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ballenas en long island

 

I

 

Las he visto varadas en la playa.

Los niños han abandonado

carruseles, montañas rusas,

nubes de azúcar, blanca o rosa, palomitas de maíz

y suspendidos de sus cometas de colores

han llegado a la orilla. Atrás quedó

la música crispada de los altavoces.

Ahora escuchan otra música más sosegada y misteriosa:

jadeo de olas, disnea de cetáceos agonizantes,

chillidos de las aves marinas,

estremecedora polifonía.

Los niños, desconectados de lo fabuloso,

saben que es imposible que a Jonás

se lo tragase una ballena,

como cuenta la Santa Biblia,

porque al final de la caverna amenazadora

una garganta angosta permite sólo el paso

de minúsculos pececillos, plancton, polen marino

que atravesaron las barbas filtradoras.

(Ignoran, sin embargo, que estas barbas

fueron antaño utilizadas

para acentuar la delgadez del talle de las damas.

Sólo Dios sabe qué habrá sido de ellas,

dónde estarán ahora pudriéndose!)

 

II

 

Son, desde luego, extraños pero no infrecuentes

estos suicidios colectivos.

Los biólogos, oceanógrafos, ecologistas

nada pueden hacer por reintegrar a los cetáceos

a su hábitat, a su medio natural;

no sólo por su peso y su volumen, sino

porque están decididas —resignadas—

a morir. (Se barajan hipótesis

diferentes y contradictorias: alguna,

tal vez, resolverá el enigma).

Hay quienes atribuyen el suceso

a una avería, una desconexión

—por el momento indemostrable—

en el sofisticado sistema de radar

que utilizan en sus desplazamientos.

Quién sabe cuál será la causa

de esta agonía a la que yo asistí

en las arenas de Long Island!

 

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III

 

Yo sí lo sé. Yo he descifrado

el, para los demás, indescifrable código,

—oh mi piedra Rosetta de estrellas y de olas!—

Los ballenatos, los jóvenes, los útiles,

los que regresan a la mar

tras culminar estas expediciones

hablaban en sus asambleas nocturnas,

mientras dormían las ballenas madres,

de la necesidad imperiosa de liberarse de este lastre

de ancianas jubiladas,

de toneladas de disnea y sordera.

Con fuegos o aguas de artificio,

pirotecnia, acuatecnia,

comunicaron su resolución:

“Nosotros os conduciremos

a unas playas calientes,

a unos lugares a los que no llegan

tempestades, témpanos, balleneros;

allí disfrutaréis del merecido descanso

después de tantas aventuras,

tantos afanes, tantos riesgos.”

Las dejaron varadas en la arena.

“Hasta mañana”, les dijeron,

sabiendo que no volverían.

“Hasta mañana”.

 

IV

 

Misericordioso e implacable

el sol les reseca la piel repujada de algas.

Muy pronto albatros y gaviotas se ensañarán

con estas moles de agonía,

de grasa y carne putrefacta.

El sol es chupado por el horizonte,

se hunde poco a poco en él

despidiéndose con su rayo verde.

Luego es la noche, y otras noches.

El faro intermitentemente

pasa su lengua de luz piadosa sobre la arena.

El mar agita sus espejos negros.

Sobre la seda o terciopelo funeral

chisporrotean las estrellas fugaces,

las ascuas de la luna de azafrán.

El zumbido de las abejas marinas,

el crujido del oleaje que clava sus colmillos

en las rocas de azabache y cristal

resuena en los oídos agonizantes

de las viejas ballenas,

festín de la desolación, el silencio, el olvido, la sombra.

 

V

 

“Hasta mañana.” Fue el último mensaje.

Y ya no habrá mañana.

Ahora las moribundas,

ciegas y sordas tienen la mirada del recuerdo

puesta en sus ballenatos, indefensos

frente al testuz terrible de las olas heladas,

los témpanos, las hélices, los arpones,

desvalidos, sin rumbo

por esos mares de Dios.

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poesía Hiperión, 326

JOSÉ HIERRO

CUADERNO DE NUEVA YORK

Undécima edición: noviembre, 2000

Madrid

 

 

 


 

 

 

 

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