isabel bono: me muero: prólogo
bartleby editores s.l.
2021
prólogo
¿Cómo conseguiremos arrastrar algo de trascendencia a nues-
tras palabras sin caer en la detestable solemnidad? ¿Cómo me-
receremos ser sublimes sin dejar ningún hueco a la afectación?
¿Cómo afrontar las cosas importantes sin ponernos estupen-
dos? ¿Cómo hablar con palabras sencillas de los misterios in-
explicables de todos los días? Y, en el caso de quienes recurren
a eso que se ha llamado la «escritura personal», ¿cómo expo-
nerse sin exhibirse?, ¿cómo utilizar directamente la propia vi-
da sin auto-sobrevalorar la propia experiencia, sin confundirse
con anécdotas triviales o, desde luego, sin ceder a la egolatría?
Un poeta responsable y consciente ha de hacerse esas pre-
guntas, sobre todo en el caso, tan mayoritario, de quienes no
acertamos a encontrar las respuestas instintivamente, y tene-
mos que pasar por la teoría, por el estudio, por las lecturas ex-
haustivas o por la reflexión constante para poder llegar a un re-
sultado literario más o menos aceptable. Y cuánto envidiarnos
a esos poetas corno Isabel Bono, en los que adivinamos una
frescura natural, un desparpajo genuino y realmente espontá-
neo, una «facilidad» siempre «juvenil» para decir de un modo
nuevo y original cosas significativas, brillantes, certeras.
Me parece que en los talleres de poesía nadie desanima a
los alumnos explicándoles algo bastante obvio: tal vez se pue-
de aprender a decir un poco mejor las cosas, pero no se puede
aprender a encontrarlas. Se puede experimentar con técnicas y
con estrofas, se puede ejercitar la métrica o por lo menos el rit-
mo, se puede mejorar notablemente… pero si no se tiene algo
de talento no hay nada que hacer, y lo peor es que ese «quiero
y no puedo» se nota mucho, hay una insatisfactoria melodía,
curiosamente uniforme, que caracteriza a aquellos que se han
esforzado, que se han empeñado, que han caído en ese error
legítimo de «querer ser poeta». Pero la poesía, al menos en cier-
to sentido, debería ser lo contrario del trabajo, igual que ha de
ser lo contrario de un altavoz, e incluso eso de «llegar a ser un
buen poeta» es una expresión sospechosa: se puede tener alti-
bajos, se puede andar más o menos inspirado, se puede vivir
eso que se llama «épocas» o «etapas», se puede seguramente
«crecer» como poeta… pero la naturaleza del poeta ha de venir
de fábrica. Un poeta no se forja, como mucho se afina.
Lo que quiero decir es que la buena poesía es escandalosa-
mente visible, muy fácil de reconocer e identificar, salta a la
vista o al oído, no se puede esconder. Desde que descubrí a ba-
bel Bono, hace ya muchos años, recitando y brillando en una
taberna de Punta Umbría («donde menos se espera, salta la lie-
bre»…), se ha convertido en una de mis poetas favoritas, y creo
de corazón que una buena antología que reuniese cincuenta o
sesenta poemas suyos podría convertirse en un libro que, por
sí solo, devolviese la fe en la poesía a miles de personas, o que
atrajese a muchos nuevos lectores, o que, en fin, demostrase de-
finitivamente hasta dónde es capaz todavía de llegar la literatu-
ra en verso, cuál puede llegar a ser su verdad y su fuerza. Y con
la ventaja decisiva de que, como casi todo lo duradero, es una
poesía construida en voz baja, con enorme sencillez (aunque
sea una sencillez compleja), sin aparente esfuerzo, con espon-
taneidad laboriosa, si se me puede admitir esa paradoja. Pero
es algo bien sabido: cuando se tiene algo que decir, cuando se
tiene una habilidad auténtica para rastrear y expresar cosas re-
almente relevantes, basta, precisamente, con decirlas, con for-
mularlas, sin disfrazar con palabras el vacío. Las palabras, qué
curioso, son el principal enemigo de la poesía: a nadie deberá
extrañar demasiado que en Me muero Bono declare que no le
gusta Pablo Neruda, quien sacrificó un enorme talento natu-
ral en el altar de la supuesta exuberancia del léxico.
Por otro lado, y aunque en la poesía de Isabel Bono hay
verdaderos hitos del humor (probablemente la asignatura más
difícil de la carrera poética: el humor es un amigo muy peli-
groso), especialmente inspirado y perenne en muchos de los
geniales collages de Cahier, no se puede dejar de advertir que
su escritura ha ido perdiendo algo de la alegría interior que la
animaba y elevaba para ir deslizándose cada vez más visible-
mente hacia una abierta pesadumbre. No sólo son los títulos
bastante reveladores al respecto (y no sólo en la poesía: en
2020 se publicó su novela Diario del asco), sino que hay un ve-
lo amargo que, de forma sigilosa pero también decidida, va
desdoblándose y avanzando, como el desierto, a través de sus
libros. Para algunos no es una buena noticia, pero es verdad
que, por una parte, en la poesía de la malagueña siempre con-
vivieron bien trenzados el humor y el dolor, el disfrute de la vi-
da con la conciencia del vacío, los empujones del deseo o el
amor con una trastienda general bastante desengañada, explí-
citamente triste; y, por otra, sucede que en esa ambivalencia no
había contradicción, sino lo contrario: una nueva y acertada
expresión no premeditada de la vida real, de esa mezcla de re-
gocijo privado y pesimismo panorámico o social que, lo sepa-
mos o no, nos mueve a muchos y, curiosamente, nos atornilla
al mundo.
Beckettiana y un tanto nihilista (aunque ella reniegue del
nihilismo de Beckett y del suyo propio), Isabel Bono nos invi-
ta en cada libro suyo a una nueva fiesta. Y no es una fiesta del
abatimiento, sino, ante todo, una fiesta de la sorpresa. En el
hogar de Isabel Bono las fiestas son, digamos, «totalitarias»: allí
se celebra todo, incluso la convicción creciente de que no hay
nada que celebrar. En el jardín, los agradecidos miramos las es-
trellas; dentro, por los sillones, languidecen los invitados más
alicaídos, pero Isabel nos atiende a todos, se preocupa por to-
dos, a todos escucha y a todos nos acaba complaciendo. Aun-
que en la literatura de Bono mucha gente salta por la ventana,
esa obra en marcha es una vivienda hospitalaria, generosa y
«ecuménica» en la que permanecemos satisfechos tanto los
hímnicos como los elegíacos. Y es que en la casa de la buena
literatura siempre hay una chimenea encendida, pero en la ca-
sa de la poesía siempre ha de haber, además, un pozo.
Y un último detalle: cuando una ventana está abierta, es
por algo; cuando una puerta está cerrada, es por algo. También
son cosas que un poeta debe saber.
juan marqués
en madrid, y en cuarentena, mayo de 2020
isabel bono
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