italo calvino

 

cuentos populares italianos

 

vol. I
título original: fiabe italiane
italo calvino, 1956
traducción: carlos gardini

 

34 – el mediohombre

 

venecia

 

 

Una mujer esperaba un niño y tenía antojo de perejil. Tenía por vecina una bruja, una bruja muy famosa, que tenía un huerto lleno de perejil. La puerta del huerto siempre estaba abierta, porque había tanto perejil que quien quisiere podía ir a recogerlo. La mujer que tenía antojo de perejil entró, se puso a comer perejil una hoja tras otra, y come que te come arrasó con la mitad del huerto. Cuando la bruja volvió y vio el huerto a medio pelar, al punto de que ya no quedaba ni una hilera verde, dijo:

—¡Pero bueno…! Se lo quieren comer todo… Mañana me pongo de guardia a ver quién es.

La mujer volvió al día siguiente y se puso a comer el resto del perejil. Cuando terminó de masticar la última plantita, salió la bruja y le dijo:

—¡Eh…! ¿Eres tú la que se ha comido todo el perejil?

La mujer se asustó:

—Déjeme ir, por caridad, espero un niño…

—De acuerdo —dijo la bruja—, te dejo, pero el niño o la niña que tengas, al cumplir siete años, será mitad para ti y mitad para mí.

Y la mujer, espantada, le dijo que sí con tal de poder irse.

Tuvo un hijo varón. Este creció, cumplió seis años, y un día, cuando pasaba ante la casa de la bruja, ella lo vio y le dijo:

—Oye, recuérdale a tu madre que sólo falta un año.

El niño fue a casa y dijo:

—Mamá, me dijo una vieja que sólo falta un año.

—Y tú —le dijo la madre—, si vuelve a decírtelo, dile que está loca.

Al niño le faltaban tres meses para cumplir los siete años y la bruja le dijo:

—Dile a tu madre que sólo faltan tres meses.

—¡Señora, usted está loca! —le dijo el niño.

—¡Sí, sí, ya veremos si estoy loca! —repuso la vieja.

A los tres meses coge al niño en la calle y se lo lleva a su casa. Lo tiende sobre una mesa y lo corta a lo largo en dos mitades con un cuchillo, dejándole así media cabeza y medio cuerpo de cada lado.

A una de estas mitades le dijo:

—Tú vete a casa.

Y a la otra:

—Tú quédate conmigo.

Una mitad se queda y la otra se va a casa. Se va a casa y le dice a la madre:

—¿Has visto, mamá, lo que me ha hecho esa vieja? ¡Y tú decías que estaba loca!

Y la madre dejó caer los brazos sin decir palabra.

El medio muchacho se hizo grande y no sabía qué oficio elegir: decidió hacerse pescador. Un día va a pescar anguilas y captura una anguila del mismo tamaño que él. La saca del agua y la anguila le dice:

—Déjame en libertad y volverás a pescarme.

Él la devuelve al agua, vuelve a arrojar la red y la saca llena de anguilas. Volvió con la barca colmada de anguilas por todas partes y ganó una bolsa de monedas.

Al día siguiente volvió a pescar la anguila grande, que le dijo:

—Déjame en libertad, que por amor de la anguilita, todo lo que quieras se cumplirá.

Y él la dejó ir sin demora.

Un día, cuando iba a pescar como de costumbre, pasó ante el palacio del Rey. En el balcón estaba la hija del Rey con sus damiselas. La hija del Rey vio a este hombre, con media cabeza, medio cuerpo y una sola pierna y se echó a reír.

Él levanta el ojo hacia ella y le dice:

—Ah, te ríes de mí… Entonces, por amor de la anguilita, que la hija del Rey tenga un hijo mío.

Al poco tiempo, la hija del Rey esperaba un niño y los padres lo advirtieron.

—¿Pero qué historia es ésta? —le preguntaron.

—Pues yo no sé nada —dice la muchacha.

—¿Cómo que no sabes nada? ¿Quién es el padre?

—De veras que no lo sé, no sé nada.

Y pese a todas las preguntas de los padres, que le pedían que hablase, pues la perdonaban, ella seguía diciendo que no sabía. Entonces comenzaron a maltratarla, a humillarla, y ella no conocía el sosiego.

Nació el niño, un hermoso varoncito, pero los padres lloraban por la deshonra de tener en su casa un hijo de padre desconocido y llamaron a un Mago para que él adivinase quién era.

—Esperemos a que el niño tenga un año —dijo el Mago.

Y cuando cumplió un año, el Mago dijo:

—Es necesario dar una mesa franca a todos los señores de la ciudad, y cuando los señores estén en la sala, es necesario pasear al niño con una manzana de oro y una manzana de plata. La manzana de oro se la dará al padre, y la manzana de plata se la dará al abuelo.

El Rey hizo publicar los bandos y ordenó preparar una sala rodeada de sillones. Cuando todos los señores de la ciudad estuvieron sentados en los sillones, hizo llamar a la nodriza con el niño en brazos y le puso una manzana en cada mano.

—Esta es para tu padre y ésta para tu abuelo.

La nodriza da la vuelta por la sala, regresa ante el Rey y el niño le da la manzana de plata.

—Ya sé que soy tu abuelo —dice el Rey—, pero quiero saber quién es tu padre.

Pero el niño daba vueltas y vueltas sin darle a nadie la manzana de oro.

Llamaron al Mago una vez más.

—Ahora —dijo el Mago—, ofreced una mesa franca a todos los pobres de la ciudad.

“Y el Rey hizo publicar los bandos.

Cuando el Mediohombre se enteró de que en el palacio ofrecían una mesa franca para todos los pobres, le dijo a su madre:

—Prepárame mi media camisa, mi media chaqueta, mi pantalón, mi zapatilla y mi medio sombrero, que el Rey acaba de invitarme.

Todo el salón estaba colmado de miserables, pescadores, mendigos. El Rey había hecho colocar bancos en todas partes. La nodriza comenzó a dar vueltas con el niño y el niño tenía la manzana de oro en la mano.

Y seguía dando vueltas. En cuanto el niño vio al Mediohombre, sonrió, le echó los brazos al cuello y dijo:

—¡Papá, toma esta manzana!

Y estallaron risas en todos los bancos.

—¡Eh! ¡Mirad de quién se enamoró la hija del Rey!

Sólo el Rey fue capaz de conservar la calma.

—Entonces —dijo—, sea éste el esposo de mi hija.

Y pronto se celebraron las bodas. Los novios salieron de la iglesia pensando que los aguardaba una carroza. Los aguardaba, en cambio, un tonel, un gran tonel vacío: el Mediohombre, su esposa y el niño fueron obligados a entrar y encerrados en el tonel. Luego el tonel fue arrojado al mar.

El mar estaba borrascoso y el tonel desaparecía y reaparecía entre las olas. Al fin dejaron de verlo, y todos dijeron, en el palacio del Rey, que ya se había hundido.

Sin embargo, flotaba. Y en su interior el Mediohombre, al ver que la hija del Rey se moría de miedo, le dijo:

—Esposa mía, ¿quieres que haga enfilar el tonel hacia una playa?

Y dicho y hecho, por amor de la anguilita, el tonel se encontró en tierra firme, en una playa. El Mediohombre lo desfondó y salieron los tres. Era hora de comer, y por amor de la anguilita apareció una mesa servida para tres, llena de manjares y bebidas. Una vez que comieron y bebieron como corresponde, el Mediohombre dijo:

—Esposa mía, ¿estás contenta de mí?

—Más contenta estaría —dijo ella—, si en vez de medio fueras entero.

Entonces él se dijo para sí: «Por amor de la anguilita, que yo esté entero y sea más buen mozo que antes», y en el acto se convirtió en un bellísimo joven, entero y vestido de gran señor.

—¿Estás contenta?

—Como contenta estoy contenta, pero más lo estaría si en vez de estar en una playa desierta estuviéramos en un hermoso palacio.

Y él, para sí: «Por amor de la anguilita, que podamos encontrarnos en un hermoso palacio con dos manzanos, uno a cada lado, uno que dé manzanas de oro y otro que dé manzanas de plata, y que haya camareros, mayordomos, damiselas y todo lo que hace falta en un palacio».

Apenas lo pensó, se hizo todo: palacio, manzanos, mayordomos.

A los pocos días, el Mediohombre que ya no era medio sino entero, ofreció una mesa franca para todos los Reyes y Reinas de la vecindad, y acudió también el padre de su esposa. El Mediohombre, que los recibía al entrar, les dijo:

—Sólo una cosa os recomiendo: que no toquéis esas manzanas de oro ni esas manzanas de plata. Pobre de aquel que las toque.

—No temáis, no temáis —dijeron los invitados—. Tendremos las manos quietas.

Se ponen a comer y beber, y el Mediohombre se dice para sí: «Por amor de la anguilita, que una manzana de oro y una manzana de plata se introduzcan en los bolsillos de mi suegro».

Después del almuerzo, conduce a los huéspedes a pasear por el jardín y nota que faltan dos manzanas.

—¿Quién ha sido? —pregunta.

Todos los Reyes dicen:

—Yo no. Yo no he tocado nada.

—Os había advertido —dice el Mediohombre— que no tocarais esas manzanas. Ahora tendré que registrar a Vuestras Majestades.

Y comenzó a registrarlos, Rey por Rey y Reina por Reina. Ninguno tenía las manzanas. Al fin le tocó el turno al suegro, y allí estaban las manzanas, una en cada bolsillo.

—¡Habéis visto! ¡Nadie ha tenido el coraje de tocar nada y vos solo me habéis robado dos! ¡Ahora tendréis que véroslas conmigo!

—Pero yo no sé nada… —insistía el Rey—. No sé cómo ocurrió… ¡Yo no las cogí, puedo jurarlo!

—¿De modo que, con todas las pruebas en contra —dijo el Mediohombre—, insistís en que sois inocente?

—Sí —dijo el Rey.

—Pues bien, , así como sois inocente vos, era inocente vuestra hija, y lo justo es que haga con vos lo que hicisteis con ella.

En ese momento se presentó la esposa.

—Jamás se diga que mi padre sufrió por mi causa; aunque él haya recurrido a la crueldad, sigue siendo mi padre y solicito gracia para él. Y el Mediohombre, movido a compasión, le concedió la gracia. El Rey, feliz de haber reencontrado a la hija que creía muerta y de saber que era inocente, los llevó a todos consigo a su palacio, y allí vivieron juntos en la paz y en la abundancia, y todavía deben estar allí si no se han muerto.

 

 

fiabe italiane raccolte e trascritte da italo calvino

 

 

 

gli struzzi 1956

giulio einaudi editore s.p.a.

torino prima edizione negli «struzzi», 1971

 

 

34 – il dimezzato

 

venezia

 

 

Una donna aspettava un bambino, e aveva voglia di prezzemolo. Vicino a lei stava una strega, una strega famosa, e aveva un orto tutto di prezzemolo. La porta dell’orto era sempre aperta perché di prezzemolo ce n’era tanto, che chi voleva poteva anche prenderselo. La donna che aveva voglia di prezzemolo entrò, si mise a mangiare prezzemolo foglia a foglia, e mangia che ti mangia, finì per far piazza pulita di mezzo orto. Quando la strega tornò e vide l’orto per metà pelato che non c’era più neanche un filo verde, disse:

– Ieh!… Tutto me lo vogliono mangiare… Domani starò di guardia a vedere chi viene.
Torna la donna l’indomani, e si mette a mangiare il resto del prezzemolo. Aveva appena finito di brucare l’ultima piantina, che saltò fuori la strega e disse:

– Ieh!… Sei tu che m’hai mangiato tutto il prezzemolo?
La donna si spaventò:

– Per carità, mi lasci andare, aspetto un bambino…
– Sì che ti lascio andare, – disse la strega, – basta che il bambino o la bambina che ti nascerà, quando avrà sette anni, sia mezzo per te e mezzo per me.
E la donna, spaventata, gli disse di sì, pur di poter scappare via.
Le nacque un figlio maschio. Cresce, compie i sei anni, e un giorno, passando dalla strada della strega, questa lo vede e gli dice:

– Di’, ricorda a tua madre che ci manca un anno.
Il bambino andò a casa e disse:

– Mamma, m’ha detto una vecchia che ci manca un anno.
– E tu, gli disse, se lo torna a dire, dille così che è matta.
Al bambino mancavano tre mesi a compiere i sette anni e la strega gli disse:

-Dille a tua madre che ci manca tre mesi.
E lui: – Cara lei, lei è matta!
E la vecchia: – Sì, sì, vedremo se son matta!
Dopo tre mesi la vecchia prende il bambino per strada e se lo porta a casa. Lo stende su una tavola, e con un coltello lo taglia in due metà per il lungo, mezza testa e mezzo corpo.
A uno di questi mezzi disse:

– Tu va’ a casa,

e all’altro mezzo disse:

– Tu resta con me.
Un mezzo resta e l’altro mezzo va a casa. Va a casa e dice a sua madre:

– Hai visto mamma, cosa mi ha fatto, quella vecchia? E tu dicevi che era matta!

– E la mamma dovette aprir le braccia e star zitta.

Questo mezzo ragazzo viene grande e non sapeva che mestiere fare: decide di fare il pescatore. Un giorno va a pescare all’anguillaia e prende un’anguilla lunga quanto lui. La tira su e l’anguilla gli dice:

– Lasciami andare che tornerai a pescarmi -.

Lui la ributta in acqua, butta ancora la rete e la tira su piena d’anguille. Tornò con la barca che traboccava d’anguille da tutte le parti e guadagnò un sacco di quattrini.

Il giorno dopo, ripescò ancora quell’anguilla grande, che gli dice:

– Lasciami andare, che per l’amor dell’anguillina, qualunque cosa vorrai, sarà fatto,

– e lui subito la lasciò.
Un giorno, andando come al solito a pescare, passò davanti al palazzo del Re. C’era la figlia del Re al balcone con le damigelle. La figlia del Re vede quest’uomo con mezza testa, mezzo corpo e una gamba sola e scoppia a ridere.

Lui alza l’occhio verso di lei e le dice:

– Ah, tu ridi… E allora, per l’amor dell’anguillina, la figlia del Re abbia un figlio da me.
Dopo un po’ la figlia del Re si mise ad aspettare un bambino e i genitori se ne accorsero.

– Ma com’è questa storia? – le chiesero.
– Mah, io non ne so niente, – dice la ragazza.
– Come? Non ne sai niente? Chi è il padre?
– Davvero, non lo so, non so niente, – e nonostante tutte le richieste dei genitori, che le dicevano che parlasse pure, ché la perdonavano, lei continuava a dire di non sapere nulla. Allora cominciarono a maltrattarla, ad avvilirla, e lei non sapeva darsi pace.
Nacque il bambino, un bellissimo figlio maschio, ma i genitori piangevano per il disonore d’avere in casa un bambino senza padre e chiamarono un Mago perché l’indovinasse lui. Il Mago disse:

– Aspettiamo che il bambino abbia un anno.
Quando ebbe un anno,

– Bisogna, – disse il Mago, – far corte bandita di tutti i signori della città, e quando i signori saranno in sala, bisogna che sia portato intorno questo bambino con una mela d’oro e una mela d’argento. La mela d’oro la darà a suo padre e la mela d’argento la darà a suo nonno.
Il Re mandò fuori i manifesti e fece preparare una gran sala con tanti seggioloni intorno. Quando tutti i signori della città furon seduti sui seggioloni, fece chiamare la balia col bambino in braccio e gli diede le due mele in mano.

– Questa è per tuo padre, e questa per tuo nonno.
La balia gira intorno alla sala, ritorna davanti al Re e il bambino gli dà la mela d’argento.
– Che sono tuo nonno lo so, purtroppo, – dice il Re, – ma voglio sapere chi è tuo padre.
Ma il bambino girava, girava, e la mela d’oro non la dava a nessuno.
Fu richiamato il Mago.

– Adesso, – disse il Mago, – faccia corte bandita di tutti i poveri della città, – e il Re mandò fuori il manifesto.
Quando il Mezzo sentì che a palazzo c’era corte bandita di tutti i poveri, disse a sua madre:

-Preparami la mia mezza camicia, la mia mezza giacchetta, il mio pantalone, la mia scarpetta e la mia mezza berretta ché sono invitato dal Re.
Tutto il salone era pieno di poveracci, pescatori, mendicanti. Intorno il Re aveva fatto mettere delle panche. La balia col bambino cominciò a girare intorno e il bambino aveva la mela d’oro in mano.

– Su bello, – gli diceva la balia, – dàlla al tuo papà, – e girava intorno. Appena il bambino vide il Mezzo, si mise a sorridere, gli buttò le braccia al collo, e disse:

– Papà, piglia questa mela!
E dalle panche intorno tutti i poveri scoppiarono in una risata:

– Iiieeeh! Di chi s’è innamorata la figlia del Re!
In mezzo a tutti, solo il Re conservò la calma.

– Dunque, – disse, – questo sia lo sposo di mia figlia!
E le nozze furono tosto celebrate. Gli sposi uscirono di chiesa e credevano che ad aspettarli ci fosse una carrozza. C’era una botte invece, una gran botte vuota: il Mezzo, la sua sposa e il bambino ci furono fatti entrare e chiusi dentro, e poi la botte fu gettata in mare.
Il mare era in burrasca, e la botte scompariva e riappariva tra le onde, finché non si vide più, e tutti dal palazzo del Re dissero che era andata a fondo.
Galleggiava, invece. E là dentro il Mezzo, sentendo che la figlia del Re moriva di paura, le disse:

– Sposa, vuoi che faccia approdare la botte su una spiaggia?
E la sposa con un fil di voce: – Se sei capace, sì.
Detto fatto, per l’amor dell’anguillina, la botte si trovò in secco su una spiaggia. Il Mezzo ruppe il fondo e tutti e tre vennero fuori. Era ora di desinare, e per l’amor dell’anguillina apparve una tavola apparecchiata per tre, piena di pietanze e di bevande. Dopo che ebbero ben mangiato e ben bevuto, il Mezzo disse:

– Sei contenta di me, sposa?
– Sarei contenta ancor di più, – disse lei, – se invece di mezzo, tu fossi intero.
Allora lui disse tra sé: «Per l’amor dell’anguillina, ch’io venga intero e più bello di prima», e sul momento diventò un bellissimo giovane, tutto intero, e vestito da gran signore.

– Sei contenta?
– Sì, contenta son contenta, ma lo sarei ancor di più se invece che su una spiaggia deserta, fossimo in un bel palazzo.
E lui, tra sé: «Per l’amor dell’anguillina, che noi possiamo trovarci in un bel palazzo con due alberi di melo, uno per parte, uno che faccia le mele d’oro e uno le mele d’argento, e ci siano camerieri, maggiordomi, damigelle e tutto quello di cui c’è bisogno in un palazzo».
Aveva appena pensato quello che ci fu tutto, palazzo, mele, maggiordomi. Dopo pochi giorni, il Mezzo che non era più mezzo ma intero, fece corte bandita di tutti i Re e le Regine dei dintorni, e venne anche il padre della sposa. Il Mezzo, ricevendoli sulla porta, disse loro:

– Vi raccomando una sola cosa, di non toccare quelle mele d’oro e quelle mele d’argento: guai a chi gli capitasse di toccarle.
– Stia tranquillo, stia tranquillo, – dissero gli invitati. – Terremo le mani a posto.
Si mettono a mangiare e a bere, e intanto il Mezzo dice tra sé: «Per l’amor dell’anguillina, che una mela d’oro e una mela d’argento vadano nelle tasche di mio suocero».
Dopo pranzo, conduce gli ospiti a passeggio in giardino e vede che mancano due mele.

– Chi è stato? – chiede.
Tutti quei Re dicono:

– Io no. Io non ho toccato niente.
Il Mezzo dice:

– V’avevo avvertito prima che quelle mele non volevo che fossero toccate. Ora mi tocca passare la visita alle loro Maestà.
E cominciò a frugare, Re per Re e Regina per Regina. Nessuno aveva mele addosso. Alla fine toccò al suocero, e gli trovò le due mele. Una per tasca.

– Hai visto! Tra tutti, nessuno ha avuto il coraggio di toccare niente e solo lei me ne ha rubato due! Adesso avrà da fare con me!
– Ma io non so niente… – s’affannava a dire il Re. – Io non so come sia… io non le ho prese, posso giurarlo!
E il Mezzo:

– Così, con tutte le prove contro, vorrebbe dire d’essere innocente?
E il Re: – Sì.
– Allora, com’è innocente lei, era innocente sua figlia, ed è giusto che quel che ha fatto di sua figlia faccia io di lei.
In quel momento si presentò la sposa.

– Non sia mai detto, – fece, – che per causa mia mio padre abbia a soffrire; se pure lui m’ha usato crudeltà, è tuttavia sempre mio padre e domando grazia per lui. E il Mezzo, mosso a compassione, gli fece grazia. Il Re, contento d’aver ritrovato sua figlia che credeva morta, e d’aver saputo ch’era innocente, li condusse tutti con sé al suo palazzo e là vissero sempre assieme in buona pace e carità, e se non son morti saranno ancora là.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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