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jesús quintero y antonio gala
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13 noches
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1999
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A Joana Bonet Camprubi
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noche PRIMERA: el amor
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—Es decir; primero me gustas…
—Luego te quiero y, por fin, te amo.
—Y, cuando pasa el tiempo, al revés: te amo; en realidad, te quiero: pensándolo bien, te estimo bastante, que dicen Les Luthiers…
—Y luego: vete a la calle inmediatamente con tu madre… No, eso no es así.
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Creo que una de las primeras veces que vi airado a Antonio Gala fue cuando le pregunté si tenía sida. «Por si tiene intereses personales —me respondió—, le puedo asegurar que no tengo sida y que, además, tengo grandes esperanzas en el sida». Luego me contó que hacía unos días que le habían tenido que hacer un análisis de sangre (por razones de una posible artritis, que resultó que no lo era) y que había aprovechado la ocasión para pedir que le analizaran el VIH, o virus de inmunodeficiencia adquirida. Se había olvidado ya del tema cuando lo llamó el analista para decirle que todo estaba bien y que, por descontado, el VIH había dado negativo. Me contaba Gala que formó un escándalo espantoso. Aquel «por descontado» lo irritó de verdad: «¡Cómo por descontado! ¿No puedo yo ser promiscuo, no puedo ser drogadicto, no puedo tener toda clase de contactos?…». Aquel «por descontado» era, para Gala, como si lo tachasen de la vida. Unos momentos más tarde, íbamos a sentarnos frente a una cámara para hablar del amor, y yo temía que la pregunta hubiese enturbiado el clima, que Antonio se mostrase reservado o a la defensiva, pero no fue así. Estuvo especialmente cálido, ingenioso y, como siempre, brillante.
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—¿De qué nace?
—De todo.
—¿Qué busca?
—Todo.
—¿Qué promete?
—Todo.
—¿Qué da?
—Todo.
—Habla usted como si estuviese enamorado.
—Yo siempre he estado enamorado. Me parece que no se puede dejar de estarlo. De una cosa o de otra, de una persona o de otra, de una idea o de otra. Pero el amor, de verdad, es lo que mueve el mundo. Sin él, el mundo se detiene.
—¿Pero qué es el amor?
—Hay muchas definiciones del amor. Diré una, por ejemplo: es el deseo de unión total.
—Dijo Cernuda, refiriéndose al amor, «este inútil trabajo de quererte que tú no necesitas». ¿Puede ser el amor un trabajo?
—Para mí, y para el viejo padre Shakespeare, es un trabajo: trabajos de amor perdidos. Es un trabajo que consiste en ayudar a que una persona se cumpla y se realice, y que al mismo tiempo nos ayuda a nosotros a cumplirnos y realizarnos.
—Le preguntaba antes que de qué nace, y me respondía que de todo. Pero ¿cómo nace? ¿Qué es el flechazo?
—Me gustaría contar un poco el proceso del amor, aunque no todo el mundo lo realiza completo. Hay gente que se para en el primer descansillo y gente que se para en el segundo y gente que llega al tercero. El flechazo es como si tuviésemos todo el mundo por delante. Una persona da un paso al frente, se le ilumina la frente o suena un timbre de alarma, y nos fijamos, nos interesamos en esa persona. Ahí no interviene la voluntad. El flechazo es un puro impulso, es casi un empujón. El verbo que yo aplicaría a ese suceso es el de gustar. Pero eso puede suceder en la calle… Entramos en la casa, a otro lugar, que es ya un dormitorio. Se produce el enamoramiento, que es la segunda fase, y ahí interviene la voluntad como sentimiento, una voluntad un poco maniatada, un poco amordazada, porque el ser está alterado, es decir, hecho otro; está enajenado, es decir, vendido. Y se produce otra subida a la casa común que es el verdadero amor, el estado de amor, que es como un cuarto de estar en que ya la voluntad interviene de una manera decidida, Ubre. Y aparece la convivencia, ese trabajo del que hablábamos antes. Hay quien sube toda la escalera y hay quien se queda en un rellano o en otro. Pero me parece que ése es el proceso para empezar a hablar.
—Es decir, primero me gustas…
—Luego te quiero y, por fin, te amo.
—Y, cuando pasa el tiempo, al revés: te amo; en realidad, te quiero: pensándolo bien, te estimo bastante, que dicen Les Luthiers…
—Y luego: vete a la calle inmediatamente con tu madre… No, eso no es así.
—Pero si ya no hay deseo… Porque el amor es deseo, ¿no?
—El amor es siempre un deseo; pero el deseo, si no es un deseo amoroso, es un simple deseo: como el de beber agua. El amor es el deseo de unirse a otra persona y de unirse probablemente para siempre. El amor es la fusión y, por tanto, la fusión no puede ir si no es precedida del deseo de fusión, de esa confusión de fundirse con la otra persona, de hacerse una con la otra persona. «Seréis dos en la misma carne», dice el Génesis. Siguen siendo dos, pero ya son uno. No sólo es el yo y el tú, sino el nosotros.
—¿No tiene la sensación de que la mayoría de las personas no llegan tan lejos ni tan hondo, de que se marchan de este mundo sin haber conocido profundamente el amor?
—Sí. También hay gente que se marcha sin haber probado el caviar, y hay gente que prueba el caviar y no le gusta. Eso no tiene nada que ver. El amor no es ir a la guerra, no es una obligación. El amor es un don fortuito que aprovechamos o no.
—¿Cómo anda usted de amor?
—Yo no ando. Estoy absolutamente plantado como un pino. Me coge usted en el peor momento. Por eso hablo, porque el amor no se dice, se hace. Cuando se dice, malo.
—Si no le importa, antes de seguir hablando del amor en abstracto, me gustaría hacerle unas preguntas personales para concretar el tema.
—¡Vaya por Dios!
—¿Cuántas cosas ha hecho y cuántas ha dejado de hacer por amor?
—Le voy a ser sincero: todo lo que he hecho y todo lo que he dejado de hacer, ha sido por amor.
—¿Prefiere el amor a oscuras o con luz?
—Cuando lo hacía, lo hacía siempre con una vela… o con dos.
—¿Perdona y olvida?
—En general, siempre he preferido no poner demasiada atención, para no tener ni que olvidar ni que perdonar.
—¿Cuando está enamorado se le nota mucho?
—Sí, no hay quien me aguante, ni yo.
—¿Pone más empeño en el trabajo que en el amor?
—Para mí es lo mismo.
—¿Ha vivido muchas lunas de miel?
—Tres… Bueno, cuatro. Pero la cuarta fue una falsa alarma: una luna menguante.
—¿Ha participado en alguna orgía?
—Sí, pero pequeñita, ¿eh?
—¿Hay en su vida algún amor imposible?
—Por supuesto que sí. Casi en todas las vidas hay un amor imposible, o debe haberlo.
—¿Ha amado a alguien más que a sí mismo?
—Sí, sí… Fue un desastre.
—¿Le ha hecho algún mal amor odiar la vida?
—Odiarla no, pero me la ha ensombrecido.
—¿Ha deseado matar a alguien en un ataque de celos?
—He estado a punto de que me mataran en un ataque de celos.
—¿En la variedad está el gusto?
—Seguramente usted, a esa pregunta tan personal, respondería que sí. Pues yo le digo, amigo Quintero, que la variedad se puede, dentro de la mismidad (como diría Ortega), evocar. Porque no hay ningún gesto, ningún olor, ninguna mirada, ninguna luz igual para la misma pareja.
—Cuando el amor se olvida, ¿adónde va?
—Podría decirle: pues va donde el ruiseñor cuando se acaba mayo, pero no es verdad. Los que nos vamos somos nosotros, no el amor. Y nos vamos absolutamente heridos, con nuestro propio cadáver a cuestas.
—¿Es dolor?
—Sí.
—¿Es entrega?
—Sí.
—¿Es sacrificio?
—Sí. El amor es la baraja entera, querido Quintero. La baraja entera.
—Es traición, es derrota, es conquista… ¡Vamos!, una guerra.
—Ojalá todas las guerras fuesen de amor. Mi paisano Góngora decía: «A batallas de amor, campos de pluma». Se refería a la cama, el muy sinvergüenza. El amor es una guerra en la que todos salen ganando algo de botín. Hay víctimas, hay vencidos, hay vencedores, pero todos ganan. Yo soy autor de teatro, no puedo negarlo. Entonces creo que el amor es como una comedia, bien o mal escrita, y todos nacemos con los papeles repartidos. Todos, al nacer, traemos debajo del brazo el papel de protagonista o de antagonista, el papel de amante o el papel de amado. No de una manera rígida. El amante también se siente correspondido y el amado también corresponde. Pero esencialmente cada uno ya sabe, al nacer, cuál es su papel. Tiene que aprenderlo con certidumbre, tiene que asegurarse. Por supuesto que ese amante y ese amado luchan por el protagonismo de la comedia. Pero cada uno sabe cuál es su papel en esa batalla incruenta, en esa hermosa batalla fingida tantas veces, del amor.
—¿Es un tópico entonces lo de víctima y verdugo?
—Un poco tópico, sí. Se dice: víctima, verdugo, Dios, idólatra… El amante tiene mejor prensa que el amado. El amante siempre dice: «Caramba, apostar la vida entera, que pongo yo en el tapete verde, contra tres duros que pone el amado, siempre es perder. Porque ¿qué es ganar tres duros a riesgo de perder la vida?». Sí, pero es que el amante gana tres duros cada tres minutos. Llega un momento en que esa buena prensa hay que cuestionarla, porque el que está pendiente del amante es el amado. El amado es irremisible. Realmente, el amante se satisface con el amor conseguido y, a veces, de pronto, vuelve la cara hacia otra cosa y el amado se queda sin la luz, porque recibe la luz a través del amante. Yo estoy ahora muy de parte del amado: se le ha hecho injusticia. El amante, cuando se va, recoge toda la parafernalia con que había adornado al amado: las velas rizadas, las joyas, los mantos bordados, como una virgen sevillana, se lo lleva todo y se lo pone a otra imagen. Y se queda absolutamente desvalido el amado. Yo estoy con los perdedores y me parece que el amado puede ser el más perdedor en el amor.
—¿Por qué se desea con tanta pasión poseer, y a ser posible en exclusiva, lo que se ama?
—Eso va implícito en el amor. El amor es ese deseo de posesión en exclusiva. Es el don del mundo para el amante. El mundo se va a circunscribir ya a unos ojos, a una boca, a una frente, a unas manos, a un cuerpo y a una alma. Todo el mundo va a ser, de momento, del amante y el amante es natural que lo quiera para él, del todo y para siempre.
—Y de ahí los celos, ¿no?, el miedo a que alguien pueda tener acceso a ese mundo que queremos sólo para nosotros.
—A mí las palabras en plural que no son comprensibles, como las tijeras, las narices o los pantalones, siempre me dan mucho temor: los celos, las ansias, las moradas, las canutas, las calores… Me dan temor porque no sé ahí qué amenaza hay. En cualquier caso, los celos al amor le sientan bien. Son como lunarcillos que se ponen a la cara del amor y que lo agracian. Es natural que se sienta siempre una inseguridad, que se sienta siempre un temor, un temblor, porque aquello pueda desaparecer, porque le vayan a dar a uno sentencia de cruz cuando llegue la mañana.
—¿Los celos, por tanto, tienen siempre motivos?
—Nunca. Cuando tienen motivos se llaman cuernos.
—¿Usted comprende que se muera y que se mate por amor?
—No siempre se mata por celos, se mata porque el amor ha desaparecido, porque el amante está rodeado de escombros, porque se le ha venido su casa y su mundo encima y, además, tiene delante a la persona causante o pretexto de toda esa tragedia, de esa catástrofe, de ese enorme cataclismo. La tiene allí y entonces reacciona como en un gesto de defensa, como se parpadea, como uno se corta la pierna gangrenada o se extirpa la vesícula, y mata. Y de eso nosotros sólo sabemos el número de puñaladas que ha dado el criminal apasionado. Eso es muy triste. Yo, en cierta forma, comprendo los crímenes pasionales. Hay dos que no comprendo, que son los más españoles: aquel que mata por amor propio, que me parece simplemente un asesino, y aquel que mata por honor, que me parece una venganza extraordinariamente ruin que llena todo nuestro teatro clásico. A ésos no los quiero.
—Pero ¿no le parece que la fidelidad, la entrega total a una sola persona es algo contra natura, algo que cuesta?
—La fidelidad no es nada costosa. Uno tiene lo que tiene y lo disfruta, lo posee, lo acaricia, lo abraza. No va a mirar para otro lado. Está pleno en eso, porque el amor es la búsqueda de la plenitud. ¿Por qué va a ser infiel? Cuando empieza la infidelidad es que empieza quizá la cuesta abajo del amor; una cuesta abajo que se inicia, probablemente, antes de lo que creemos. Decimos: de la noche a la mañana el amor se terminó. No. Empezó a terminarse mucho antes: con una mala palabra, con un mal gesto, con un silencio, con una tensión no justificada, con una mentirilla. La fatalidad tiene un largo trayecto antes de aparecer deslumbrante y quemante.
—¿La infidelidad a quién ofende: al orgullo o al amor?
—Al amor, por supuesto. No hay que ser orgulloso en el amor. Estamos pie a tierra. Yo no estoy hablando del amor romántico de palidez y ojo en blanco. Hablo de un amor verdadero, de un amor de carne y sangre. Yo no hablo de ángeles y de cisnes andando por la calle (que además andan fatal, porque el cisne es cosa del agua y el ángel es cosa del aire, y entonces se pisotean las alas y se trabucan y se caen). Hablo de un amor que tiene los pies en la tierra y la cabeza probablemente dándole con la frente a las estrellas. Pero es un amor de verdad del que yo hablo. Y ese amor es, por naturaleza, bastante fiel. No quiero decir que el hombre sea monógamo, pero tampoco que sea promiscuo; por lo menos, en esta era de la cultura en que estamos viviendo. El hombre digamos que es monógamo sucesivo y no es antinatural la monogamia. He conocido loritos verdes en el lago de Canaima, en Venezuela, que se suicidan cuando se les arrebata la pareja. Y las tórtolas… ¿Qué me dice usted de las tórtolas?
—¿Usted le exige fidelidad al ser humano?
—¡Por quién me ha tomado usted! ¡Naturalmente que sí! Yo no soy moderno.
—Pero hay quien quiere y no puede, señor Gala.
—Quien quiere y no puede ¿qué?
—Ser fiel.
—¡Bueno!, déjese usted de sandeces. No estará del todo enamorado. Porque el que ha entrado en un paraíso, en ese paraíso bipersonal y absolutamente maravilloso, ¿cómo quiere que salga para experimentar lo que hay fuera del paraíso? Eso es una insensatez.
—Lo cierto es que el desierto es muy largo para recorrerlo con una sola cabalgadura.
—Pues sí que me pone usted una buena metáfora: el desierto. No sé a cuánta gente se va a encontrar usted en el desierto.
—Yo no termino de comprender esa entrega tan absoluta a una sola persona. No me parece natural.
—Haga usted lo que quiera. Mi opinión es ésta, y espero que lo sea también de la mayor parte de nuestros semejantes, aunque incurran en la infidelidad, que eso es muy distinto. Porque una cosa es predicar y otra dar trigo. A mí me molesta que se engañe en el amor. Me molesta, porque eso quiere decir una ocultación de la verdad, y la verdad hay que decirla con todas sus consecuencias. Creo que la verdad es imprescindible porque, si no, empezamos a ser otros y ya no somos los mismos de la pareja. Empieza la pareja a multiplicarse de una manera subrepticia y extraña, empezamos a falsearnos, y ése es el principio del fin del amor.
—Pero la verdad es un tigre, señor Gala.
—El amor también es un tigre, señor Quintero. Estamos hablando de tigres; estamos hablando de sentimientos espléndidos; estamos hablando de lo único que justifica la existencia del hombre.
—Cuando se dice todo, se puede volver en contra.
—¿Pero hay mayor intimidad que la de entrar en el cuerpo que se ama o la de dejar pasar al cuerpo que se ama? ¿Hay una mayor, tremenda, física e incontrastable intimidad? ¿Por qué no tener también esa intimidad racional, esa intimidad cordial de decirse la verdad? A una persona que conoce nuestros defectos físicos, nuestros jadeos, nuestros «gatillazos», nuestra pobreza, ¿qué más da confesarle una pobreza más?
—¿El adulterio no le parece emocionante?
—El adulterio me parece sencillamente fuera de lugar. ¿Por qué razón si a usted le gusta más otra mujer u otro hombre que la que o el que tiene, no deja usted a la que o al que tiene y se va con la otra o con el otro? Qué trabalenguas.
—Porque quiere a las o a los dos.
—Pues mire usted: si duda entre dos sillas sobre las que sentarse, le juro que acabará sentándose en el suelo.
—Según usted, hay que elegir.
—Naturalmente que hay que elegir. En el amor todo es un problema de elección; de elección y de erección, si me permite el calambur. Hay que elegir, hay que ser elegido.
—Pero se puede elegir y no ser elegido. El amor no garantiza la correspondencia.
—¡Pero si la correspondencia no la garantiza ni Correos, cómo la va a garantizar el amor! El amor no garantiza nada. El amor no es una sociedad de seguros, afortunadamente.
—¿Cuando usted ama se siente pleno, feliz y libre?
—Vamos a dejarlo. Yo cuando amo me siento absolutamente insoportable, me siento hecho una aljofifa, me siento sumamente mal. Para qué le voy a engañar… Pero una aljofifa creada para empapar aguas divinas.
—¿«Todo amor es fantasía», como dijo el poeta?
—El amor, en medio de esta pesadilla, es lo único real. Todo lo demás es real sólo si el amor lo toca con su hermosa mano, o si se seca sus manos en ese paño áspero y tosco y mal hecho que es el mundo en que vivimos. La fantasía del amor es la realidad del amor. Está hecho de fantasías porque es él mismo una fantasía. Una fantasía cuya arquitectura frágil y eterna se alza en el mínimo y quebradizo solar del sexo… Se dice: el amor es ciego. No es verdad. El amor ve lo que quiere ver, lo que necesita ver.
—¿Hay amor sin sexo?
—Sí, poco.
—¿Hay más sexo sin amor?
—Hay mucho más sexo sin amor. Yo creo que me debo acusar en público de haber dicho que hacer el amor sin amor era como bailar sin música. Me parece, hoy, que hay ritmos hondos, primitivos que sacan la música de sí mismos, que no necesitan música, que son su propia música. Y, por otra parte, se puede bailar solo y se puede bailar en grupo: cada vez se hace más. Es decir, que yo no sé si podría decir, con entera certeza, que hacer el amor sin amor es como bailar sin música. Porque quizá la danza no necesita siempre música.
—¿Qué me dice del sexo a la carta, aquel ensayo que escribió?
—Nosotros hemos tenido, durante mucho tiempo, la confusión más terrible: hemos reducido el sexo a los órganos con los que más frecuentemente se ejercita: el pene y la vagina. Hemos confundido sexualidad y genitalidad. Eso es empequeñecerlo. Es como confundir la virilidad con el bigote o la religión con el jubileo de las cuarenta horas. Me parece una estupidez. El sexo es un impulso absolutamente sagrado, y está por encima de todo. No hay más que uno, un solo sexo. Luego, reduciéndonos a esas pequeñeces, hablamos de sexo masculino y sexo femenino. Pero, si quiere que le diga la verdad, cada criatura sexuada tiene su propio sexo y su propia satisfacción. Por eso hablaba yo del sexo a la carta. No se olvide que, en este mundo de hoy, el macho viril y hostil y la hembra frágil y débil ya han pasado a la historia. El sexo débil ha hecho gimnasia y el sexo fuerte cuida a los niños, hace la comida, la compra, la cama y no sé qué. Todo está mucho más diluido. Ya no son opuestos los sexos, ni siquiera son heterogéneos. Los dos buscan una cosa en común: realizar la propia plenitud a través del sexo. Y entonces, naturalmente, cada uno debe pedir lo que le apetezca. Debe comer a la carta en tal comida. Por supuesto, eso es arriesgado. Es mucho más fácil hacer como siempre el amor, reducirse a las posturas habituales: la mujer la postura femenina, dócil; el hombre, la postura masculina, un poquito machista. Pero ser libre es correr riesgos. El primero que se corre es dejar de ser libre. Pero hay que correrlo.
—Pues sigamos corriéndonos… en el riesgo. ¿En el principio fue el sexo? ¿El amor es una sublimación posterior del instinto sexual?
—El sexo es, por supuesto, anterior al amor. El sexo es anterior a todo. Nosotros somos sexo y un poco más, esa es la verdad. El sexo es una isla misteriosa, hemos nacido en ella, y todo es sexo a nuestro alrededor. Entonces, el heraldo del sexo, un heraldo maravilloso y portentoso, pero sólo un heraldo, es el amor. Por supuesto que usted puede decir que el amor es una hermosa socaliña. Es la trampa que pone la naturaleza para que la especie siga funcionando. Pero muchas veces le sale a la naturaleza el tiro por la culata: Romeo y Julieta, en vez de procrear, se mataron los dos.
—¿Hoy se ha impuesto el sexo al amor?
—Aparentemente, sí. Pero fíjese usted qué curioso. Nosotros, los mayores, decimos: los jóvenes de hoy son como asexuados, van a una discoteca, no pasa nunca nada, bailan y luego se separan, cada uno se va a su casa. Pero es que es todo sexo. La forma de vestirse, la forma de mirarse, la música, el humo, los roces… Todo está lleno de sexo. ¿Qué razón hay para culminar en esa fanfarria espantosa de la penetración? Decimos: yo no sé cómo son estos chicos, se besuquean, se toquetean y luego todo acaba en nada. ¡Pero no acaba! Es que nosotros tenemos un concepto orgásmico del amor. Y no siempre es así.
—No todo el monte es orgasmo.
—Ni siquiera orégano, no nos engañemos.
—Maestro, ¿por qué me gustará a mí más la pornografía que el erotismo?
—Porque es usted pobre.
—¿La pornografía es cosa de pobres?
—La pornografía es un negocio que hace alguien que nos quiere vender aquello de lo que ya somos dueños, habiéndolo prohibido antes para aumentar la demanda. Es decir, la pornografía es exactamente hija del puritanismo, que tapó hasta las patas de los pianos por si acaso eran tentadores (reina Victoria), y del capitalismo, que lo controla todo y que quiere sacar y trincar de todo.
—¿Usted comprende el pudor?
—Usted es un cachondo. ¿Por qué razón hace determinadas preguntas con sorna? Pues mire usted, sí, comprendo el pudor. El amor es una danzarina que se va desnudando de velos. Si aparece desnuda tiene mucho menos encanto. Y hay cosas, por otra parte, que entre la pareja no deben verse. Hay situaciones, posturas, necesidades que deben quedar ocultas. Porque el amado debe ser la esencia de lo bello, la esencia de lo limpio, y lo mismo el amante. Ahora la gente se apresura a desnudarse: yo creo que los trajes tienen como resortes: hacen ¡pum!, y ya están desnudos.
—Es verdad, todo el mundo se desnuda rapidísimo. ¿En sus años mozos soñaba con Bogart o con Brando?
—¡Qué asco! No. Primero, yo duermo muy mal. Segundo, como tomo somníferos, los somníferos me hacen no soñar, ni en blanco y negro, que parece que son las películas a las que usted se refiere.
—¿Tiene algún reparo en que hablemos de la homosexualidad?
—Es usted un antiguo, señor Quintero. Si le estoy diciendo que el sexo es único, que hay una especie de pansexualidad distribuida por el mundo, la homosexualidad se queda como un capítulo menor y sin ninguna importancia. ¿Qué importa que un ser de un sexo ame a otro del mismo sexo? Mire usted: hay matrimonios de homosexuales, ya consentidos en algunos países, que funcionan mucho mejor que aquellos matrimonios en los que en vez de ser dos homosexuales, es uno sólo homosexual, que son los que abundan aquí. Y eso funciona fatal, como es lógico. Yo no le veo el menor problema. Yo lo veo absolutamente normal. Hombre, si usted me dijera: el pansexualismo lleva a enamorarse de una vaca…
—Pues no hace mucho leí en un periódico que un italiano vivía con una cabra.
—Hombre, en Italia, casi todo el mundo tiene una cabra en casa.
—No sólo cabras. Todos hemos visto de pequeños en los pueblos a amigos que se lo hacían con gallinas, burras…
—Yo no he tenido demasiada suerte en ese sentido. No me han hecho caso.
—¿Lo más natural no será la bisexualidad?
—Lo más natural, Quintero, es la disponibilidad. Decía Pascal, que era un hombre jansenista y rígido, bastante más rígido que usted, que la naturaleza es como una primera costumbre y que la costumbre se transforma en una segunda naturaleza. Entonces, por razones de higiene social, por razones de natalidad, a la sociedad le interesa la heterosexualidad.
—¿No abusan los enamorados de la palabra «siempre»?
—Claro que sí. ¿Y por qué no? Es que a mí me parece que usted está en contra del amor y de los enamorados.
—No, es que sé por experiencia lo que suele durar la palabra siempre: nueve semanas y media.
—Pero es que un niño, al que usted le ha prometido hacerle un regalo, ¿no le pregunta veinticuatro veces por minuto si de verdad va a hacerle el regalo? ¿Cómo no va a emplear ese aval de seguridad el amante? ¿Cómo no va a decir: pero de verdad siempre, pero por siempre y para siempre? Escúcheme: el amor es siempre del todo y eterno. Aunque dure diez minutos. Porque obra subspecie aeternitatis: como si fuera eterno. La máxima, dolorosa o no, es real: el amor, mientras dura, es eterno. Y, aunque dure muchísimo, es siempre fugitivo. Recuerdo a Quevedo: «Huye lo que era firme, y solamente lo fugitivo permanece y dura».
—¿Todo amor es el primero, o el primer amor es único?
—El primer amor sólo sucede una vez, es la verdad. Esa vez en que uno se vacía, igual que un cántaro, sin presentimientos, sin prejuicios, sin temores, sin proyectos, sin saber nada. Extraviado y recuperado al mismo tiempo. Pero cada amor sucesivo tiene mucho de primer amor, porque se abre él mismo y se cierra, como un abanico independientemente de los otros abanicos. Y comparar es malo. Se lo digo porque sé que usted acabaría preguntándome eso. Las comparaciones, en amor, son detestables. Primero son una falta terrible de educación. Y segundo, entramos al amor con nuestro pasado, que nos configura y nos hace, pero entramos al amor con nuestro futuro, y el futuro sí lo podemos hacer con ese amor nuevo. No hay que mirar atrás.
—¿Usted recuerda su primer amor?
—Perfectamente. Era una mañana en la sierra de Córdoba, un día tres de abril. Yo dije un nombre y la persona que respondía a ese nombre volvió la cara y dijo: «Sí, sí». Todavía me quema el primer beso. En la mejilla, naturalmente. Yo me puse a cantar lo que no era capaz de balbucir.
—¿Por qué naturalmente?
—Bueno, es que tenía once años.
—Usted…
—Claro. La otra persona tenía cinco. No, tenía once también.
—¿Por qué se casa la gente? ¿No basta con estar enamorados?
—Yo no sé cómo y por qué se va al matrimonio. Hace años, cuando yo era un poquito más joven, los muchachos se casaban porque habían comido unos kilos de patatas fritas juntos a lo largo de un tiempo, y se habían bebido juntos unos cuantos litros de cerveza, o unos barriles, si duraba mucho el noviazgo. Pero se casaban un poco por eso. O porque llevaban la rosa en el corazón. Y así no se va a ninguna parte, Quintero. El matrimonio es una casa de pisos. Dedicado al sexo sólo hay uno. Luego hay otros que están como guarderías infantiles, universidades, comercios, hospitales… Hasta de pompas fúnebres tiene que haber un piso en el matrimonio. Y esa casa la tienen que hacer entre los dos. Como uno de los dos no sea arquitecto, ese edificio del matrimonio o no se hace o se hunde después de hecho. La única solución es que se case muchísima menos gente de la que se casa, un cinco por ciento, y que vaya muy preparada. Por eso admiro mucho las relaciones prematrimoniales. Me parece que hacen conocer una persona a la otra y hacen proyectar. Y, sin darse cuenta, se están ya necesitando. Así se puede ir con más tranquilidad al matrimonio. Porque si no, ¿qué sucede?: el divorcio. ¿Qué sucede ahora con el matrimonio? Que es sólo un trámite para divorciarse. Parece que a la gente lo que de verdad le gusta es divorciarse; sin embargo, el divorcio es simplemente un acta de defunción. Porque nadie quiere divorciarse. ¿Quién va a querer divorciarse, quién va a querer abortar? Son consecuencias lógicas de una vida bastante mal vivida, por influencias de una sociedad acogotadora, exigente, tiranizante, que nos hace equivocarnos.
—¿Por qué vive solo Antonio Gala?
—Qué voy a hacer…
—Es que escuchando esas maravillas del amor que usted predica, no se comprende…
—Que se habla, se habla, se habla, y el amor no se dice, se hace, Quintero: lo repito. La literatura es lo que se dice en vez de hacerse. Pero mi soledad no es una soledad como castigo. No soy un imbécil que, por imbécil, se ha ido quedando poco a poco solo. Es una soledad buscada. Me parece que yo rindo para los demás más estando solo que estando acompañado. Me llaman el solitario solidario. Siempre he pensado que, si yo tuviese un amor, el amor me embargaría de tal manera que no me dejaría hacer otra cosa. Mi amor es mi trabajo y, para mí, también el amor es un trabajo.
—¿Cuál es el gran enemigo del amor?
—Mire usted, no es el odio. Es probablemente el desamor. Vivimos en una época de desamor, en ese limbo que significa el desamor, en esa cámara frigorífica que significa el desamor. Todo le hace la guerra al amor. Todo: las iglesias, los estados, las obligaciones, las ocupaciones, los oficios, el tiempo, las urgencias, las ciudades… Todo le hace la guerra. Pero el amor que, a pesar de todo, triunfe saldrá tan fortificado que será invencible.
—Gracias por sus hermosas y profundas palabras, señor Gala. Me ha gustado tanto lo que ha dicho del amor que estoy dispuesto a enamorarme de la primera persona que vea.
—Pues haga usted el favor de mirar para otro lado, que me está viendo a mí.
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