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jesús quintero y antonio gala
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13 noches
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1999
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A Joana Bonet Camprubi
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noche SEGUNDA: el dinero
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—De cualquier forma, señor Gala, usted tiene fama de caro.
—Sí, es verdad.
—¿Y eso cómo se explica?
—Porque la única manera de hablarle a esta sociedad es con su idioma, porque no entiende otro.
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Entre las varias carreras que Antonio Gala estudió en su juventud una de ellas fue la de Ciencias Políticas y Económicas. Echando mano de sus recuerdos de jovencísimo economista, me contaba que el dinero había tenido una importancia difícil de superar en la evolución humana, equiparable a la domesticación de los animales o al cultivo de la tierra. Según Gala, sin el dinero no se habría producido la división del trabajo. Me recordaba un dato fundamental: que en las economías dinerarias un hombre libre puede contratar sus servicios, mientras que en las economías que carecían de dinero tenían que cumplir esas funciones los esclavos. Es decir que, de alguna forma, el dinero es la garantía de un hombre que es asalariado, pero libre. No era ése, sin embargo, el enfoque que más me interesaba del tema que íbamos a tratar aquella noche. Me interesaba mucho más conocer la relación personal de Gala con el dinero y su opinión sobre la fiebre del oro que padece el mundo actual; un mundo mercantilista en el que todo se mide por su precio, no por su valor, y en el que todo se compra y se vende. En el que ni siquiera se adora ya al becerro de oro, sino al oro del becerro, como le gusta decir a Gala.
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—¿Sabe vivir sin dinero?
—Sé vivir sin dinero… Yo renuncié a muchas cosas, y he dependido de gente cuyo nombre está en este momento en el altar de mi corazón: gente que ha compartido conmigo de verdad, físicamente, su comida. Haber pasado por eso es importantísimo, porque me parece que eso es la forja de un rebelde, y me parece que todos los hombres deberíamos atravesar esa especie de angustia de enterarse mañana de lo que teníamos que haber comido hoy.
—¿Cuáles son sus necesidades básicas?
—No quiero ser pretencioso en eso, pero tengo un modelo y procuro asemejarme a él: San Francisco de Asís. Francisco de Asís decía: «Yo necesito muy pocas cosas, y las pocas cosas que necesito las necesito muy poco». En realidad, yo dinero no gasto. Sólo gasto en medicinas, que son carísimas por cierto, porque además no pertenezco a la Seguridad Social, que llamarla social y llamarla seguridad me parece un abuso; pero, vamos, ni siquiera esa problemática seguridad poseo.
—¿Su relación con el dinero es de amor-odio o de odio directamente?
—No, de indiferencia. Lo que odio es otra cosa, no el dinero que me parece simplemente un mensajero. Al mensajero no hay que matarlo. Hay que odiar la noticia que trae, pero no al mensajero. Sin embargo, he amado una vez el dinero. Creo que debo acusarme.
—¿Cómo y cuándo fue?
—Mi querido, viejo y admirable catedrático de Economía, don Ramón Carande, me pidió una vez unos poemas que yo escribía. Debía de tener quince años. Sin decirme nada, escogió unos cuantos y los mandó a una revista, que se llamaba Escorial. Como al mes, me mandó llamar. Fui a su casa, a la calle Álvarez Quintero en Sevilla, y me dio un cheque de tres mil pesetas. Adoré ese cheque. Lo he conservado durante mucho tiempo. Caducó; pero era la primera vez que me pagaban por escribir versos, que me parecía algo tan contrario al dinero, y no se merecían de ninguna manera ni una sola peseta aquellos versos que yo había escrito con tanto amor. Pero amé el dinero. Quizá porque amaba lo que había producido ese dinero.
—¿Ahora haría lo que hace sin que le pagaran?
—Creo que debo hacer una distinción: escribir sí, porque para eso dejé todo lo demás. Es decir, yo no podría vivir sin escribir. Mi forma de respirar es escribir. Ahora, las apariciones personales, no las haría sin dinero. Porque me parece que es un signo de respeto y que es una especie de lujo de quienes me invitan: si los que me invitan son lujosos; si no, no. Pero no comparecería, porque el acto de hacerlo me transforma en un actor o una cantante, y ese esfuerzo representativo debe cobrarse.
—De cualquier forma, señor Gala, usted tiene fama de caro.
—Sí, es verdad.
—¿Y eso cómo se explica?
—Porque la única manera de hablarle a esta sociedad es con su idioma, porque no entiende otro. Como estoy hablando yo esta noche, no le puedo hablar a la sociedad del dinero porque se volvería tarumba. Se preguntaría: ¿Pero qué me está diciendo? Entonces, es necesario hablarle en su idioma, en que identifican éxito y dinero. Al éxito no se puede renunciar sino después de haberlo tenido. Yo juego un poco a Jonás y la ballena. Me dejo aparentemente tragar por la ballena para apuñalarla luego por dentro. Por otra parte, yo siempre he defendido los derechos de mi gente, de mis compañeros, de mis compañeros mártires en este caso, el respeto que se merece un creador, un escritor. Recuerdo el proceso de El Greco, en que defendió, el primero, que pintar no es un oficio sino un arte, con motivo de los cuadros de Illescas.
—O sea, que usted cobra de más por los que cobran de menos.
—Más o menos. Yo cobro más para que los que cobran de menos puedan subir su tarifa. El otro día me enteré de que me llamaban «el vengador», porque donde a ellos les dan un cenicerito de cerámica, yo pido mucho dinero. En venganza por eso. Las sociedades que normalmente nos llaman son instituciones dineradas (no quiero decir sus nombres, pero sospecho que están en la mente de todos) que quieren hacer cultura y disfrazarse de cultas a nuestra costa, y deben pagar. Porque es el único lenguaje que conocen. En caso contrario, te tomarían por tonto.
—Eso lo tiene muy claro.
—Muy claro. Y, desde luego, no me vendo ni me alquilo. Simplemente, me pongo a su disposición, previo pago. Y lo que ofrezco son las dos cosas en que, como dos rieles, se desarrolla toda mi obra: la justicia y la esperanza.
—¿Además de eso, qué vende usted? ¿Cuál es su tenderete?
—Yo no vendo turrón, yo no vendo nada… Estoy seguro de que, de tratar de vender algo, se me pudriría antes de que llegasen los compradores. Sólo ofrezco la justicia y la esperanza. Es lo único que verdaderamente no se puede vender, porque cada uno tiene que conseguirlo.
—¿Cuál es su caché? ¿Cuánto cobra por asistir a un acto público?
—Si el acto no es en torno a algo que personal o solidariamente me interese, no asisto nunca.
—¿Qué siente usted ante la presencia de un mendigo?
—Que la historia entera de la humanidad ha sido un fracaso.
—¿Se puede entender la pobreza sin haberla vivido, Gala?
—Tengo la impresión de que no. Tengo la impresión de que la pobreza es un estado de ánimo, un mundo. Si no se ha estado inmerso en ella, no se puede comprender. Por eso es imprescindible no juzgar. Hay gestos, hay actos que, desde nuestra posición, se ven absolutamente repudiables. Por ejemplo, el más repudiable: una madre que vende a su hijo. Pero ¿qué sabemos nosotros de lo que ha precedido a eso? ¿Qué sabemos de la intención de esa madre?… No se puede juzgar porque nos excede. El mundo de la pobreza es inimaginable.
—¿Usted ha conocido la pobreza personalmente?
—He conocido un mundo de pobreza relativa, como ya le he dicho, un mundo de la modestia, digamos. Yo renuncié en bloque a muchas cosas cuando decidí seguir lo que yo creía que era mi destino. Renuncié a un estatus familiar, a un porvenir que se presentaba bastante claro, después de mis estudios, y renuncié por tanto a una ayuda que no me autoricé esperar de mi casa, puesto que no cumplía ya los deseos de quienes me la proporcionaban. Renuncié a todo eso y me quedé bastante sumido, no digo ya en la miseria, ni en esa auténtica pobreza de que hablamos, pero sí en una vida extraordinariamente modesta y desprovista de todo, hasta de fichas para llamar por teléfono. Tenía a cambio la esperanza, tenía a cambio la certeza, tenía a cambio esa seguridad de que lo que yo elegía era lo que tenía que elegir. Fue la única seguridad que me valía, aunque tampoco he aspirado mucho a las seguridades. Me parece que el ser humano se desenvuelve bastante bien a la intemperie, y no hay que temerla demasiado. Lo más seguro es la inseguridad.
—Supongo que no se imagina, entonces, en una chabola de un suburbio de una gran ciudad.
—No sólo no me imagino, sino que las conozco, y lo que me extraña es que los habitantes de esas periferias industriales, tan atroces, tan siniestras, tan improbables, no se pongan de acuerdo y estrangulen de alguna manera a la ciudad que los está estrangulando a ellos. Pienso, en este momento, en los ranchitos que rodean la ciudad de Caracas, o en las favelas de Río de Janeiro, o en los tugurios de Bogotá, o en los barrios de lata del París de antes, o de nuestro Madrid, más de antes todavía que de ahora, y me estremece. Me parece que verdaderamente el ser pobre lleva consigo un cierto acobardamiento y una cierta abdicación. Si no, no se comprende que no se reaccione, porque son más y porque tienen la fuerza de la razón y de la cólera.
—¿Comprende al que roba para comer?
—¡Cómo no lo voy a comprender! ¡Eso lo comprende hasta el Código! Hay una figura jurídica que se llama «hurto famélico». Y lo comprende hasta Santo Tomás de Aquino, que no comprendía demasiadas cosas. Habla de que se puede robar al que tiene superabundanter, dice él. Al que le sobra se le puede robar. Eso es absolutamente lógico, legítimo y hasta obligatorio.
—¿Obligatorio incluso?
—Incluso obligatorio, aconsejable… Ya que no dan…
—¿Para usted, qué es un hombre rico y qué es un hombre pobre?
—Para mí, un hombre rico sería un hombre que se mira a sí mismo y que mira a los demás; que avanza en el conocimiento sustancial del alma humana; que se fortalece socialmente y que fortalece él mismo a la sociedad que tiene alrededor; que se crea y se recrea en la belleza y en los sentimientos más altos; que alcanza una idea exacta de lo que sea la vida colectiva, obligada a facilitar la suya propia y no a empeorarla; y que se vincula y se apoya en unas estructuras sociales que lo hacen más libre, que no lo limitan con una ortopedia extraña y un poco monstruosa. Ese me parece el hombre más rico de todos, tenga o no dinero.
—¿Y el más pobre?
—El más pobre me parece justo el contrario: el hombre que da más valor al parecer y al tener que al ser; que da más valor al cómo y al cuánto que al qué; que da más valor a la apariencia de la vida que al contenido mismo de la vida. Ese sería, para mí, el hombre pobre, realmente pobre, tenga o no dinero.
—¿No tiene la sensación de que nos vendemos muy barato; de que a cambio de un poco de dinero damos muchas cosas que no tienen precio?
—Probablemente es cierto porque, a cambio del dinero, damos horas de vida, damos ilusiones, damos ensueños, damos tiempo libre, y todo lo que se nos pague por tanto es poco. Por otra parte, para conseguir ese dinero hacemos un trabajo que normalmente no nos gusta, un trabajo que desamamos. Desde un fontanero hasta un estudiante, desde un empleado de banca hasta un dependiente de una tienda, todos estamos haciendo un trabajo que nos fastidia. Estamos deseando que llegue la hora del cierre. No nos importa levantar una pared y tirarla a los dos días, porque la hemos hecho sin amor, y sin amor se nos paga. Entonces nos sentimos estafados, porque damos una cosa, que es nuestra vida, a cambio de otra cosa que en realidad no sirve para mejorar lo que estamos dando.
—Y eso nos quita no sólo la vida, sino hasta las ganas de vivir.
—Nos quita las ganas de vivir porque, en el fondo, estamos haciendo un trabajo con desgana. Nos ganamos la vida, pero a cambio de eso parece que estamos desviviéndola. Ganar un sueldo más o menos elevado a cambio de nuestra vida no es compensatorio, no nos gratifica. Yo, que hago el único trabajo que amo y para el que sirvo, quizá debiera de escribir de rodillas.
—¿Por qué le damos tanta importancia al dinero?
—Según mis recuerdos de pequeño y jovencísimo economista, el dinero tiene una importancia en la evolución humana muy difícil de superar. Es equiparable a la domesticación de los animales para utilizarlos como ayuda; es equiparable al cultivo de la tierra, al desarrollo del poder y de los instrumentos que controlan el poder. El dinero produjo algo sin lo que no hubiese progresado el hombre: la división del trabajo; es decir, la multiplicación de las actividades. Luego hay un dato que me parece fundamental y es que, en las economías dinerarias, monetarias, un hombre libre puede ser asalariado, puede contratar sus servicios; mientras que en las economías no dinerarias tenían que ejercer esa función los esclavos. De alguna forma, el dinero es la garantía de un hombre que es asalariado, pero libre. Y eso me parece de una importancia grandísima. Lo que sucede es que, como suele acaecer en el desenvolvimiento humano, al transformarse un medio en fin, se va el invento al diablo.
—Que es lo que ha sucedido, ¿no?, que por culpa del dinero nos hemos ido todos al diablo…
—El dinero servía para, pero no en sí mismo. Ahora sirve para todo y por eso lo deseamos profundamente. Nosotros mismos nos medimos un poco en dinero: «Tanto tienes, tanto vales». Entonces, si el éxito se mide en dinero, si la felicidad se mide teóricamente en dinero…
—¿Por qué dice teóricamente? ¿No cree que el dinero da la felicidad?
—Todo el mundo sabe que la felicidad no la da el dinero, eso es una verdad indiscutible, pero el dinero ayuda a veces a olvidarse de esa verdad. En tales casos, el dinero se transforma en una especie de panacea universal, de deidad universal, de recurso universal, y aspiramos a él con uñas y dientes.
—¿Usted cree que detrás de todos los poderes, y sobre ellos, está el dinero?
—En las actuales circunstancias no puedo opinar de otra manera: sí. Creo, además, que el poder y el dinero son la misma cosa. Si se puede hablar de un poder fáctico, el del dinero es el más claro. Tanto es así que esos dos poderes fácticos por los que siempre nos hemos sentido amenazados como dos espadas de Damocles: la Iglesia y el Ejército, o la prensa incluso, o están manejados por el dinero o son del dinero. Creo que el dinero está detrás de todo, desafortunadamente. La economía es la verdadera reina.
—Lo que es cierto es que el culto al dinero está acabando con todo. Hoy no se valoran la belleza, la inteligencia, el arte, la poesía… Nada importa si no produce dinero, si no es negocio.
—Es absolutamente natural. En este momento, nuestra sociedad no la rigen los filósofos ni los humanistas; la rigen los adinerados, los tecnócratas y los economistas. Ellos han conseguido (por ese procedimiento y esa regla de la productividad que es producir más, consumir más, tirar más) que la materia y el hedonismo sean las únicas realidades perceptibles y que el hombre no piense en otros placeres mucho más sutiles y probablemente mucho más costosos para ellos. ¿La cultura y el arte quién los elige? El dinero. ¿Quién decide sobre ellos? El dinero, el dinero con sus caminos sinuosos. En este momento no se cumple aquello que nosotros pensábamos en arte y en cultura: que el camelo no tenía futuro. Siempre pensábamos: bueno, es una luz de bengala, se apagará en seguida.
—Pero el camelo sigue, cada vez más dueño de la situación, en las paredes de las galenas, en las listas de bestsellers, en los escenarios, en las televisiones…
—Hay una inercia mantenida por el dinero, hay unos intereses creados. El que compra, compra porque es una buena inversión y tiene que mantener la bondad de esa inversión hasta el final. Y el pintor, el escultor, el hombre culto, el docente se someten a las reglas del dinero. El éxito no se mide ya nada más que por dinero y el dinero es el que justifica la maldad o la bondad de una obra. Han entrado de lleno los mercaderes en el Templo y sus caballos están abrevando en los altares.
—Incluso la política se ha puesto al servicio de la economía. Hoy no importan las ideas, importan los números.
—Me parece un conchabamiento muy grave. Pero no sólo la política, cualquier cosa está al servicio de una economía que nosotros desconocemos y que habla con un idioma de iniciados. La economía, que en el fondo es sencilla, o no es tan complicada, se enreda ella sola para poder hacer altas operaciones siempre en beneficio de sus predilectos. Los perjudicados somos siempre los mismos; por desgracia, los favorecidos también. Con todos los regímenes, con todas las razas: porque el dinero para eso es extraordinariamente abierto. Las multinacionales se expanden por doquier. No hay fronteras, no hay razas, no hay colores, no hay malos olores… A ellas no les importa nada. El dinero se lava y se estrena, como los buenos maridos de antes. No hay xenofobias ni racismos cuando aparece él.
—Y, mientras tanto, los ricos cada día más ricos y los pobres cada día más pobres.
—Hay casi un tercio del censo de España que está dentro de ese umbral triste y sombrío de la pobreza. Casi ocho millones de españoles puede decirse que son pobres. Saliendo de nuestra área, están los mundos esos que se llaman segundo y tercero, que nadie sabe por qué y quién es el que califica y cardenaliza: éste es el primer mundo y éste es el segundo y éste es el tercero, como si hubiese más de un mundo y como si realmente todos los hombres no fuésemos hermanos… Y se pone el vello de punta al considerar que mil millones de seres, iguales que nosotros, habitan en la oscura casa de la pobreza. Se pone el vello de punta al pensar que cuarenta millones de seres, iguales que nosotros, se mueren de hambre al año. Mientras exista ese destrozador, ese amargador concepto de pobreza y riqueza, los ideales que llamamos comunistas no han pasado todavía, porque no se han cumplido ni remotamente. Mientras la desigualdad sea tan notoria y tan cruel, aquellos ideales que hicieron que un mundo se rebelase contra otro no han pasado todavía y siguen exigiéndonos… He dicho la palabra hermanos, y a lo mejor le sorprende a alguno que todavía se pretenda hacer un discurso moral diciendo: son hermanos nuestros los que pasan hambre. De verdad que un león y un tigre, por comer y por dar de comer a sus cachorros, matan. Muy hermanos nuestros tienen que ser estos hambrientos para no matar. Yo creo que ya está bien de hablar de ellos y de nosotros, de segundos, de terceros y de primeros mundos y empezar a hablar en serio de todos o de ninguno.
—Una noche me confesó que cada día se sentía más anarquista. Los anarquistas soñaron con un mundo sin propiedad privada y sin dinero, pero el sueño no prosperó.
—Y es difícil que prospere. Pero insisto en que, mientras la justicia social no se cumpla, siempre quedará la utopía; mientras la igualdad no se cumpla, siempre cabrá la posibilidad de las revoluciones. Yo, cuando veo a los jefes de Estado cómodamente sentados, juntos, cenando, siempre pienso que alguien prepara una revolución en los corrales, y me alegra. Que entren en el comedor y los devoren.
—¿Pero hay algún remedio para curarse de esta fiebre del oro?
—Yo creo que es una fiebre que sólo se puede combatir con anticuerpos, con anticuerpos de lo que en verdad es el hombre, con la cultura empleada en un sentido amplio. La cultura, los supuestos que se han perdido, las utopías que se han perdido, los ideales que hasta la izquierda ha perdido de justicia social, de redistribución de la riqueza. Cómo no va a haber desigualdad, si verdaderamente no se procura la igualdad… Esos ideales se han diluido de tal manera que la socialdemocracia en este momento se ha transformado no en la cara humana del socialismo, sino en la cara humana, más o menos humana, del capitalismo. Se han olvidado de que la economía no es la verdadera dueña de la casa, y se ha hecho un proyecto económico con una voracidad inmediata, y se ha contagiado desde las alturas hasta los últimos rincones de los países y de los pueblos ese deseo feroz, rabioso de dinero.
—Lo malo no es el dinero, sino los amantes del dinero, ¿no?
—Sí, esos acaparadores, esos estraperlistas del dinero, del dinero por el dinero, no por lo que signifique o por lo que vayan a comprar con él, sino por el dinero en sí mismo. Porque, a partir de una cifra, ya me contará usted los miles de millones para qué sirven… Es ya una especie de abstracción. Yo he dicho muchas veces esa frase, que ahora la dice ya todo el mundo, de que la sociedad actual es mala no porque adore el becerro de oro, sino porque adora el oro del becerro, que es lo más incomprensible y más abstracto. Bueno, pues ya ni siquiera el oro, ya son números, cuentas, papeles, cheques, imaginaciones, elucubraciones, especulaciones… Y eso produce un extraordinario desánimo para los que no entendemos tal sistema de técnicas que nos dejan perplejos: organigramas, hipermercados, superestructuras, lo estructural y lo coyuntural, etc.
—Y la trampa de los créditos, ¿no? La gente se compra su pisito, su coche y luego se pasa la vida trabajando para pagarles a los bancos y a las financieras.
—A mí me da eso un pavor tremendo, porque es una trampa saducea. A mí me gustaría invitar a los defraudados a rebelarse y poner las cosas en su sitio. Verdaderamente la unión hace la fuerza, y es muy difícil resistirse a la tentación de atentar contra aquellos que están pisoteando el único valor absoluto que hay en el mundo, que no es el dinero, por supuesto, sino la dignidad del hombre.
—Gala, ¿usted estaría dispuesto a soltar un poquito para colaborar a la igualdad y a la justicia social?
—¿Soltar… qué?
—Soltar dinero.
—¡Claro que lo suelto, querido amigo! Yo estoy muy acostumbrado a eso. Luego hablamos, si usted quiere.
—¿Hacienda le quita el sueño?
—Hacienda me quita todo, menos el sueño. Lo que sucede es que yo soy insomne y el sueño ya lo doy por quitado. Pero verdaderamente lo de Hacienda, sin una inmediata redistribución de la riqueza y un cumplimiento esmerado de los servicios públicos, me parece un timo.
—¿Sí?
—Me parece un verdadero timo. La fruición glotona de Hacienda, con ese aire inquisitorial que ha tenido estos últimos años, como si fuese una institución religiosa, a mí me da riguroso escalofrío. Ese afán insultante, ese poderío, esa arrogancia con los que le suministramos todo lo que tiene, porque es nuestra criada, que está ahí para quitarnos los piojos, entre las muchas cosas que nos quita… Entonces se queda uno con las patas colgando literalmente, Quintero.
—Si por lo menos desgravasen las penas negras…
—No se haga usted ilusiones. Si tiene usted penas negras, lo mejor es que salga de ellas porque no le descuentan ni un duro. Y luego está esa especie de impuesto sobre la ilusión, que son las loterías y todas estas cosas. Es el impuesto sobre la ilusión de un pueblo que por tradición y humildad lleva una vida azarosa, se puede decir. Porque en España ahora los protagonistas absolutos, y también por razón de dinero, son los juegos de azar.
—Y qué me dice usted de los Bancos, con esas cartas tan cariñosas que envían a sus deudores…
—Maternales, son maternales… Te lo recuerdan todo.
—Incluso que van a acabar contigo.
—Sí, sí… Y, cuando no eres deudor, te mandan ofrecimientos maravillosos, engañifas suculentas, oportunidades inasequibles… Sí, es muy bueno todo eso. Está muy bien pensado.
—¿Tendría usted remordimientos si se decidiera a atracar un banco?
—Sólo en el caso de que saliera mal.
—Bromas aparte, es tremendo lo que estamos diciendo, ¿verdad?, porque hay tanto dolor detrás…
—Mucho dolor y mucha desesperanza, provocados por ello. Así ¿cómo quiere usted que yo no escupa al dinero? En cuanto tengo ocasión. Ya no tengo casi saliva.
—Si no existe, habría que inventar otra manera de vivir menos interesada, menos angustiosa, en la que no todo girase alrededor del dinero, en la que todo y todos tuvieran su valor y no su precio…
—Tendríamos que hacer un enorme esfuerzo colectivo e individual para salir de esto. Porque hasta lo que Virgilio llamaba la Edad de Oro, aquella edad en que el hombre era dueño natural de toda la naturaleza y no había parcelas, ni vallas, ni dinero, se llama Edad de Oro. Nuestro glorioso siglo, aquel en que se escribía muy bien y no se ponía el sol en nuestros dominios, se llama Siglo de Oro. Todo está contaminado. Habría que pegarle una patada al kiosco. Yo estaría dispuesto a pegarla el primero.
—¿Aunque se quedara sin un duro?
—Aunque me quedara sin pie. Estoy acostumbrado a estar sin un duro.
—En definitiva, Gala, en este mundo, ¿qué queda de bueno, bonito y barato?
—A lo mejor el amor. Yo creo que una época que abate lo más humano que hay en el corazón del hombre, que es su aspiración al ideal, su aspiración a la bondad, a la verdad y a la belleza, es una época mala. Lo bueno, bonito y barato no interesa en un momento, como éste, en que parece que lo caro es, simplemente por ser caro, bueno; y empiezan ya los niños a saberlo. Los niños les piden a los Reyes Magos juguetes caros, los más caros. No les piden lo que a ellos se les ocurre que resultaría divertido, no. Le piden eso que ven anunciado en la televisión porque es lo más caro. Y los padres se lo compran para alardear de que sus hijos tienen los juguetes más caros. Y los adolescentes se compran marcas, y se distinguen no por el estilo de vida o por una clase social siquiera, sino por las marcas que llevan puestas, los trajes que se endilgan, las motos en que montan y los coches a los que aspiran. Dinero, dinero, dinero.
—Por cierto, Gala, ¿conoce a alguien que se haya hecho rico trabajando?
—Riquísimo, no; es decir, no lo que se llama rico ahora. Porque antes era rico un señor que tenía un millón de pesetas. Riquísimo no conozco a nadie, salvo que usted llame trabajar a esas dos graves actividades de la usura y la especulación. Esa usura y esa especulación que se sientan, y les basta esperar unas horas para que el dinero se les haya multiplicado, porque están jugando no con la realidad, no con el valor, sino con los precios de las cosas.
—¿Señor Gala, hablando de dinero, me presta usted cincuenta mil duros?
—¡Cincuenta mil duros!… ¿Y para qué los quiere usted?
—Le juro que no son para guardarlos.
—Ya hablaremos de eso.
—¿A quién le va a dejar usted todo lo que tiene?
—Lo que tengo posee ya adjudicatario: a la Fundación para Jóvenes Creadores que, en Córdoba, lleva mi nombre.
—Mientras tanto, ¿para qué quiere usted el dinero?
—Yo lo manejo en contadas ocasiones. Hay quien lo usa para mantenerme a mí y a mis acreedores.
—¿Es usted generoso?
—Soy, en el estricto sentido de la palabra, desprendido: el dinero no me interesa nada. Pero sé cuánto cuesta ganarlo en ocasiones. No siempre me fue dado.
—¿Comprende a los avaros?
—No, siento penas por ellos. Su vicio o su defecto me da asco.
—¿Si se arruinara, para usted sería una tragedia?
—La palabra tragedia ha de reservarse para casos más extremos. Yo necesito muy poco para vivir: soy auténticamente espartano. Necesito lo justo que me permita continuar trabajando.
—¿Qué siente cuando piensa en tantos escritores y artistas que murieron en la miseria?
—Me admiran su empecinamiento y su seguridad. Si eran artistas verdaderos, supongo que el tiempo los habrá enaltecido.
—¿Cuál es la consecuencia más nefasta de la fiebre del oro que padecemos?
—La subversión de los valores, la sumisión de la vida a la fortuna, cuando ella (la vida) es nuestra única fortuna verdadera.
—¿Para qué quiere un hombre más de lo que necesita?
—Para acabar necesitando más aún. Yo he sido educado en una rigidez muy austera.
—¿Ha tenido alguna vez la tentación de robar? ¿Ha robado algo en unos grandes almacenes?
—De vez en cuando me he llevado algún libro. Creo que en tres ocasiones. Siempre me han descubierto: una desgracia.
—Tal como están las cosas, ¿usted cree que los pobres tienen derecho a la vida?
—Mire usted: si yo no creyese que los pobres tienen derecho a la vida, no tendría yo derecho a la vida, ni, desde luego, estaría aquí pensando en ellos.
—Me gusta que una pregunta tan corrosiva se la haya tomado tan en serio.
—Es que me parece que si alguien hace una pregunta como ésa, la respuesta tiene que ser tajante. Tajante, hasta el punto de que le taje el cuello, si es preciso.
—Lo comparto.
—No esperaba menos.
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