Te has enterado?

—Buenos días, papá.

—Siempre sospeché de él.

—¿De quién?

—Del político ese. Siempre sospeché que era de la pirompa.

—¿De dónde?

—Maricón.

—Déjame entrar, anda. —Se apartó y siguió hablando a través de la puerta entreabierta del baño.

—No lo digo yo, lo han dicho en la radio. Dicen que si todas las personas que tienen cargos relevantes salieran del armario el mundo iría mucho mejor. ¿Qué te parece? Si yo fuera maricón me ahorcaría dentro de ese maldito armario.

 

 

Espera, ¿mi padre admitiendo la posibilidad de haber nacido homosexual? Esto sí que es noticia. Mientras orinaba me pasó por la cabeza decirle que yo también lo era solo por ver su cara.
¿Qué será la pirompa? Quizá, si todos nos pusiéramos a pensar qué somos, más de uno acabaría
ahorcándose de verdad. Yo, con cincuenta y un años, no sé lo que soy ni lo que he sido. Si tuviera
que responder marcando una casilla, pondría «Otros». Me dan igual las mujeres, me dan igual los hombres. Los animales no me van, eso sí lo sé. Supongo que mi madre lo pensaba, las madres, las mujeres en general se dan cuenta de esas cosas. Mi mujer también, estoy seguro. Sé que me llamaba pusilánime por no llamarme otra cosa. Qué injusto, qué egoísta, qué pedazo de cabrón fui con ella. Con todos.

 

De niño tenía un compañero de clase que presumía de haberse quemado el pecho con agua hirviendo cuando era un bebé. Supongo que se dio cuenta de que lo miraba mientras nos cambiábamos después de gimnasia.

 

—¿Te duele? —le preguntaba mientras él guiaba mis dedos por sus cicatrices.

—Calla —decía entornando los ojos.

 

Después los cerraba muy fuerte, y si entraba alguien me echaba del vestuario de malos modos, a gritos.
Todavía recuerdo aquel tacto duro y suave como su voz. Hay mañanas en las que al mirarme al espejo me digo: Os perdono. Os perdono a todos.
Y después pienso que no soy nadie para perdonar nada.
Y, sobre todo, pienso que no los perdono.
Despertador, persiana, ducha. No puedo más. Pero di, ¿cuánto es más?, ¿y quién te ha preguntado? No esperes a que nadie te pregunte, busca una excusa, sal de esta casa.
Hazlo. Ahora.

 

—No hay café.

 

 

 

capítulo 1

 

páginas  47 – 54

 

 

 

Eso es, ve a comprar café y déjate de pensar en lo que puedes o no puedes.
Después el tiempo pasará despacio,
pendular, canción de cuna, acoso y derribo.
No fue nada,
dirás después, no ha sido nada y no hay nada con lo que no pueda.

El ascensor le devuelve una imagen triste. Se mira de abajo arriba. Debería
comprarse unos pantalones nuevos,
piensa y se acuerda de su mujer.

Mi mujer siempre quiso un espejo de cuerpo entero. Qué fácil, ¿no? Qué sencilla
la vida en común permitiendo esos
pequeños e inofensivos caprichos de los demás.
Pero no. ¿Para qué otro trasto?, no sé si lo llegué a decir pero seguro que lo pensé.

Mi mujer salía a ver cómo le quedaba la ropa al espejo del ascensor.
Qué hijo de puta fui, qué jodidamente hijo de
puta fui.

 

—¿Dónde has estado?, llevas más de una hora por ahí y hay que poner la lavadora.

—He ido a por café.

—Yo no tomo café.

Lo sé, papá, lo sé de sobra. Me pregunto de dónde ese malestar con todo lo que le
rodea, ese asco por lo vivo y, sin
embargo, no querer morir. Me siento frente a él con
la taza
de café entre las manos y pienso si habrá algo que le haya gustado alguna vez.

—No sabes comer. El cerebro necesita azúcar.

 

Sí, papá, mi vida necesita… jaaasúcaaar! Eso tendría que haberle dicho y levantarme
y mover los puños como si
llevara unas maracas, y bailar a su alrededor para comen-

zar bien el día, a ver qué cara se le quedaba.
Cuando vivía con mi mujer bebía el café sin removerlo y aun así me sabía dulce. Ocho
años casados y no era capaz de recordar que el café me gustaba sin azúcar. Pero era
tan
silenciosa y tan paciente, no sé, nunca fui capaz de reprochárselo. Ella tampoco me
echó en cara jamás el que yo no quisiera tener hijos. Y seguro que ella quería.

—¿No sabes comer o lo haces para fastidiarme? Seguro
que si mañana te pongo azúcar en el café ni te das cuenta.

Espera, ¿y si mi ex lo hacía a propósito?, ¿y si aquella era su manera de quejarse,
azúcar en el café, su pequeña
venganza?

—Mira, papá, haz lo que quieras. Necesito unos pantalo-
nes nuevos. Me voy.

—¡No irás a salir otra vez! ¡Hay que poner la lavadora!

Futuro, luz amarilla, indiferencia, aceras colapsadas de turistas, veinte contra uno a cada
paso, una gorra, un som
brero, una maleta. Sol de marzo en la cara y mi boca llena de peces
muertos. Papá, cuánto te odio.

 

Cuando vine a vivir a casa de mi padre me traje solo algunos libros. No me gusta releer,
me da pena releer. Y no
es que piense que ese tiempo podría emplearlo en nuevas lecturas,
no. Es, simplemente, que me da pena. Noto cómo
las paredes del estómago se endurecen,
siento vértigo, me
pican los talones. Sí, los talones y los codos.
Seguro que
todo esto tiene nombre y está en algún manual en alguna consulta de algún
médico. Yo le llamaría «El manual del
auténtico idiota». En fin, que contra mi reticencia a
releer
abrí un libro y apareció una nota manuscrita. De mi ex:

 

«Siempre pensé que el dolor llegaría como el rayo, no
flotando hacia la orilla como manchas de aceite. Hoy supe
que había renunciado al amor, al deseo, cuando saqué las
gafas del bolso y por fin pude leer los anuncios de las mar-
quesinas. Siempre pensé que este sentimiento de no ser
deseada llegaría con el nacimiento del primer hijo. Ningún
hombre, me decía, ama del mismo modo a una mujer que
ha sido madre. Sin embargo, hoy supe con certeza que a
quien no puede amar un hombre, aunque quiera, es a una
mujer que nunca le pidió un hijo. Y, al llegar a esa conclu-
sión, descansé. Me puse las gafas y descansé. Se acabó el
querer gustar, se acabó el frío de retocarse los labios en el
cristal de los escaparates, se acabó todo eso para siempre.
Quizá ahora, hoy, comienza mi vida».

 

 

Ojalá alguien me hablara como una madre que quiere dormir a su hijo. Palabras que
me aturdieran y anestesiaran
los recuerdos que ya no son recuerdos sino destornillado-

res que se me clavan cada noche en la nuca.

 

Si el día amanece nublado, me gusta pegar la frente al cristal. La luz color mantequilla
antes de la tormenta. Estoy
cansado, harto. Anoche vi en la tele a una mujer majando

mijo, y a unos pájaros pequeños y negros que se comían lo que escapaba del enorme
cuenco. Vi a un tuareg con un
jersey de esquiador idéntico a uno que tuve. Me gusta pen-

sar que nada es de nadie, que nada se pierde, que todo llega a otras manos, a otras vidas.

 

¿No te gustaría eso, papá, que nada se perdiera, que las cosas rodaran por el mundo
hasta volver a nosotros, más
dóciles?
No, a ti nunca te ha gustado mirar hacia atrás, la vista siempre fija en el horizonte,
un horizonte vacío, como
la línea que mirábamos de niños desde la playa, esa línea que

delimita el mar con el cielo, esa línea que con seis años me hacía soñar.

 

¿Qué hay ahí detrás?, ¿una enorme cascada?, ¿un muro
que contiene todo este mar?, dime, papá, ¿qué hay ahí detrás?

 

Qué raro, pensé. E inmediatamente me dije: Algo va mal. Mi padre no estaba en el
pasillo, esperando para darme
los buenos días. Me asomé a la cocina.

 

—¿Papá?

 

Una voz de ultratumba salió del cuarto de baño.

 

—Hijo.

 

¿Qué haces ahí? Vas a coger frío. Le eché una toalla por encima, estaba desnudo
y sentado en el borde de la ba
ñera . Ten, ponte mis zapatillas.

 

—La vida no tiene sentido.

 

Agachado frente a él, ayudándolo a calzarse, lo miré desde abajo. Era una versión
triste de El pensador. Un pen
sador viejo y acabado que, después de llevar una muscu-

losa eternidad buscando respuestas, había llegado a la más simple de las conclusiones.
En vez de apoyar su cuadrada
mandíbula en el puño, sostenía la cabeza despeinada
entre
las manos.

—La vida no tiene sentido —repitió.

 

Yo no estaba seguro de si era una conclusión cerrada o una conclusión trampa.
Si lo que buscaba era que yo le
dijera alegremente: ¡Sí que lo tiene!, ¡claro que la vida
tiene
sentido!, ¡mira a tu alrededor!

 

El moho negro entre algunas baldosas, el pijama de mi padre hecho una bola en el
bidé, el váter con la tapa levan
tada, la pasta de dientes estrujada hasta la mitad.
Por la
ventana un día de sol. Algo es algo.

 

—No, papá, la vida no tiene sentido. El único sentido de lo vivo es perpetuar su especie,
ya seas un cactus, un co
codrilo o un hombre.

—Mi padre me miró desde el desconcierto, el rencor y la
tristeza más profunda—.

—No hay más, papá. No hay mucho más —le concedí.

 

Lo acompañé a su habitación, lo ayudé a vestirse. Ya en la cocina, le puse una taza de
café entre las manos.

 

—Ten.

 

Mi padre mirando el café como si estuviera leyendo pasado, presente y futuro.

 

—¿Ves qué día de sol?, ¿ves esos pájaros? Eso es la vida.
Está ahí para que hagamos con ella lo que nos dé la gana.
¿Que la vida no tiene sentido?, pues habrá que dárselo.

—Demasiado tarde, demasiado tarde.

 

Quise decirle que, al fin y al cabo, él ya había cumplido. Había tenido dos hijos, había
colaborado en perpetuar su
especie, la especie de los cobardes. Pero no dije nada. Le

puse un poco más de café. Él no tomaba café. No dijo nada.

 

Ese día mi padre perdió la cabeza. Me pregunto qué es antes, el momento aterrador
de lucidez o la demencia. A veces me pregunto si fue el frío, simplemente el frío, los

minutos que pasó desnudo y solo en el cuarto de baño. Si quizá la fiebre que le sobrevino
por la noche fue la espita
que encendió la locura.

 

Lo ingresaron de madrugada. El médico dijo que las alucinaciones, la desorientación y
el desvarío eran normales.

 

—La edad, el catarro provocado por el frío, habría que evitar que volviera a enfriarse, ya sabe.

 

No, yo no sabía nada. Mi padre no tenía catarro, no tenía más síntomas, solo fiebre.
No me gustó su tono, no me
gustó que me acusara de su locura.

 

Evitar el frío. Imagino que si a los ochenta y tantos años, desnudo y solo, llegas a la conclusión
de que la vida, tu propia vida, carece de sentido, el frío debe de ser inmenso.

Evitar ese frío, ¿cómo?

 

Mi padre creía en Dios. Aunque tampoco estoy seguro. No sé si tenía fe o simplemente
miedo. ¿Qué perdió esa
mañana al quitarse el pijama?, ¿al verse desnudo en el es-

pejo imaginó a su dios, también viejo y desnudo, agotado de cuidar al ser humano para
nada, para seguir viendo
cómo sus hijos se mataban los unos a los otros sin poder re-

mediarlo?, ¿el temor a Dios se esfumó de repente?, ¿acaso no puede existir la fe sin temor?

 

Mi padre siempre fue infantil pero nunca se había comportado como un niño. Infantil:
tener un llavero con la inicial
de su apellido. Esas cosas. Esa mañana, sentado al borde

de la bañera, era una cría de pájaro con los ojos espantados y la boca abierta, ansioso
de alimentarse de mis palabras.

Palabras sin fundamento que solo pretendían calmar su miedo: No vas a morirte.

 

No me siento culpable. No deseaba volver a ver aquella expresión en su cara. Pensé:
Gracias a Dios que nadie lo
ha visto así, ni el médico ni nadie. Nadie sabe que es un

cobarde, solo yo. Gracias a Dios, pensé. Yo no creo en Dios. En ninguno.

 

Creemos haber visto todo el horror. Suponemos que no quedan imágenes inéditas de
hombres disparando a hom
bres. Pero estás leyendo un libro sin demasiado interés con

la tele encendida, sin volumen, y levantas la vista. Ves a una fila de hombres de espaldas
cayendo hacia delante en
una cuneta. Después, antes de que hayas podido apartar la

vista porque quieres pero no puedes hacerlo, una camioneta pasa por encima de los
cuerpos caídos. Pasa dos veces.

Esa fila de hombres ha muerto tres veces ante tus ojos.

 

A estas alturas nadie se cree que el pueblo alemán no supiera lo que estaba sucediendo,
lees en la pantalla. Apa
gas la tele.

 

El miedo nos detiene. El miedo a lo invisible es infinitamente mayor que el miedo a ver
asesinar a uno, a un mi
llón de hombres. Nada como lo que no vemos, nada como

las sombras para morir aterrados pegados a nuestras mesas camillas rezándole, o algo
parecido, a un dios igual
de invisible a todas esas atrocidades que imaginamos.

 

Pasillo vacío. Llora un niño. Camas vacías, las manos vacías. Podría pasar la vida
en este pasillo mirando las
baldosas del suelo. Demasiado tiempo para pensar. Me pre-

guntó quién me avisará de tu muerte, hermano.

 

Infantil: decir que Dios, si existe, es esférico. Según mi padre el principio del universo
demostraba la existencia
de Dios.

 

Precisamente, respondía yo, que digan que hubo un principio no cuadra mucho
con un Dios infinito en tiempo
y espacio.

Lo decía sin pensar, por decir, por no estar callados.
Filosofía de tres al cuarto después de darle de comer, eso era todo. Matar el tiempo
en esta habitación de hospital
hasta que el reloj marcara las seis menos cinco para
salir
corriendo, entrar en el autobús y sentirme a salvo.
Qué
suerte esta tabla de salvación para los que queremos huir y no tenemos agallas
para hacerlo. El C1, recorriendo las
calles más estrechas, coches en doble fila que
convierten
los treinta minutos de recorrido en cincuenta. Y otros cincuenta para volver
al punto de partida. C1, el Circular. Qué
buen nombre.

 

—¡Que levante la mano quien no crea que su vida es circu-
lar!, habría gritado dentro del autobús.

 

Circular, dice entre dientes, y cierra los ojos.
No importa cuánto tarde, estoy a salvo, me digo con la espalda pegada al asiento.
Mi asiento. Si puedo, siempre el
mismo. Y nunca cederlo a ningún tullido, a ninguna
mujer
cargada de bolsas o de niños. No.

 

Yo era un cabrón que solo quería cerrar los ojos y sentirse a salvo. Mirar desde
mi ventana de socorro a la gente que
pasa por la calle como si nada. Me gusta
ver a alguien pelando una mandarina con los dedos, comiéndola mientras
camina por
la calle. Si es un hombre, todavía más. ¿Al final
va a ser verdad que soy de la pirompa?

 

Mi hermano, sin saberlo, me salvó la vida. Un día pensé que no podía suicidarme
porque eso le haría feliz. Solo po
dría quitarme de en medio cuando él ya no existiera.

La primera vez que pensé en el suicidio tendría unos quince años. No sé si era
por la mañana o por la noche, no
sé ni dónde estaba, pero sí sé que en algún momento
dije
entre dientes: No quiero más.

 

Tampoco sé el porqué, y nada me gustaría más. ¿Qué pasó? Ese hallazgo me
abriría el camino para entender de
dónde esta miseria que me consume. Supongo
que estaría
harto de las bromas de mi hermano. El hartazgo, eso es.

Estaría mejor muerto, pensaría, y de ahí a cerrar los ojos y decir: «No quiero más».
Supongo que en ese momento se
encendió esta bombilla de diez vatios que llevo
desde en
tonces en el pecho. Empecé a buscar información sobre el suicidio, a leer
a los románticos alemanes y todo lo demás, pero ellos no se suicidaban por hartazgo,
se suicidaban por amor.

 

En casa no había libros. Bueno, los típicos y algún bestseller. A mi hermano le gustaba
mucho leer. No sé de
dónde le vendría la afición. Recuerdo una tarde que, por

aburrimiento, lo seguí. Pensé que iría a fumar a escondidas detrás de los columpios
o a enrollarse con alguna
piñata, pero, para mi asombro, entró en la biblioteca, fue

directo a un libro y se sentó cerca de la ventana, apartado de los demás, a leer. Yo entré
agachado, elegí un libro al azar y me coloqué en la otra punta de la sala, detrás de una

chica enorme. Así pasamos varios meses, leyendo en la biblioteca. Algunas noches,
justo antes de dormir, me daba la risa floja pensando en que quizá mi madre pasaba
esas
mismas tardes preocupada, preguntándose qué peligros estarían acechando a sus
hijos, y sus hijos estaban más
que a salvo leyendo plácidamente. Al menos uno, mi her-

mano. Mi placer solo consistía en conocer su secreto. Su secreto, ya ves. Su secreto
era que le gustaba leer. Pero
¿qué leía?, ¿libros de deportes?, ¿de asesinatos?, ¿libros

guarros?

 

 

Me fijaba en los que sacaba y después los sacaba yo. Libros normales, concluí.

Incluso libros aburridísimos, historias tontas de amor. No comprendía cómo podía
gustarle aque
llo. Yo me los tragaba de principio a fin, sin saltarme una palabra.
Al pasar la última página sentía que había llegado
a la meta. Competía contra nadie,
pienso ahora, contra un enemigo invisible. Porque aunque mi hermano fuera de carne
y hueso, ¿de qué sirve un enemigo que no recibe
ningún castigo? Además, conocer
su secreto no me servía
para nada. ¿Qué iba a reprocharle?, no iba a señalarlo de-

lante de todos a la hora del postre y gritar: ¡Lee libros!

 

Menuda tontería.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Así comenzó mi afición a la lectura. Leí todo lo que él leyó y más. Aquello me unió a él de una manera siniestra. Quería leer todo lo que él leía, no para sentirme próximo sino para conocer mejor al enemigo, para saber lo mismo que él o para que él no supiera más que yo. Para que cuando llegara el momento de la burla, cuando me llamara imbécil, yo pudiera decirle: Si yo soy imbécil tú también, porque hemos leído los mismos libros.

Eso pensaba. Qué imbécil, sí.

Un buen día mi hermano cambió la biblioteca por unos billares. Nunca me ha gustado el deporte, ni siquiera los juegos de mesa, así que pasé de él y seguí yendo a la biblioteca por mi cuenta, a leer por placer. De mi hermano podría decir de bueno que me aficionó, sin pretenderlo, a la lectura. Hay personas que no han significado absolutamente nada para mí y, sin embargo, las recuerdo con demasiada frecuencia.

 

Demasiada frecuencia significa tres o cuatro veces al año. Por ejemplo, aquel profesor suplente de filosofía que apareció a mitad de curso. Creo que se apellidaba Lázaro. No sé de qué hablaba porque durante sus clases solía observar la nuca de la compañera que se sentaba justo delante, pero Lázaro me sacó de aquel trance de cabellos sueltos cuando oí: mármol de Ferrara. Levanté la vista. Su gesto ambiguo, entre la inseguridad y la espera. Sus ojos fijos en nada, en nosotros, hacia dentro, como quien se ha oído decir algo que sabe que no es verdad. Estuve por levantar la mano y corregirle: Querrá decir de Carrara.

 

No dije nada, me limité a mirarlo atentamente hasta que acabó la clase. No recuerdo otros días ni otras clases con él, aunque seguro que las hubo. Desde entonces, y ya han pasado más de treinta años, en cualquier momento, sin venir a qué, me sorprende el eco de aquellas palabras. Mármol de Ferrara. A veces, cuando voy en el tren deseo que ocurra una desgracia para tener la oportunidad de actuar como un héroe.

 

Quizá sería mi última oportunidad para actuar como un héroe. Pero ¿quién me asegura que lo haría? Intenta ocultar lo que está leyendo cuando alguien se sienta a su lado. Colocaría el libro en ángulo recto hacia la ventanilla, pero va sentado en el centro de un asiento triple. Hoy su sitio no estaba libre. Un chico joven a cada lado. No sabe cómo colocar las páginas. Sin duda las esconde en aquellos pasajes en los que se identifica con lo que lee. Dejar que uno de esos chicos leyera lo que está leyendo sería como ir completamente desnudo. Pasa el guardia jurado. Hoy hay el doble de gente. Se empujan. La porra que el guardia jurado lleva en el cinto le queda a la altura de los ojos, a una cuarta de la cara. Si no estuviera tan gordo parecería sacado de una película del Oeste, piensa. Desvía la vista. El vello de las piernas de la chica que parece una modelo, a contraluz. Y la señora que ordena papelitos del monedero.

Después de leer algunos y arrugar otros se quita las gafas y se las cuelga del escote de la blusa. Si el botón estuviera suelto las gafas resbalarían y todos notarían que no lleva sujetador. Quizá ha pensado lo mismo que él porque las ha sacado con cuidado y metido en el bolso. Se las quita y se las pone varias veces y, cada vez, se pasa las manos por la cara. Se pasa los dedos simétricamente, primero por la frente, después por las aletas de la nariz y la barbilla con movimientos de gato. De nuevo por la frente, por el arco de las cejas y el hueco de los párpados. No puede evitarlo.

Está incómodo. Pega los codos a la cintura. Seguro que el chico de la mochila piensa que no lleva sujetador ni maquillaje, que es mayor que él pero aun así tiene un buen polvo. Aunque esté loca. Los hombres piensan esas cosas continuamente, ¿no? Yo no recuerdo haberlo pensado nunca.

 

Esa chica está fingiendo que lee, está fingiendo que no se ha fijado en mí porque también estoy leyendo o fingiendo que leo. Cuando el tren entra en el túnel, la chica levanta la vista del libro y mira distraída a su alrededor, manteniendo el dedo índice de la mano derecha entre las páginas. No fingía, piensa. Aquí, el único que finge leer, que finge vivir, soy yo. Va delante de mí del brazo de su padre, le habla muy flojito. Su padre arrastra los pies, ella va a su paso, incluso un poco más lento. Ese murmullo. Me pregunto qué le dirá. Quizá una de esas mentiras como: Pronto estarás en casa, esto no es nada. Esas frases huecas que decimos a los moribundos. Es una de esas escenas triviales donde se ve el amor que hay entre dos personas.

 

Nunca he comido gallo, le oigo decir al adelantarlos. Ella le responde que cuando llegue su hermana irá en un salto a la pescadería y se lo traerá para la cena.

 

Abro la puerta, los dejo pasar. Nos saludamos con la cabeza. Ella me sonríe, mira a mi padre dormido y me guiña un ojo. En realidad no es un guiño, es otra cosa. Un guiñomurmullo, pienso. Y los pulmones se me llenan de aire y me acerco a mi padre y sin pensármelo le paso la mano por el pelo. Mi padre abre los ojos sorprendido, alarmado. Ella nos mira de nuevo y sonríe. Corre la cortina que separa las dos camas.

 

Nunca me habían guiñomurmurado, le diría. Ella respondería que volverá a hacerlo a la hora de la cena. Miro a mi padre, ha cerrado los ojos. No sé qué siento. Siento que no me salga decirle: Pronto estarás en casa, esto no es nada. Y es que no sé si quiero que vuelva a casa. Y esto que no es nada es la vejez, los últimos días de la jodida vejez. Es curioso que sienta algo por ese otro hombre al otro lado de la cortina y no sienta nada por mi padre.

 

Pobre, me digo sin saber si era un ladrón o si maltrataba a su mujer y a su hija. La bendita presunción de inocencia que nos hace estrechar la mano a cualquier hijo de puta. La bendita ignorancia que mueve el mundo, porque si supiéramos quién es quién cuando nos cruzamos por la calle, las aceras serían campos de batalla.

 

Mi padre no ha sido malo, ha sido lo que ha podido ser, como todos, supongo. No supo ser feliz, no supo hacer feliz a mi madre y, en consecuencia, crió a dos desgraciados, a dos tontos. Al menos a uno. A veces echo de menos haber hablado de todo esto con mi hermano, preguntarle si dejó de ser aquel niño risueño y adulador por la enfermedad de mi madre o porque se dio cuenta antes que yo de que nuestra familia rezumaba tristeza. Tampoco tristeza, la tristeza en ocasiones embellece. Mi madre nunca estuvo más guapa que aquella mañana en que vino al trabajo a entregarme las cucharillas de helado. Su gesto austero esa mañana era dulce. Resignado.

 

Nuestra familia rezumaba decepción, desánimo. Asco. Se abre la puerta bruscamente y entra una mujer con gesto de haber corrido una maratón, aunque no parece sofocada. Qué mal finge, pienso. No saluda, pasa al otro lado de la cortina.

 

Tengo que irme. Cinco minutos y me voy —la oigo decir.

Llevo aquí toda la noche —responde vozdemurmullo, y la imagino señalando la butaca.

Es que tengo un compromiso…

No sé, a ver si puede venir la niña, voy a llamarla.

Emm… Es que precisamente he quedado con ella. Pero si se queda solo tampoco pasa nada, ¿no?

Ella sale. Yo habría dado un portazo. La imagino apoyada en la ventana del pasillo, fumando. Inmediatamente ha llegado un enfermero para decirle que no se puede fumar. Ella le ha apagado el cigarrillo en un ojo. Eso haría yo.

Tengo ganas de correr esta cortina, agarrar la butaca y estampársela en la cara a su hermana. ¿Salgo? Salgo. Ahí está. Apoyada en la ventana del pasillo. No fuma, claro. ¿Me acerco? Me acerco. Esas butacas destrozan la espalda.

¿Cómo?

Las butacas. Terribles.

Sí sonrisamurmullo , tengo la espalda machacada.

Perdone. Las he oído. Pensaba quedarme hasta la noche —miento—, váyase tranquila y descanse, yo voy a estar aquí.

Gracias. -Ojosmurmullo a punto de llorar—. No se preocupe. Mi hermana tiene razón, no pasa nada si se queda solo, ¿qué puede pasarle aquí?, estamos en el mejor sitio donde puede pasarle algo malo a uno, ¿no? lágrimasmurmullo— . Es que él no tendría que estar aquí. Sé que es una tontería, pero ya que no va a morir en su casa no quiero que muera solo.

-Se nota que quiere mucho a su padre.

-Pues no sé si lo quiero, la verdad. No lo sé. Tristezamurmullo —. Estoy tan cansada que ya no sé nada. No me haga mucho caso. Gracias, de verdad me tiende la mano

-. Me llamo Diana.

Mateo.

 

 

No, está claro que no soy de la pirompa, quédate tranquilo, papá, descansa en paz, tu hijo es normal, tu hijo no es más que un pusilánime sin demasiada suerte si es que se puede hablar de suerte entre los pusilánimes. Me casé por comodidad con la vecina. Tendría que haber esperado. ¿Esperado a qué, a llegar a los cincuenta y uno para conocer a una niña de diecisiete con la que tampoco hubiera tenido ningún futuro? ¿Esperar a que te ingresaran para conocer a una mujer que supongo maravillosa? Pero sí, sí que he tenido suerte. Quizá los comentarios de mi padre no eran más que provocaciones para que yo confesara algo de lo que no tenia la menor idea, algo de lo que llegué a dudar.

Ahora no dudo.

Ya lo he dicho, éramos vecinos. No sé por qué se fijaría en mí. Cada vez que salíamos o entrábamos allí estaba, balanceándose junto a la barandilla. Diciendo: Hola. Diciendo: Chao. Y yo pensaba que se lo decía a mi hermano. Quizá era así y se conformó conmigo.

 

Recuerdo que mucho antes de que fuéramos novios me llevó a un bar que le había recomendado una amiga. No es un bar, es un pub, dijo con mucho misterio. El pub se llamaba Rosa, Pub Rosa, y estaba tapizado de moqueta del suelo al techo. Sobre el mostrador había una de esas luces negras que hacen que los dientes se te vean muy blancos y se les transparente el sujetador a las chicas.

 

Olía raro. A humedad, a sudor. Si las botellas de whisky sudaran olerían así, pensé entonces. Tenía una semiplanta con un banco corrido tapizado a juego con las paredes, y algunos cojines. Arriba estaba aún más oscuro. El camarero se parecía a mi padre, a cualquier padre. Sin mediar palabra nos subió un bol de palomitas. Pedimos dos cervezas. Tardó en traerlas. Pensé que era un truco para que las palomitas nos dieran sed y así consumiéramos más.

 

No hablamos mucho. Ella me preguntaba y yo respondía con monosílabos. No sabía bien qué hacíamos allí. Al poco tiempo subió una pareja, se ovillaron en el otro extremo del banco y comenzaron a meterse mano. Creo que ella esperaba justo eso de mi. Cuando acabó su cerveza miró la mía, por la mitad, se levantó y volvimos en silencio a casa.

 

Antes de salir me volví a decir adiós al camarero y vi un pequeño cuadro de una rosa. Una oleada de melancolía me subió desde los talones a la nuca.

No volví a verla junto a la barandilla. Normal, pensé. Pero mi madre dijo que se habían mudado. Al cabo de los años nos encontrarnos por casualidad, me alegré sinceramente de verla y le ofrecí ir a tomar algo. Intenté ser simpático, hasta gracioso. Con suerte, quizá no recordara aquella penosa cita. Tuve ganas de contarle que el nombre del pub se debía a aquella rosa tristísima enmarcada. Tuve ganas de pedirle perdón por no haberla besado, por ser un cenutrio incapaz de nada.

 

Al despedirnos me besó levemente y me dijo que se alegraba mucho de verme. Y nos seguimos viendo y nos hicimos novios tardíos y yo volví a mi naturaleza de cenutrio.

Estoy seguro de que en algún momento de nuestra relación se acordaría del día del Pub Rosa. Aquel día me vio tal y como era. Si me hubiera pasado aquella luz negra por los huesos no me habría visto mejor. Sé que esperaba más de mi, de la vida. «No se puede desmírar a alguien una vez que se te ha caído la venda de los ojos. Tampoco se puede volver de la decepción. Es un exilio para toda la vida», dice Gabriel Noguera en su novela La gente normal. La gente normal, ¿pero quién es normal?

Aun así, se casó conmigo.

Anoche soñé que la papelera que hay junto al buró de mi cuarto estaba llena de papeles mojados. Cuando intentaba sacarlos chorreaban cantidades desproporcionadas de agua. Cerca había una estufa enchufada y debajo comenzaba a formarse un charco. De repente aparecía mi madre, que, cubo en mano, pretendía apagar la estufa como si fuese una hoguera. Yo le gritaba que estaba loca, que es- taba harto de ella, que se fuera para siempre.

Yo creo que algunos muertos, si pudieran, se levantarían a decir: ¿Lo veis?, no era para tanto. Dejadnos morir en paz. ¿Por qué nos cuesta tanto dejar que los muertos se mueran?, ¿que los vivos se mueran?, ¿por qué nos cuesta tanto admitir que hay personas a las que, a pesar de haber disfrutado de la vida, no les compensa y preferirían no haber nacido?

 

No pensaba quedarme. Mi padre duerme toda la noche y las enfermeras se asoman cada dos horas. Para comprobar si sigue respirando. Para saber si se queda una cama libre, supongo. Porque la vocación también se gasta. El gesto de las enfermeras más curtidas lo dice todo. Se les nota hasta en la manera de andar. Seguro que al principio, cuando empezaron a trabajar en el hospital, se sonrojaban al pasar la esponja por aquellos cuerpos desnudos. Todo se gasta.

Este sillón, por ejemplo, ¿cuántas espaldas habrá arruinado? No pensaba quedarme, pero vi entrar a Diana, se asomó tímidamente desde detrás de la cortina, miró a mi padre, me miró a mí y sonrió sin decir nada. Estábamos a media luz. Las habitaciones de hospital nunca se apagan del todo. A pesar de no ser la penumbra cálida de una vela o de una lamparita de esos que llaman restaurantes románticos, me sentí muy a gusto. Quizá fue esa sensación de intimidad la que me hizo preguntarle si estaba bien cuando la oí llorar.

Sí, si, perdona. Estaba riéndome de una cosa que he leído esta tarde —susurraba desde detrás de la cortina.

Así que ahora confundes la risa de una mujer con su llanto. Mal vas Mateo, mal vas.

No sé si será verdad porque es una noticia que he leido en el móvil, pero decía que un tipo, un artista que no vendía un cuadro, desde que ha hecho correr la voz de que las mujeres que pinta no llevan ropa interior vende como churros y los coleccionistas se pelean por su obra. ¿Te lo puedes creer?

Cómo está el mundo, Facundo.

¿Qué?

No, nada —soy imbécil—, es una frase que decía mucho mi padre.

 

Eres un auténtico cenutrio. ¿Ella te cuenta a media luz una noticia divertida, nada que ver con las truculentas noticias de tu padre, y tú le sueltas eso? Mejor duérmete. No, mejor muérete.

 

-Es verdad, el mundo está para bajarse en marcha.

 

Qué amable es, encima me da la razón. Con un topicazo que no le pega nada, sin embargo. No, no me molesta su condescendencia, la agradezco. Al menos esta noche tan extraña, aquí, cada uno a un lado de la cortina. Pienso en un confesionario. El cura sería ella, que escucha mis sandeces y me perdona y hasta me absuelve sin penitencia siquiera. Penitencia es este sillón. Mi espalda ya está cumpliendo condena.

 

Busca la postura. Antes ha colocado la butaca de espaldas a la ventana, entre la cama y la pared. Quizá una almohada a la altura de los riñones, piensa, y mira la bolsa de suero que cuelga junto al cabecero buscando adormecerse con el compás mudo de las gotas. Su padre respira con dificultad.

La enfermera le ha enseñado a usar el aspirador. Antes átele las manos, ha dicho. El ha bajado los ojos para que ella no vea su ira. Una cosa es que odie a mi padre y otra que le ate las manos para que no se defienda. Decide que jamás usará el aspirador, si hace falta le pondrá la mascarilla aunque se le sequen los labios. Ha visto que Diana le pone cacao a su padre.

Mañana te pongo cacao, papá. ¿Qué color prefieres?

No puede evitar reírse.

 

 

 

 

 

 

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