jesús quintero y antonio gala

13 noches

 –

 

1999

 

A Joana Bonet Camprubi

noche TERCERA: el paso del tiempo

 

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—Aunque no le inquiete el paso del tiempo, supongo que le inquietará la ruina, la decadencia que el paso del tiempo nos produce. ¿Cuándo empieza esa decadencia?

—«Media vita in morte summus», dice la antífona, y es verdad. Empezamos a morir desde que nacemos.

 

Reconozco que el paso del tiempo me inquieta. Puestos a comprender, hasta comprendo que uno se tenga que morir, pero ¿por qué pasar por la humillación del deterioro, de la decadencia, de la ruina que suponen los años? Me rebela que, con la edad, uno ya empiece a comprenderlo y disculparlo todo, que se vayan perdiendo la rebeldía, el idealismo, la ilusión, la pasión, la fuerza… Me rebela llegar a ese recodo del camino donde el tiempo se vuelve un enemigo, donde el placer nos abandona y se va perdiendo el gusto por casi todo, donde uno es ya un extraño que mira desde lejos la juventud y la belleza, como algo ajeno que no le pertenece. Aquella noche quería compartir con Gala mis inquietudes, porque a veces el mejor conjuro para ahuyentar a los demonios es hacerles frente, hablar abiertamente de ellos. Creía que Antonio, que me parecía un señor bastante coqueto, estaría de acuerdo conmigo en quemar los carnets de identidad y los calendarios, pero descubrí que ni le inquietaba excesivamente el tiempo ni le asustaba la vejez. Descubrí que, para Gala, el tiempo no es un ladrón que nos lo roba todo.

 

            —¿Le inquieta el paso del tiempo, a sus años?

            —¿A cuáles años?

            —Bueno…, a su edad.

            —Pues si quiere que le diga la verdad, y a riesgo de defraudarlo, no. Hay un tiempo cotidiano, que nosotros troceamos, medimos, manejamos, y hay otro tiempo, que consideramos un poco como una especie de asesino taimado que nos administra, que nos trocea, que nos divide a nosotros. Pero ese tiempo me parece una metáfora. De modo que no me siento inquieto porque, si me inquietase, me pasaría la vida acechando, como esos recién operados a corazón abierto que tienen unas válvulas artificiales que suenan permanentemente: tac-tac-tac… Y hay algunos que no pueden superar ese ruido, porque están demasiado pendientes de ese tac-tac, y acaban suicidándose.

            —Aunque no le inquiete el paso del tiempo, supongo que le inquietará la ruina, la decadencia que el paso del tiempo nos produce. ¿Cuándo empieza esa decadencia?

            —«Media vita in morte summus», dice la antífona, y es verdad. Empezamos a morir desde que nacemos. La larga, o corta, carrera ante esos anchos ventanales, por esa iluminada galería, que es la vida, empieza a recorrerse en el mismo momento en que entramos en ella. Y el tiempo no tiene en absoluto ninguna culpa, ni ninguna responsabilidad. Están dentro de nosotros esa muerte y esa decadencia. Nos deterioramos porque estamos viviendo al lado de un derrumbadero, y nuestro sistema interior se deteriora porque está hecho para eso, puesto que no somos inmortales. La decadencia empieza desde que empezamos nosotros.

            —¿A qué edad descubrió usted que no era inmortal?

            —Enseguida, como todos los niños. Mi infancia estaba rodeada de pequeños animales y, por supuesto, de muertes chiquitas: tórtolas que amanecían picoteadas y calvitas, cucarachas a las que se les echaba determinado insecticida, mochuelos que estaban en la despensa acechando la vida de las cucarachas, galápagos que desaparecían… Y a los siete años, un compañerito de clase con las rodillas gruesas como un cachorro, que jugaba muy bien a la pelota y sonreía muy bien, y de pronto nos llevaron a verlo muerto.

            —A mí también me llevaron de niño a ver a un compañero que había muerto del corazón y estaba morado. Es tremendo hacerle eso a un niño, ¿no?

            —Sí. El niño piensa que eso es una equivocación, porque él no está jugando a ese juego de la muerte. Y es difícil que el niño se dé cuenta de que no es inmortal, porque la vida, para él, aunque se muera al día siguiente, sí es inmortal. Incluso cuando un niño se suicida, se suicida de una forma peculiar: quiere ser entendido, quiere hacer ese juego de la muerte como una advertencia para que los demás lo necesiten, lo echen de menos, lo atiendan más cuando vuelva. Es decir, la muerte para el niño no existe, aunque exista, aunque esté allí. El niño no la reconoce.

            —Pero, a pesar de no reconocer la muerte, usted ya entendió que no era inmortal, ¿no?

            —De una manera confusa supe que no iba a ser inmortal, como confusamente adiviné que tampoco iba a ser niño para siempre. Pero de una manera real es difícil. Sólo de una forma intelectual sabemos que somos mortales. La muerte nunca coincide con nosotros. Si estamos nosotros, no está la muerte; si está la muerte, no estamos nosotros. Es como la definición de Lagartijo del toreo: «Tú te pones delante del toro; que no te quitas tú, te quita el toro».

            —¿Le sigue divirtiendo la vida de la misma manera que cuando era niño?

            —¡De ningún modo! ¡A mí no me ha divertido la vida nunca, jamás! Divertido quiere decir «divertere», coger algo y cambiarlo de sitio, traerlo a otra parte. Y a mí la vida no me ha divertido, ¡todo lo contrario!: me ha absorbido. Estudiar la vida, vivirla, bebérmela hasta que se me atragantara, ¡eso sí! Pero, divertirme, no. Las diversiones son otra cosa menor.

            —¿No será que piensa así porque para usted ya pasó la edad de la diversión y del placer?

            —Yo entiendo que no. Primero, cada edad tiene sus placeres. En este momento yo no saltaría con pértiga, por ejemplo, si es que eso es un placer. Eso se lo dejaría a la gente de veinte años. Pero yo tengo otros placeres que no tienen ellos. No sólo los intelectuales.

            —¿Por ejemplo?

            —Por ejemplo, el sexo. Yo he oído decir a una vieja duquesa española que los jóvenes hacen el amor como desatascadores, de una forma apresurada, egoísta e inexperta. El largo sexo no lo hacen los jóvenes porque tienen urgencia, tienen avidez, no sólo ya del sexo sino de otros tipos de placeres. Mire usted, cuando se come con mucha hambre no se disfruta de la comida. Los que entienden verdaderamente de comida en pocas ocasiones son golosos. Les gusta mucho comer, pero no comer mucho. Esa es la postura de la gente un poco mayor, de nuestra edad.

                 —¿No envidia a la juventud?

           —¿A la juventud en general?… No. Quiero mucho a los jóvenes, son mi esperanza, los tengo sentados encima de mi corazón, pero pienso que no son envidiables. En la época en que yo fui joven, todavía no había llegado ese eslogan de los «jóvenes leones», ni había tal veneración por la juventud, ni todo el mundo quería ser joven. Se decía: «Cuando seas padre, comerás huevos». Luego resultó que cuando nosotros fuimos padres ya no había huevos que comer o los huevos se los comían los niños, porque había pasado a ellos el trono. Es decir, hemos sido una generación frustrada. Pero, en cualquier caso, los jóvenes de nuestra época lo hacíamos todo juntos: viajábamos juntos a Oriente, fumábamos «porros» juntos… Éramos un poco promiscuos en el sexo. Nos escapábamos juntos, vivíamos en comunas…

            —El que viviera…

            —… el que viviera. Ahora se ha desperdigado esa unión que hacía la fuerza de los jóvenes, y la juventud se ha convertido en una casta, no siempre benéfica para ellos. Yo los invitaría a rebelarse, pero de uno en uno. No como jóvenes, no como casta, sino como individuos. Yo los invitaría a enamorarse (se equivocaran o no, acertaran o no en la elección) locamente.

            —Los jóvenes suelen decir que nuestra generación tiene mal rollo, que nos hemos equivocado. Pero, bueno, eso también lo decíamos nosotros de nuestros padres.

            —En efecto, nuestra generación y la anterior se han equivocado. Lo que yo quisiera es tener la certeza de que la de ellos no va a equivocarse, de que la suya no se está equivocando, de que la suya no está vendiendo su primogenitura por un nutritivo plato de lentejas, porque los platos de lentejas se los come uno solo. Y yo quisiera que, aparte de hacer ese reproche de que tenemos la culpa (y es cierto), participasen en la responsabilidad, tomasen partido, ¡nos echasen! Porque yo ya me doy por echado. Entre otras cosas, porque soy de los que se han ido voluntariamente, de los que se han salido de la fila, y de aquellos pocos que los jóvenes de alguna manera consultan. Hay jóvenes que tienen quizá más de mí que de su padre.

            —Cuando se es joven uno cree estar en posesión de la verdad.

            —Nunca se está en posesión de la verdad. Respeto demasiado a los jóvenes como para pensar que ellos creen que lo están. En posesión de la verdad sólo están los sumos sacerdotes, y no creo que un joven sea un sumo sacerdote ni aspire a ello, qué porquería.

            —¿Tampoco cree que más sabe el diablo por viejo que por diablo?

            —No me parece que el diablo sepa por viejo, sabe por diablo. Y sabe tanto que ha podido llegar a viejo.

            —Usted admite que nos hemos equivocado. ¿Cuáles han sido los grandes errores de nuestra generación?

            —Casi los de todas: resignarse. Nuestro tiempo era un tiempo en que los presupuestos eran tan compartidos que no era necesario hablar de ellos. El tiempo este es otro. Yo me asomo muchas veces a este tiempo como a una ventana, como a una propiedad ajena. No estoy seguro de que este tiempo sea el mío. Me duele mucho, porque no sé entonces para quién escribir. No sé si estoy escribiendo para el pasado, para los de la tercera edad. Pero hay jóvenes que sí comprenden. Hay jóvenes que hablan nuestro idioma, y eso es hermoso. Me parece que esa insolidaridad entre las distintas edades del hombre es perjudicial para todos.

            —¿De verdad no se siente usted de este tiempo?

            —Lo veo un poco ajeno. Yo he pensado durante toda mi vida que la cultura era la expresión de mi mundo y de mi tiempo, y no estoy tan seguro de que la cultura de ahora sea la expresión de ahora. Hay tanto mito cultural facilón y extraño. Se ha cambiado el envoltorio por el contenido, se ha cambiado la realidad por la metáfora, se ha cambiado la vida un poco por el teatro, la creación por la repetición… Me da un poco de miedo. Creo que se reaccionará, porque el ser humano reacciona siempre.

            —¿Se considera hijo y producto de su tiempo, o tampoco?

            —Decididamente, sí. Me considero un hijo más, no predilecto, no abortivo tampoco. Padezco y gozo con lo que mi tiempo ha gozado y padecido. No sé si soy representativo de mi tiempo o no, pero he formado con mucha gente un tiempo en un momento en que era difícil formarlo; en que todos estábamos guiados por la esperanza; en que la utopía era un poco la reina; en que la dictadura se comportaba con nosotros como una especie de madre regañona y antipática cuyas lecciones no nos servían para mucho, y teníamos que inventarlo todo. Ese era nuestro tiempo. Los supuestos eran siempre futuros. Nos estábamos preparando a fondo para el futuro, de la misma manera con que los canteros de las antiguas catedrales dejaban modestamente su signo en las piedras tan altas que nadie iba a ver, que nadie se iba a tomar el trabajo de mirar. Soy de mi tiempo, pertenezco a mi tiempo, me costaría muchísimo trabajo y una gran desilusión aprenderme un nuevo diccionario para hablar otro idioma.

            —¿Siente la nostalgia del tiempo perdido?

            —La nostalgia no es un buen sentimiento, salvo que esté un poco matizado de sonrisa, salvo que haya una cierta ironía. Yo me siento demasiado atraído por el futuro como para mirar continuamente atrás. Lo que sucede es que estoy avanzando. Si no miro hacia atrás, pierdo el camino; pero si miro sólo hacia atrás, tropiezo. Procuro mirar sólo lo imprescindible para saber que no voy campo a través, sino que voy por un camino que han marcado otros, otros de mi tiempo, otros que pensaban como yo, heterodoxos probablemente, expulsados probablemente, pero que es mi camino. Ya no tengo otro. Ya tengo que avanzar en línea recta por ese camino emprendido que no ha sido del todo infructuoso. No estoy contento de mi vida, pero tampoco estoy descontento. Creo que he hecho casi todo lo que he podido, y en la vida no creo que se exija más que la buena voluntad.

            —¿No le asusta la vejez?

            —Si me asustase la vejez, estaría todo el tiempo asustado. Estaría haciendo el ridículo permanentemente. No me inquieta el tiempo, se lo he dicho ya, y no me asusta la vejez. La vejez no le asusta a nadie porque todo el mundo quiere llegar a viejo. Lo que le asusta un poco es el proceso de envejecimiento, porque a eso nos acostumbramos mal: a ver que tenemos ya menos carne en las encías, o algunas manchas en la piel, o que las uñas se ponen quebradizas, o que tenemos bolsas en los ojos o patas de gallo… Pero la vejez no se improvisa. Y depende de nosotros el tipo de vejez que consigamos.

            —A eso, entre otras cosas, me refería antes cuando le hablaba de la ruina.

            —Hombre, eso no es muy agradable. Pero cuando no se ha sido verdaderamente un Apolo, tampoco importa demasiado.

            —¿Usted nunca ha pensado en la restauración, en una manita de cirugía plástica?

            —Si alguno de estos eximios cirujanos plásticos quisiera quitarme las arrugas de la cara, sería capaz de asesinarlo, porque son absolutamente mías. Es muy difícil que un rostro se defina por otra cosa que por sus arrugas. Porque las arrugas, además, se forman por la fisonomía, por la forma de reírse, por la forma de fruncir el ceño, por la forma de forzar los ojos para mirar mejor. Somos eso. ¿Me van a quitar a mí todo lo que significa eso? ¿Ese resultado, el producto de tantos años, me lo van a quitar, como si yo no los hubiese vivido?

            —La verdad es que usted se conserva bien.

            —¡Lo dice usted como si yo fuese un melocotón en almíbar! No es que me conserve bien, es simplemente que no estoy demasiado horrendo para mi edad.

            —¿Asume que es una persona mayor?

            —Si no lo asumo yo, lo asume el registro civil.

            —¿Se tiene la edad que realmente se tiene o la edad que se representa?

            —Yo creo que las dos edades son verdaderas. Hay una edad que se tiene y una edad que se representa, y me parece que las dos son, por lo menos, respetables. Yo creo que no nos damos muy bien cuenta del proceso de envejecimiento porque, por dentro, seguimos siendo los mismos. Algo sucede, pero no lo suficientemente trascendental como para que creamos que, de una forma esencial, ha cambiado nuestra vida.

            —¿No le parece suficientemente trascendental estar en la tercera edad y en manos del Inserso?

            —Odio la expresión tercera edad, si me permite decirlo. Odio todo ese merengue que se echa sobre las cosas. Ya nadie es lo que era: los fontaneros no son fontaneros, los porteros no son porteros, los peritos agrónomos no son peritos agrónomos, los viejos no son viejos… Todo ha ascendido, todo es excesivo. Si bajásemos un rellano en la escalera, todos estaríamos mucho más cómodos, mucho más en nuestro sitio y cumpliendo la obligación para la que estamos preparados. Hay dos sectores que no me gustan de los señores provectos, de los viejos: esos viejos que quieren ser jóvenes, que actúan como si fueran jóvenes, se visten de jóvenes, se ponen chaquetas de hombros anchos…

            —Los que se aferran a la juventud.

            —Se aferran a la juventud propia, y cuando se quedan solos se desmoronan los hombros y se les cae la cara, porque son un poco saltimbanquis. Se tiñen las canas del corazón, y a eso no hay derecho… Y, luego, los otros viejos, que sí que son viejos, pero que se pasan todo el tiempo hablando de sus tiempos. Llega un momento en que cansan y no les interesa a nadie su conversación.

            —Cuesta darle sentido a cada edad, ¿no?

            —Por supuesto que cuesta darle sentido; sobre todo, a la vejez, que parece que no tiene ninguno, que parece que ya es el camino de vuelta. Yo no creo que nadie esté en el camino de ida ni en el camino de vuelta, ni un señor mayor ni yo. Yo estoy a verlas venir, y eso me parece maravilloso: darme cuenta de que no soy el ombligo del mundo, darme cuenta de que no estoy en posesión de la verdad, darme cuenta de que las cosas no son hirientes si no las apretamos. Poder orientar, poder orientarme…, todo eso es hermoso.

            —¿La experiencia sirve para algo?

            —La experiencia personal puede servir para algo, aunque siempre se ha dicho que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. La experiencia ajena supongo que no nos sirve de nada. Es inútil aconsejar. Es un bonito deporte, pero tan inútil como cualquier otro deporte. Me parece que nadie escarmienta en cabeza ajena y que nadie, cuando ve las barbas de su vecino en remojo, pone las suyas a remojar. Yo no doy jamás consejos no pedidos, y tampoco los acepto.

            —¿Y qué piensa de esa receta de que el tiempo lo cura todo?

            —Bueno, eso es una receta médica y en ésa sí creo. El tiempo no es que cicatrice del todo las heridas, pero nos hace mirar hacia otra parte. Nos hace quizá desear nuevas heridas, nuevos campos de batalla, guerras nuevas, hazañas nuevas. Y eso nos distrae de las antiguas. No creo que una mora quite la mancha de otra mora, ni que un clavo saque otro clavo. A veces, se quedan los dos y es un fastidio doble. No hay que sacar los clavos, hay que mantenerse con los clavos bien hondos. Si algo ha formado parte de nuestra vida, no conviene sacudírselo. Creo que hay que vivirlo todo apasionadamente, la escasez del tiempo también. Creo que hay que comerse el fruto a mordiscos, salvajemente, incorporándolo, haciéndolo nuestro. Para eso están los jugos digestivos, para hacer verdaderamente nuestro todo lo que nos suceda. Porque no somos nada: vamos siendo, nos vamos haciendo. Y vamos haciendo la digestión, incluso de nuestro propio corazón a veces.

            —Con el paso del tiempo, Antonio, uno empieza ya a comprenderlo todo. ¿Qué hay que hacer para no perder la rebeldía?

            —El paso del tiempo lo que nos da es motivos para la rebeldía. Un chico joven puede ser mucho más rebelde que un niño y un anciano puede ser absolutamente rebelde, tiene en su mano todas las cartas para serlo. Lo que sucede es que nos resignamos. El hombre es un ser adaptable. Yo quisiera en este momento tener la curiosidad, el entusiasmo y la beligerancia del joven que fui, y un poco la serenidad y la ecuanimidad del maduro que estoy siendo. Un hombre es una historia. Un hombre no es sólo biología; un hombre es biografía, sobre todo.

            —Me parece muy bien, pero sigo pensando que con el paso del tiempo uno ya lo comprende y lo disculpa todo.

            —Lo que comprende es un poco la inutilidad de la rebeldía. Para eso sí sirve la experiencia y, por eso la experiencia tiene mala fama: porque se resiste uno a hacer gestos inútiles cuando ya no quedan tantos gestos que hacer. Uno se ensimisma un poco y dice: allá ellos, que inventen ellos… Y se queda con su pequeño quehacer, con su gran quehacer, porque el ser humano siempre tiene un quehacer muy grande, aunque sólo se esté haciendo a sí mismo. Entonces los gestos de rebeldía ya no compensan; sí los gestos de sacrificio por el ideal: esos se llevan hasta el final. Yo conozco viejos sacrificados maravillosos, ancianos llenos de una vejez cruda y verde (como dicen los clásicos que la tenía Caronte, el guardián del infierno, el de la barca de la laguna Estigia), viejos seminales, con un vigor contagioso. Científicos, escritores, viejos ilusionados, apasionados por la vida y rebeldes.

            —Admitamos que se puede ser rebelde, que se puede estar ilusionado e incluso apasionado por la vida en la vejez. Pero no me negará que la época de la abundancia es la juventud.

            —Pues sí, claro que se lo niego. ¡Naturalmente que se lo niego! Siento mucho tener que negarle casi todo, pero es que usted sabe con perfección inalcanzable que la época de la fructificación es el otoño. Hay unas épocas de siembra y unas épocas de recolección. Yo creo que, si la naturaleza tuviera que elegir, elegiría la madurez. Es más bonita la juventud, pero es mucho más productiva la madurez.

            —¿Prefiere el otoño a la primavera?

            —Me lo dice usted con tono como si me fuese a echar del plató si digo que sí. Pues, sí.

            —¿Sí?

            —Sí, prefiero el otoño, tiene unas luces más hermosas. La primavera me parece una estación un poco agotadora, subraya demasiado las carencias. Da un poco de vértigo ver cómo las niñas se esponjan en primavera y cómo los muchachos salen de sí, cómo los animales ronronean y se buscan unos a otros. A uno le está pareciendo ya la primavera una fiesta a la que no ha sido invitado y una canción cuya música no acabará ya de aprender.

            —¿Para qué cosas ha dejado de tener tiempo?

            —En general, para los caprichos ajenos. Pero no por falta de tiempo, sino porque me coartan la vida, me la llenan de cosas que no me interesan. Para la hermosura, para la vibración, para la generosidad de los demás, para ser generoso yo con los demás siempre tengo tiempo.

            —Y ahora, a sus años…

            —Dale.

            —Perdone.

            —Es que dice usted a sus años con un tono que no me gusta nada. Incluso me parece una grosería, si usted me permite.

            —Bueno, a su edad…

            —No intente arreglarlo, que es mucho peor.

            —Ahora ¿se siente más libre que cuando era joven?

            —Sí, partiendo de una cosa: la libertad no es nunca absoluta; eso es mentira. La libertad absoluta sería una libertad irresponsable y que no cuenta con las libertades de los demás. Pero, dentro de ese orden, sí me siento más libre. Por una cosa: porque puedo elegir mejor y puedo elegir entre más cosas. Y, luego, porque me hago responsable de lo que he elegido, y ésa es la verdadera libertad.

            —¿Le ha perdido el gusto a muchas cosas, Antonio, con el tiempo?

            —Pues de las que me han gustado a lo largo de mi vida, no. Todavía creo que puedo ser un buen amante, si llega la ocasión; que puedo ser un ser reflexivo que sabe quedarse tranquilo entre cuatro paredes, y la ocasión ha llegado; que puedo ser alguien orientador, comunicador de mis propias experiencias; que puedo servir para alguien. No para otra cosa estoy aquí, y usted lo sabe. Es decir, no le he perdido el gusto a nada de lo que me haya gustado antes de ahora.

            —Pero se va cambiando con el tiempo, ¿verdad?

            —Si no, seríamos invencibles. ¿Usted me tendría a mí aquí, si yo tuviese doce años?

            —Depende de para qué. En definitiva, ¿qué se pierde y qué se gana con el tiempo?

            —Con el tiempo, nada. Se pierde y se gana al mismo tiempo que el tiempo camina a nuestro alrededor, utilizando el tiempo. Pero el tiempo no interviene. Nos enriquecemos nosotros, nos empobrecemos nosotros.

            —¿El tiempo no da la serenidad?

            —No, ni la sabiduría.

            —¿Tampoco da sabiduría?

            —¿Por qué va a dar el tiempo nada? Entonces bastaría sentarse y que el tiempo nos sirviera la mesa, nos hiciera crecer y nos ilustrara. No. Somos nosotros los que vamos en busca de la sabiduría y en busca de la serenidad, pero el tiempo no da nada. ¿Por qué va a dar? ¿Por el hecho de cumplir cincuenta, sesenta o setenta años uno va a ser más sabio o va a ser más sereno? No. Si no ha aprendido, si no ha estado con los ojos abiertos recibiendo las lecciones diarias, ¿por qué va a aprender?

            —¿Mejora, por lo menos, la condición humana con el tiempo?

            —Depende de la materia prima. Hay condiciones humanas que no, que empeoran con el tiempo, como las perdices muertas si no se las mete en el congelador.

            —Entonces, el tiempo no es un ladrón…

            —No.

            —… que nos lo roba todo.

            —No, el tiempo, en todo caso, sería, ya que usted habla de dinero, un prestamista. Tenemos ese préstamo y lo gastamos bien o mal, lo derrochamos con gozo o con tristeza, o sencillamente lo invertimos. Las buenas cabezas lo invierten, pero también pueden equivocarse en la inversión, y hay quien lo pierde.

            —Y hay también muchas cosas que se pierden porque uno llega tarde.

            —Algunas, pero yo estoy seguro de que las cosas llegan con su tiempo y nosotros tenemos que acomodarnos al tiempo de las cosas.

            —En conclusión, señor Gala, ¿podemos decir que ha llegado usted ya a la edad de los placeres sencillos?

            —Yo creo que he estado siempre con los placeres sencillos. Mire usted, yo he tenido una mala salud magnífica, una mala salud infame, una mala salud definitiva desde pequeño. Yo tengo un aparato digestivo que les da la risa a todos los médicos que lo ven a través de los rayos X, o como se llamen. Naturalmente, les da la risa y yo asomo por encima y les digo: cabrón.

            —¡No me diga!

            —No se lo digo a usted, se lo digo al médico por reírse. Entonces, si quiere que le diga la verdad, yo vinagre quizá no lo haya probado, pimientos comí una vez y todavía me los toco… Los placeres míos no han sido nunca excesivos ni complicados. Prefiero los placeres sencillos y la vida retirada, porque me van mejor para la salud, entre otras cosas. Comprendo que otros tendrán otras tentaciones y los animo desde aquí a satisfacerlas, aunque vivan menos.

            —Por cierto, ¿por qué durará tan poco?… El gusto, me refiero.

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