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PLANISPHERE
Mysterious barricades, a headrest (of sorts),
boarded the train at Shinjuku junction
to the palpable consternation of
certain other rubberneckers already installed
in the observation car of their dreams. It’s so peaceful
on my pallet. I could just live here?
In a second the deadbeat returned with lunch tokens.
It had been meant to be sublime, but hell was
what it more specifically resembled. Remember
to hold the course and take two of everything. That way
if we make journey’s end before the tracks expire
we’ll have been found living in it? the deep magenta
sunset I mean.
There is nothing like putting off a journey
until the next convenient interruption swamps
onlookers and ticketholders alike. We all more or less
resembled one another, until that fatal day in 1861
when the walkways fell off the mountains and the spruces
spruced down. I mean it was unimaginable in a way.
You’ll have to install a park with chairs and restrooms
for the weary and a simple but firm visitors? code
for it to be given out in your name and become a boon
to limp multitudes who thought you were somebody else
or didn’t know what it was you did. But we’ll stay clean,
by God, and when the tide of misinformation reaches
the first terrace, we’ll know what to do: yell our heads off
and admit to no mistakes.
The land stretched away like jelly into a confused cleft.
All was yapping, the race having ended
before we arrived, with mixed results.
Nobody knew what they owed or how much credit
had been advanced, being incapable of niceties like buzzing
and herding fleas till the next shipment of analgesics arrived.
It was like forming signals out of loam when you were young
and too discouraged to care very much
about aftershocks or where the die ended up.
It was too smoky in the little kitchen garden or potager
to pay much mind to the rabbits and their plankton
dispensary. Something had been launched. We knew that.
[/ezcol_1half] [ezcol_1half_end]PLANISFERIO
Misteriosas barricadas, un reposacabezas (o algo por el estilo),
embarcaron en el tren en la intersección de Shinjuku
para la palpable consternación de
ciertos otros mirones que alargaban el cuello ya instalados
en el coche de observación de sus sueños. «Hay tanta paz
en mi camastro. Yo es que me quedaría a vivir aquí».
En un segundo regresó el gorrón con vales para comer.
Se había dicho que iba a ser sublime, pero un infierno era
lo que concretamente parecía. Acuérdate
de mantener el curso y de tomar de cada cosa dos. De ese modo
si damos fin al viaje antes de que las vías venzan
nos habrán encontrado viviendo en él: el intenso magenta
de la puesta de sol, quiero decir.
No hay nada igual a retrasar un viaje
hasta que la siguiente interrupción desborda
a espectadores y poseedores de billetes por igual. Más o menos todos nosotros
nos parecíamos unos a otros, hasta aquel funesto día de 1861
cuando las pasarelas se desprendieron de las montañas y las piceas
dejaron de acicalarse. Quiero decir, era inimagible en cierto modo.
Tendrás que instalar un parque con sus sillas y cuartos de baño
para los cansados y un código, sencillo pero firme, para visitantes
que se reparta en tu nombre y se convierta en una bendición
para las mustias multitudes que se pensaban que eras otra persona
o no sabían qué era lo que hacías. Pero nos mantendremos limpios,
por Dios, y cuando la marea de mala información alcance
la primera terraza, sabremos qué hacer: chillar hasta que nos estalle la cabeza
y no reconocer ningún error.
El país se extendía hasta perderse como la gelatina cae dentro de una confusa fractura.
Todo era cháchara, y la carrera había finalizado
antes de que llegáramos, con resultados desiguales.
Ninguno de ellos sabía qué debía o cuánto crédito
se había adelantado, siendo incapaces para las sutilezas como zumbantes
pulgas abalanzándose hasta que la siguiente remesa de analgésicos llegó.
Era como modelar señales con marga cuando eras joven
y estabas demasiado desanimado como para preocuparte mucho
por las repercusiones o dónde fueran a parar los dados al final.
Estaba demasiado cargada de humo la pequeña huerta o potager
como para prestar mucha atención a los conejos y su dispensario
de plancton. Alguna cosa se había lanzado. Eso sabíamos.
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Poemas de Planisphere. New York: Harper, 2009
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