del capítulo I
La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño
de cinco años; abrió la camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcos de violenta coloración, y el pecho que se abultaba
y se encogía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para alcanzar un ritmo natural; abrió también la portañuela del ropón de dormir, y vio
los muslos, los pequeños testículos llenos de ronchas que se iban agrandando, y al extender más aún las manos notó las piernas frías y temblorosas.
En ese momento, las doce de la noche, se apagaron las luces de las casas del campamento militar y se encendieron las de las postas fijas,
y las linternas de las postas de recorrido se convirtieron en un monstruo errante que descendía de los charcos, ahuyentando a los escarabajos.
Baldovina se desesperaba, desgreñada, parecía una azafata que, con un garzón en los brazos iba retrocediendo pieza tras pieza en la quema de un
castillo, cumpliendo las órdenes de sus señores en huida.
Necesitaba ya que la socorrieran, pues cada vez que retiraba el mosquitero, veía el cuerpo que se extendía y le daba más relieve a las ronchas;
aterrorizada, para cumplimentar el afán que ya tenía de huir, fingió que buscaba a la otra pareja de criados. El ordenanza y Truni, recibieron su llegada
con sorpresa alegre. Con los ojos abiertos a toda creencia, hablaba sin encontrar las palabras, del remedio que necesitaba la criatura abandonada.
Decía el cuerpo y las ronchas, como si los viera crecer siempre o como si lentamente su espiral de plancha movida, de incorrecta gelatina, viera la
aparición fantasmal y rosada, la emigración de esas nubes sobre el pequeño cuerpo.
Mientras las ronchas recuperaban todo el cuerpo, el jadeo indicaba que el asma le dejaba tanto aire por dentro a la criatura, que parecía que
iba a acertar con la salida de los poros. La puerta entreabierta adonde había llegado Baldovina, enseñó a la pareja con las mantas de la cama sobre
sus hombros, como si la aparición de la figura que llegaba tuviese una velocidad en sus demandas, que los llevaba a una postura semejante a un monte de
arena que se hubiese doblegado sobre sus techos, dejándoles apenas vislumbrar el espectáculo por la misma posición de la huida. Muy lentamente le
dijeron que lo frotase con alcohol, ya que seguramente la hormiga león había picado al niño cuando saltaba por el jardín. Y que el jadeo del asma no
tenía importancia, que eso se iba y venía, y que durante ese tiempo el cuerpo se prestaba a ese dolor y que después se retiraba sin perder la verdadera
salud y el disfrute. Baldovina volvió, pensando que ojalá alguien se llevase el pequeño cuerpo, con el cual tenía que responsabilizarse misteriosamente,
balbucear explicaciones y custodiarlo tan sutilmente, pues en cualquier momento las ronchas y el asma podían caer sobre él y llenarla a ella de terror.
Después llegaba el Coronel y era ella la que tenía que sufrir una ringlera de preguntas, a la que respondía con nerviosa inadvertencia, quedándole
un contrapunto con tantos altibajos, sobresaltos y mentiras, que mientras el Coronel baritonizaba sus carcajadas, Baldovina se hacía leve, desaparecía,
desaparecía, y cuando se la llamaba de nuevo hacía que la voz atravesase una selva oscura, tales imposibilidades, que había que nutrir ese eco de voz
con tantas voces, que ya era toda la casa la que parecía haber sido llamada, y que a Baldovina, que era sólo un fragmento de ella, le tocaba una
partícula tan pequeña que había que reforzarla con nuevos perentorios, cargando más el potencial de la onda sonora.
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José Lezama Lima
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Paradiso
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Ediciones Era, S. A. 1976
México
Edición revisada por el autor y al cuidado
de Julio Cortázar y Carlos Monsiváis
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