john berryman

 

 

77 dream songs

 cantos del sueño

 

 

 

traducción de andrés catalán y carlos bueno vera
introducción y notas de andrés catalán

 

‘somos palabras, john, usamos el lenguaje como si lo creáramos’

 

«para john berryman», robert lowell

 

vaso roto ediciones
1ª edición: febrero, 2019
madrid, españa

 

 

 

introducción

 

 

 

Encaramándose a la helada barandilla del puente de la avenida Washington sobre el Mississippi a su paso por Minneapolis, la mañana del 7 de enero de 1972, el poeta John Berryman —según el relato de los testigos oculares— mira frente a sí y, aunque ha acudido solo, agita una de sus manos con el brazo alzado, en un gesto de despedida o de saludo. Después se arroja al vacío de treinta metros que lo separan de la orilla oeste de un río gris y casi congelado. Horas después su madre telefonea al editor y amigo del poeta desde los años de universidad, Robert Giroux: «Bob, John ha desaparecido bajo el agua». Al principio Giroux no entiende a qué se refiere. Jill Berryman (antes Martha, se había cambiado el nombre a petición de su segundo marido), siempre había tenido una manera bastante teatral de anunciar las cosas. Durante un tiempo, además, se negó a creer que su hijo se hubiera lanzado al río y que su muerte no fuera fruto de un accidente.

 

Sólo habían pasado algunos días, sin embargo, desde el anterior intento de suicidio del poeta, atormentado por un alcoholismo desatado y unas crisis nerviosas que, durante los últimos años de su vida, le suponían al menos un largo internamiento hospitalario anual. Tampoco se trataba de su primera tentativa de suicidio —lo había intentado por primera vez hacía mucho tiempo, cuando sólo contaba con 17 años— ni era ni mucho menos el único escritor de su generación en abandonar el mundo de forma prematura. De hecho, muchos de los Cantos del sueño —como se llamaría el volumen compuesto por estos 77 Cantos del sueño publicado en 1964 y Su juguete, su sueño, su descanso, que añade cuatro años más tarde otros 308 cantos— son elegías a la creciente lista de amigos y colegas escritores que durante aquellos años acabaron con su vida o murieron prematuramente, muchos como consecuencia de la adicción o de distintos tipos de trastornos mentales: H. Hemingway, D. Schwartz, R. Jarrell, T. Roethke, L. MacNeice, S. Plath, Dylan Thomas… Auden, muy maliciosamente, sembró el rumor, a raíz de la muerte de Berryman, de que su nota de suicidio solamente decía «Tu turno, Cal», pese a lo cual Robert Lowell —al que afectó profundamente la muerte de su amigo— sería el único de toda esa generación del medio siglo en llegar a los 60 años: pocos meses después de cumplirlos un taxista lo sorprendió muerto en el asiento trasero de su coche, abrazado al retrato de la esposa que acababa de abandonar para volver con su ex mujer, a cuya casa se dirigía. «Pero en realidad nuestra vida fue la misma, / la genérica / que ofrecía nuestra generación», dejó dicho Lowell en uno de sus últimos poemas.

 

Pero la muerte que marcaría la vida y la obra de John Berryman, nacido John Allyn Smith Jr. en un pequeño pueblo de Oklahoma en 1914, fue la de su padre. Durante la infancia del poeta la familia se dedica a dar tumbos a lo largo de la rural Oklahoma siguiendo a John Allyn Smith padre en sus trabajos como empleado de banca, hasta que en 1925 el boom del mercado de los terrenos en Florida lleva a la familia a vender algunas propiedades y abrir un restaurante en Tampa. El posterior pinchazo de la burbuja económica provoca que a los pocos meses la familia se vea forzada a vender el negocio por un tercio de la cantidad que habían desembolsado. Las tribulaciones posteriores se ven agravadas por la incipiente relación de Martha con un vecino casado y de mayor edad, John Angus Berryman, y a una aventura fugaz de John con una mujer cubana, que pronto desaparece (con buena parte del dinero que quedaba).Se suceden discusiones, peleas, acuerdos de divorcio, paseos solitarios por la playa revolver en mano, depresión, angustiosos baños mar adentro. Una mañana John Allyn amanece muerto en el patio trasero de la casa con un disparo en el pecho y un calibre 32 a su lado. Nunca estuvieron muy claras las circunstancias: la policía tendía a no hacer demasiadas averiguaciones en el contexto del enorme batacazo económico en el que todos los días se producía algún suicidio. El caso es que a los pocos meses Martha y John Angus Berryman se casan y la familia se muda a Nueva York. El pequeño John toma el apellido de su padre adoptivo. Tiene tan sólo 12 años y nunca perdonará a su padre el acto violento con el que lo había abandonado. Durante toda su vida luchará con la incomprensión y la rabia, acosado por terribles pesadillas, obsesionado con las razones del suicidio y la naturaleza de su propia vida, desde entonces, en cierto modo huérfana.

 

Será precisamente el libro 77 cantos del sueño adonde le lleve la búsqueda del fantasma de su padre y donde más obvia sea la presencia del mismo: un alucinado discurso donde Berryman aborda el alcoholismo, las pesadillas, la violencia física y verbal, el egoísmo, las crisis nerviosas, la lujuria, el deseo desmedido, las infidelidades y un perenne sentimiento de culpa y abandono. Comenzados en 1955, se publicarían en 1964 para al año siguiente recibir el Premio Pulitzer, situando a Berryman como uno de los poetas más importantes de la década. Ya era, sin embargo, un escritor conocido. Interesado por vez primera en la poesía en los años de estudio en la universidad de Columbia, había dado sus primeros pasos bajo la tutela de Mark Van Doren, estudiado en Cambridge, conocido a Yeats y Dylan Thomas y publicado algunos libros antes de que su Homage to Mistress Bradstreet de 1956 fuera calificado como «el más destacado poema largo escrito por un norteamericano desde La tierra baldía» y «el poema histórico más ingenioso escrito en lengua inglesa». Fue uno de los poemas más celebrados de los 50, pero sería eclipsado por los desmedidos 77 cantos del sueño de la década siguiente. Robert Lowell, cuyos libros a partir de 1967 están muy influídos por Berryman, se referiría a ellos en estos términos en una reseña al poco de su publicación:

 

Cantos del sueño es más grande y más descuidado. El escenario es contemporáneo y está atestado de referencias a nuevos objetos, política mundial, viajes, bajos fondos y música negra. Su estilo es un conglomerado de estilo elevado, berrymanismos, jerga de la negritud y de los beats y balbuceos infantiles. El poema está escrito en secciones de dieciséis versos distribuidos en tres estrofas. No hay mucha secuenciación y a veces una sola sección se expande en tres o cuatro partes distintas. Al principio la mente sufre y se bloquea ante tanta oscuridad, desorden y extrañeza. Con el tiempo, las situaciones repetidas y su atrevido parloteo resultan más y más entretenidos, aunque incluso ahora no confiaría en poder parafrasear con precisión ni siquiera la mitad de las secciones. Los poemas son demasiado difíciles, recargados y dislocados para poderse cantar. Se denominan cantos paródicamente porque abundan los fragmentos de minstrels […]. Los sueños no son sueños de verdad sino una despierta alucinación en la que cualquier cosa que pudiera haberle sucedido al autor puede ser usada de forma aleatoria. Cualquier cosa que haya visto, oído o imaginado puede pasar a formar parte de la misma. Los poemas son sobre Berryman, o más bien sobre un sujeto al que llama Henry. Henry es Berryman tal y como se ve a sí mismo, un poéte maudit, niño y marioneta. Se ve abrumado por una mezcla de ternura y absurdo, patetismo e hilaridad, que habría resultado imposible si el autor hubiera hablado en primera persona.

 

Los poemas son así un mosaico expresionista constituido por los «sueños» de Henry, yo lírico y protagonista, al que a veces se alude como Henry Minino, Henry House, Henry Handkovitch o más frecuentemente Sr. Huesos. Un antihéroe absurdo, irresponsable, victimista, vulnerable, obsesionado con la muerte y
vehementemente acosado por la culpa. De Henry, Berryman decía en la nota a la edición completa de Los cantos del sueño de 1969: «el poema […] trata esencialmente de un personaje imaginario (no el poeta, no yo) llamado Henry, un americano blanco de mediana edad a veces en blackface [el maquillaje exagerado de los espectáculos de minstrel], que ha sufrido una pérdida irreparable y habla de sí mismo a veces en primera persona, a veces en tercera, a veces incluso en segunda; tiene un amigo, al que nunca se nombra, que se dirige a él con el nombre de Sr. Huesos o variantes del mismo».

 

En última instancia, lo que esta estrategia de apantallamiento y desdoblamiento de voces le permite a Berryman es una mayor libertad en la dicción, legitimando el uso de ciertas palabras que en una única voz directamente identificable con el autor resultarían disparatadas, prosaicas o sensibleras. En ese sentido, como señala Robert Pinsky, «aunque nos pueda parecer que los estallidos sintácticos del balbuceo infantil o del minstrel tengan alguna implicación particular, el lenguaje de Berryman parece nacer ante todo de una necesidad del poeta de un vocabulario que no le constriña o le avergüence». Lo coloquial y la sintaxis retorcida, la mezcla de alegoría cristiana, parodia, juegos de palabras, lapsus, lenguaje onírico y parloteo neurótico sirven de excusa para el estilo elevado de ciertos versos de pretensiones shakespearianas y viceversa, todo ello servido en un ejercicio de ironía constante que parece estar pidiendo permiso para esa amalgama de registros. Una consideración adicional merece el recurso al uso en diálogo de los dos personajes —Henry/Sr. Huesos y el amigo anónimo— como personajes de espectáculo de minstrel, en una forma que le permite a Berryman transmitir el tono de una idea pero simultáneamente ocultar su origen. En palabras de Helen Vendler:

 

Esta forma común de vodevil presentaba, con el telón bajado entre actos, una charla en broma entre dos personajes, uno a la izquierda y otro a la derecha. Actores blancos maquillados como negros, que contaban chistes en un exagerado dialecto negro, uno actuando como el taciturno hombre serio frente a las bufonadas del otro. Henry, el voluble, infantil y quejumbroso orador principal, es el yo lírico de los cantos: nunca se dirige a su contraparte por su nombre. El idiolecto coloquial de Henry no se ciñe exclusivamente a un dialecto, sino que exhibe muchas influencias dialectales que van desde la jerga al balbuceo infantil. Es evidente que no hay un Ego integrado en los cantos: sólo hay Conciencia en un extremo del escenario y Ello en el otro, hablando a través de un vacío, incapaces nunca de llegar a un común entendimiento.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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