kurt vonnegut

 

 

mire al pajarito

 

 

Mire al pajarito es una antología de cuentos de uno de los escritores

más sólidos y originales de la narrativa norteamericana. Recoge catorce

piezas inéditas del famoso autor de Matadero Cinco, implacables relatos

de este escritor incorregible, icono de la contracultura, eterno candidato

al Nobel y un talento incomprendido por buena parte de la crítica de

su época.

 

Un psiquiatra embaucador que se convierte en «asesor de homicidios»

e inventa una trama original y cruel para sacarle rédito a las pulsiones de

sus pacientes paranoicos; una familia que conoce las consecuencias de

confiar sus secretos más íntimos a una mágica invención; un hombre atrapado

en un mundo kafkiano después de enfrentarse al jefe de los bajos mundos

que domina el hampa en un pueblo del estado de Nueva York; un par de

inspectores de policía que investigan la extraña desaparición de varias viudas

acaudaladas, y cuyo último rastro los lleva a la casa de un insólito personaje

que practica terapias de hipnosis: toda una extraña y divertida galería de

personajes estrafalarios que desvelan con agudo humor el lado sórdido y

profundamente humano del American way of life.

 

Con el estilo sencillo y directo característico de Vonnegut, y acompañados de sus

habituales dibujos en tinta, Mire al pajarito es un regalo inesperado para los lectores,

que no contaban con la existencia de estos relatos que oscilan entre la ciencia ficción,

el humor negro y la feroz crítica social. Todos ellos, sin excepción, con giros inquietantes

e impredecibles que sorprenderán al lector.

 

«El Rey y la Reina del Universo», uno de los relatos con más matices en esta antología,

ha sido catalogado como uno de los mejores cuentos de Vonnegut. Divertidos y extraños

resultarán «Hola, Red», «Las hormigas petrificadas», o el cuento que da nombre al libro,

«Mire al pajarito».

 

Como solía hacer Vonnegut con varias de sus obras, en esta edición los textos se

acompañan con varios de sus dibujos, que reflejan sin lugar a dudas su sensibilidad

y humor, muy acordes con su estilo de escritura.

 

«Esta nueva edición de los cuentos de Kurt Vonnegut es un valioso aporte a la biblioteca

personal de los lectores y una delicia para sus seguidores, especialmente para aquellos

que disfrutan de su peculiar estilo de escritura. Cada relato tiene el elemento sorpresa

que sólo Vonnegut sabe conseguir».

 

The Guardian

 

«Es difícil saber por qué no se publicaron antes estos relatos. Son refinados, despiadadamente divertidos

de leer, y hasta el último de ellos llega a un final impecable y gratificante».

 

Dave Eggers, The New York Times

 

 

 

 

kurt vonnegut
mire al pajarito
las personitas simpáticas

 

look at the birdie
kurt vonnegut, jr., 2009
traducción: jesús gómez gutiérrez

 

 

 

las personitas simpáticas

 

 

 

Era una día cálido, seco y cegador de julio que hacía sentir a Lowell Swift como si cada microbio y pecado de su cuerpo

se estuviera recociendo definitivamente. Había salido de los grandes almacenes donde trabajaba de vendedor de linóleo

y volvía a casa en autobús. Bajo el brazo, llevaba una caja larga y verde, llena de rosas rojas, porque aquel día marcaba

el final de su séptimo año de matrimonio con Madelaine, que tenía el coche y que, de hecho, era su propietaria.

El autobús estaba abarrotado, pero como no había ninguna mujer de pie, Lowell tenía la conciencia tranquila; se recostó

en su asiento y chasqueó los nudillos distraídamente, pensando cosas agradables sobre su esposa.

Era un hombre alto y estirado, con un bigote fino de color rubio rojizo, y el anhelo de ser un coronel británico. En la distancia,

daba la impresión de que su anhelo se había satisfecho en todos los sentidos, con excepción del uniforme; parecía distinguido

y resuelto. Sin embargo, sus ojos eran los de un pordiosero nostálgico, perdido, perplejo y desmesuradamente simpático.

 

Gozaba de buena salud y era inteligente, pero también decente hasta un punto que lo incapacitaba para ser señor de su casa

o acumulador de riquezas.

 

En cierta ocasión, Madelaine lo había descrito como un hombre que estaba en la orilla de la corriente de la vida, sonriendo

y diciendo «discúlpeme», «usted primero» y «no, gracias».

 

Madelaine era agente inmobiliario y ganaba mucho más dinero que Lowell. A veces le tomaba el pelo al respecto; él se limitaba

a sonreír afablemente y a decir que, por lo menos, nunca se había ganado enemigos y que, a fin de cuentas, no dejaba de

ser tan producto de Dios como ella misma… un producto al que, supuestamente, había reservado un final feliz.

Madelaine era una mujer preciosa y el único amor de Lowell; sin ella, habría estado perdido. Algunos días, cuando volvía a

casa en el autobús, se sentía aburrido, incapaz y cansado y le asaltaba el temor de que Madelaine lo abandonara; de

hecho, no le habría echado en cara que sintiera ese deseo.

Pero aquel día no era uno de esos. Se sentía maravillosamente bien. Además de ser su aniversario de bodas, estaba sazonado

de misterio. Y por lo que sabía, no era un misterio ominoso sino lo suficientemente desconcertante como para que se creyera

envuelto en una pequeña aventura, que les concedería a Madelaine y a él unos minutos de estimulante especulación: mientras

esperaba al autobús, alguien le había arrojado un abrecartas.

 

En su momento, pensó que lo habían lanzado desde un coche que pasaba o desde algún despacho del edificio del otro

lado de la calle. No lo vio hasta que llegó tintineando a la acera y se detuvo ante las puntas negras y afiladas de sus

zapatos. Rápidamente, echó un vistazo a su alrededor; no pudo averiguar de dónde procedía. Lo recogió con cautela y resultó

estar caliente y ser sorprendentemente ligero. Era de color plata azulado, de corte transversal ovalado y con un diseño

muy moderno; parecía hueco y estaba hecho de una sola pieza de metal, puntiaguda en un extremo y mocha en el contrario,

sin más elemento que diferenciara la empuñadura y la hoja que una especie de piedra pequeña, como una perla, en el medio.

 

Lowell lo reconoció al instante como un abrecartas porque había visto muchas veces algo parecido en el escaparate de

una cuchillería ante la que pasaba diariamente cuando iba o volvía de la parada del autobús. Lo blandió sobre su cabeza,

mirando de coche en coche y de cristalera en cristalera, en un esfuerzo por localizar a su dueño; pero nadie lo miró con

intención de reclamar su propiedad, de modo que se lo guardó en el bolsillo.

Se asomó por la ventanilla del autobús y vio que el vehículo descendía por el bulevar tranquilo y sombreado por olmos

donde Madelaine y él vivían; aunque las habían dividido en pisos caros, las mansiones que lo flanqueaban seguían siendo

mansiones magníficas por fuera. Sin los ingresos de Madelaine, Lowell jamás habría podido vivir en un lugar como aquél.

La parada siguiente era la suya, la del edificio colonial blanco con columnata. Madelaine habría visto la llegada del autobús

porque estaría mirando desde el piso de la tercera planta que en el pasado había sido un salón de baile.

Tan lleno de alborozo como un adolescente enamorado, tiró del cordón de llamada y buscó la cara de su mujer entre la

hiedra verde y lustrosa que crecía alrededor del hastial. No la vio allí, pero supuso alegremente que estaría preparando los

cócteles de su aniversario.

 

 

«Lowell —decía la nota que encontró en el espejo del vestíbulo—, he salido a comer con un cliente que está interesado

en la propiedad de los Finletter. Cruza los dedos. Madelaine». Sonriendo con añoranza, Lowell dejó las rosas sobre la mesa y

cruzó los dedos.

 

El piso estaba desordenado y muy silencioso; al parecer, Madelaine se había marchado con prisas.

Cogió el periódico de la tarde, que estaba tirado en el suelo junto con el pegamento y el álbum de recortes, y leyó los trozos

que Madelaine había dejado enteros porque no contenían nada referente al mercado inmobiliario.

 

Desde su bolsillo le llegó un siseo rápido, como el sonido de un beso superficial o la apertura de un paquete de café envasado

al vacío. Lowell metió la mano en el bolsillo y sacó el abrecartas. La piedrecilla de en medio se debía de haber soltado de

su engaste, porque sólo había un agujero redondo.

 

Puso el abrecartas en el cojín del sofá, a su lado, y registró el bolsillo en busca del adorno perdido. Cuando lo encontró, se

sintió decepcionado al ver que no era una perla en absoluto, sino una semiesfera hueca que le pareció de plástico.

 

Volvió a mirar el cuchillo y sintió un acceso de asco. Un insecto negro, de unos seis milímetros de longitud, estaba saliendo

por el agujero. Después apareció un segundo, un tercero y así hasta llegar a seis. Los insectos se apiñaron en una hendidura

del sofá y se movieron junto al codo de Lowell de forma lenta y carente de fluidez, como si estuvieran mareados y aturdidos.

 

A continuación, parecieron quedarse dormidos en su poco profundo refugio.

 

Lowell alcanzó una revista de la mesa de centro, la enrolló y se dispuso a aplastar a las criaturillas repugnantes antes de que

pudieran poner huevos e infestar el piso de Madelaine.

Fue entonces cuando vio que los insectos eran tres hombres y tres mujeres, de proporciones perfectas y vestidos con

mallas negras, refulgentes.

 

 

En la mesa del teléfono del vestíbulo, Madelaine había dejado una lista de números: los de su despacho, su jefe (Bud Stafford),

su abogado, su corredor de bolsa, su médico, su dentista, su peluquero, la policía, el departamento de bomberos y

los almacenes donde Lowell trabajaba.

 

Ya había pasado diez veces el dedo por encima de la lista, buscando el número de la persona adecuada para informar sobre

la llegada de seis personas diminutas de unos seis milímetros de alto, cuando marcó el de la policía con vacilación.

Deseó que Madelaine volviera a casa.

 

—Comisaría del distrito siete. Sargento Cahoon al habla.

 

La voz era tosca, y Lowell se sintió horrorizado por la imagen de Cahoon que apareció en su mente: gordo, desgarbado,

de pies planos y con espacio para cincuenta personitas en cada uno de los orificios gigantescos de la recámara de su revólver

de servicio.

 

Colgó el auricular sin decir una sola palabra. Cahoon no era su hombre.

 

De repente, todas las cosas del mundo le parecían ridiculamente grandes y brutales. Arrastró el descomunal listín telefónico

y lo abrió por «Gobierno de los Estados Unidos». Ministerio de Agricultura, Ministerio de Justicia, Departamento del Tesoro…

todo sonaba a gigantes estrepitosos, y Lowell cerró el listín con sensación de impotencia.

 

Se preguntó cuándo volvería Madelaine a casa.

 

Miró nerviosamente hacia el sofá y vio que las personitas, que habían permanecido inmóviles durante media hora, empezaban

a moverse y a explorar el terreno brillante de color ciruela y la flora de matas de hilos de los cojines. Su avance se detuvo en

seco de inmediato, cuando se toparon con unas paredes de cristal: las del fanal que Lowell quitó del reloj antiguo de Madelaine,

que estaba en la repisa de la chimenea, y usó para encerrarlos.

 

«Bravo, bravo, diablillos» —dijo con asombro. Lowell se felicitó a sí mismo por mantener la calma y ser razonable con ellos.

No se había dejado dominar por el pánico; no los había matado ni había pedido ayuda. Dudó que mucha gente hubiera

demostrado la imaginación necesaria para admitir que las personitas eran verdaderos exploradores de otro mundo, y que el

supuesto cuchillo era realmente una nave espacial.

 

«Parece que habéis venido a ver al hombre adecuado —les murmuró a cierta distancia—, pero que me aspen si sé lo que voy

a hacer con vosotros. Si la noticia de vuestra existencia se extiende, habrá una masacre».

 

Lowell imaginó el pánico y la muchedumbre frente a su piso.

 

Mientras se acercaba a las personitas para echarles otro vistazo, caminando silenciosamente por la alfombra, oyó un tintín

procedente del fanal. Uno de los hombres daba vueltas y más vueltas por su interior y golpeaba las paredes con algún tipo

de herramienta, buscando una abertura; los demás estaban absortos con una hebra de tabaco que habían sacado de entre los

hilos.

 

 

 

Lowell levantó el fanal. «Hola», dijo suavemente.

Las personitas chillaron con sonidos similares a los tonos agudos de una caja de música, y salieron a la carrera hacia la

hendidura del lugar donde el cojín se unía al respaldo del sofá.

 

«No, no, no, no —dijo Lowell—, no tengáis miedo, personitas». Extendió un dedo con intención de detener a una de las mujeres.

Para su horror, de su dedo salió una chispa que la alcanzó y la dejó convertida en un montoncillo del tamaño de una semilla

de dondiego. Los otros se arrojaron a la hendidura para esconderse detrás del cojín.

 

«Dios mío, ¿qué he hecho? ¿Qué he hecho?» —dijo Lowell, desconsolado.

 

Corrió a alcanzar una lupa de la mesa de Madelaine e inspeccionó con ella el cuerpo inmóvil y diminuto. «Ay, ay, ay», murmuró.

Se entristeció mucho más cuando vio lo bella que era. Tenía un parecido leve con una chica a la que había tratado antes de

conocer a Madelaine. Los párpados de la mujer temblaron y se abrieron. «Gracias al cielo», dijo él. Ella lo miró con horror.

 

«Bueno, eso está mejor —continuó Lowell, con brío—. Soy tu amigo; no quiero hacerte daño. Dios sabe que no. —Sonrió y se

frotó las manos—. Organizaremos un banquete de bienvenida a la Tierra. ¿Qué te apetece? ¿Qué come la gente pequeña,

eh? Encontraré algo».

 

Se dirigió rápidamente a la cocina, cuyas encimeras estaban abarrotadas de platos y cubiertos sucios. Se rió para sus adentros

cuando cargó una bandeja con botellas, tarros y latas que ahora le parecían enormes; en sentido literal, toda una montaña de

comida.

 

Silbando con aire festivo, llevó la bandeja al salón y la dejó en la mesa de centro. La mujercita ya no se encontraba en el cojín.

 

«¿Dónde os habéis metido ahora? —dijo con alegría—. Bueno, sabré dónde encontraros cuando todo esté dispuesto. ¡Ajá!

He aquí un banquete digno de reyes y reinas. Ni más ni menos».

 

Con la punta del dedo, dibujó un círculo de gotas pequeñas alrededor del centro de un platillo, dejando montículos de

mantequilla de cacahuete, mahonesa, margarina, jamón picado, queso cremoso, salsa de tomate, paté de hígado, mermelada

de uva y azúcar humedecido. En el interior del círculo puso gotas separadas de leche, cerveza, agua y zumo de naranja.

A continuación, levantó el cojín.

 

«Salid a comer o lo tiraré al suelo —amenazó—. Pero ¿dónde estáis? Os encontraré, ya os encontraré…». En la esquina

del sofá, en el lugar que antes había ocupado el cojín, había una moneda de veinticinco centavos y otra de diez, una

cerilla de cartón y una vitola de puro, una de la marca que fumaba el jefe de Madelaine.

 

«Aquí estáis» —dijo Lowell. Varios pares de pies minúsculos sobresalían bajo la pila de desechos.

Cogió las monedas y las seis personitas quedaron a la vista, apiñadas y temblorosas. Posó una mano ante ellos, con

la palma hacia arriba, y declaró: «Venga, subid a bordo de una vez. Tengo una sorpresa para vosotros».

 

Como no se movieron, a Lowell no le quedó más opción que espantarlos hacia su mano con la punta de un lápiz. Después,

los llevó por los aires y los vertió en el borde del platillo como si fueran semillas de alcaravea.

 

«Os ofrezco el mayor smörgasbord de la historia», anunció. Las gotas eran más altas que los invitados al banquete.

Tras varios minutos, las personitas recobraron el valor suficiente para volver a explorar. Pronto, el aire de alrededor del platillo

se llenó de gritos aflautados de placer, a medida que descubrían filón tras filón.

 

Lowell los observó con la lupa, encantado. Sus caras se volvían hacia él, iluminadas con una gratitud de labios que se relamían

 

y miradas de asombro.

«Probad la cerveza. ¿Habéis probado la cerveza?» —preguntó Lowell. Ahora, cuando hablaba, las personitas ya no gritaban

como antes; lo escuchaban con atención, intentando comprender.

 

Señaló la gota de color ámbar y los seis la probaron con diligencia. Fingieron que les gustaba, pero no pudieron ocultar su desagrado.

—Gusto adquirido —dijo Lowell—. «Ya aprenderéis. Ya…».

 

La frase se quedó sin terminar. Un coche había aparcado fuera, y la voz de Madelaine flotó en la tarde de verano.

Cuando Lowell volvió de la ventana, después de ver que Madelaine besaba a su jefe, las personitas se habían arrodillado hacia él

y cantaban algo que llegó a sus oídos con un sonido dulce y apenas perceptible.

 

 

«Eh, ¿a qué viene esto? —dijo, sonriendo—. No ha sido nada… nada en absoluto. Miradme bien, sólo soy un tipo normal

y corriente, tan común como la tierra del suelo. No habréis pensado que yo…». La idea le pareció tan absurda que rompió a reír.

 

La salmodia continuó, ferviente, suplicante, adoradora.

 

Miró deprisa a su alrededor y vio el abrecartas, la nave espacial. La dejó junto al platillo y los empujó nuevamente con la punta

del lápiz. «Vamos, volved un rato a vuestro sitio».

 

Los seis desaparecieron en el agujero. Lowell acababa de colocar el adorno nacarado cuando Madelaine entró.

 

—Hola —dijo, muy animada. Madelaine vio el platillo—. ¿Te has estado divirtiendo?

—En cierta forma —contestó—. ¿Y tú?

—Cualquiera diría que has metido ratones en la casa.

—No, es que a veces me siento solo, como todo el mundo —dijo Lowell.

Madelaine se ruborizó.

—Siento lo del aniversario, Lowell.

—No pasa nada.

—No me acordé hasta que volvía a casa, hace unos minutos. Ha sido como si me tiraran una tonelada de cascotes.

—Lo importante es que hayas cerrado el trato… —afirmó con simpatía.

—Sí, sí… lo he cerrado. —Estaba inquieta, y le costó sonreír cuando descubrió las rosas en la mesa del vestíbulo—.

Qué bonitas son.

—Eso me parecieron.

—¿Tienes un cuchillo nuevo?

—¿Te refieres a esto? Lo encontré de camino a casa.

—¿Lo necesitamos?

—Me he encaprichado con él. ¿Te importa?

—No… ni mucho menos.

—Madelaine miró el abrecartas con nerviosismo—. Nos has visto, ¿verdad?

—¿A quién? ¿Qué?

—Me acabas de ver besando a Bud.

—Sí, pero no creo que eso sea tu perdición…

—Me ha pedido que me case con él, Lowell.

—¿Cómo? ¿Y qué has dicho…?

—He dicho que sí.

—Vaya, no sabía que pudiera ser tan sencillo.

—Lo amo, Lowell. Quiero casarme con él. ¿Es necesario que te golpees la palma de la mano con ese cuchillo?

—Lo siento. No me había dado cuenta.

—¿Y bien? —preguntó dócilmente, tras un silencio largo.

—Creo que casi todo lo que se debía decir, ya se ha dicho.

—Lowell, lo siento terriblemente…

—¿Lo sientes por mí? ¡Tonterías! A mí se me ha abierto todo un mundo nuevo.

—Caminó hacia ella despacio y le pasó un brazo a su alrededor—. Pero tardaré en acostumbrarme, Madelaine.

¿Un beso? ¿Un beso de despedida, Madelaine?

—Lowell, por favor… —Giró la cabeza hacia un lado e intentó apartarlo con suavidad.

Él la abrazó con más fuerza.

—Lowell… no. Basta ya, Lowell. Lowell, me estás haciendo daño. ¡Por favor! —Le golpeó en el pecho y se alejó

un poco—. ¡No puedo soportarlo! —gritó con amargura.

 

La nave espacial emitió un zumbido y se puso caliente. Después, tembló y salió impulsada con su propia energía desde

la mano de Lowell, directa al corazón de Madelaine.

 

Lowell no tuvo que buscar el número de la policía. Madelaine lo había dejado en la mesa del teléfono.

 

—Comisaría del distrito siete. Sargento Cahoon al habla.

—Sargento —dijo Lowell—, quiero informar de un accidente… una muerte.

—¿Homicidio? —preguntó Cahoon.

—No sé cómo lo llamarían ustedes. Hay mucho que explicar.

 

Cuando la policía llegó, Lowell les contó la historia con calma, desde el hallazgo de la nave espacial hasta el final.

—En cierto sentido, ha sido culpa mía —dijo—. Las personitas creyeron que yo era Dios. 

 

 

 

 

kurt vonnegut

look at the birdie

 

the nice little people

 

 

 

 

It was a hot, dry, glaring July day that made Lowell Swift feel as though every germ and sin in him were being baked

out forever. He was riding home on a bus from his job as a linoleum salesman in a department store. The day marked

the end of his seventh year of marriage to Madelaine, who had the car, and who, in fact, owned it. He carried red roses

in a long green box under his arm.

 

The bus was crowded, but no women were standing, so Lowell’s conscience was unencumbered. He sat back in his

seat and crackled his knuckles absently, and thought pleasant things about his wife.

 

He was a tall, straight man, with a thin, sandy mustache and a longing to be a British colonel. At a distance, it appeared

that his longing had been answered in every respect save for a uniform. He seemed distinguished and purposeful.

But his eyes were those of a wistful panhandler, lost, baffled, inordinately agreeable. He was intelligent and healthy, but

decent to a point that crippled him as master of his home or an accumulator of wealth.

 

Madelaine had once characterized him as standing on the edge of the mainstream of life, smiling and saying, “Pardon

me,” “After you,” and “No, thank you.”

Madelaine was a real estate saleswoman, and made far more money than Lowell did. Sometimes she joked with him

about it. He could only smile amiably, and say that he had never, at any rate, made any enemies, and that, after all,

God had made him, even as he had made Madelaine—presumably with some good end in mind.

 

Madelaine was a beautiful woman, and Lowell had never loved anyone else. He would have been lost without her.

Some days, as he rode home on the bus, he felt dull and ineffectual, tired, and afraid Madelaine would leave him—and

not blaming her for wanting to.

This day, however, wasn’t one of them. He felt marvelous. It was, in addition to being his wedding anniversary, a day spiced

with mystery. The mystery was in no way ominous, as far as Lowell could see, but it was puzzling enough to make him

feel as though he were involved in a small adventure. It would give him and Madelaine a few minutes of titillating speculation.

 

While he’d been waiting for the bus, someone had thrown a paper knife to him.

It had come, he thought, from a passing car or from one of the offices in the building across the street. He hadn’t seen

it until it clattered to the sidewalk by the pointed black toes of his shoes. He’d glanced around quickly without seeing

who’d thrown it; had picked it up gingerly, and found that it was warm and remarkably light. It was bluish silver in color,

oval in cross section, and very modern in design. It was a single piece of metal, seemingly hollow, sharply pointed

at one end and blunt at the other, with only a small, pearl-like stone at its midpoint to mark off the hilt from the blade.

Lowell had identified it instantly as a paper knife because he had often noticed something like it in a cutlery window

he passed every day on his way to and from the bus stop downtown.

 

He’d made an effort to locate the knife’s owner by holding it over his head, and looking from car to car and from office

window to office window, but no one had looked back at him as though to claim it. So he had put it in his pocket. 

 

Lowell looked out of the bus window, and saw that the bus was going down the quiet, elm-shaded boulevard on which

he and Madelaine lived. The mansions on either side, though now divided into expensive apartments, were still

mansions outside, magnificent. Without Madelaine’s income, it would have been impossible for them to live in such

a place.

 

The next stop was his, where the colonnaded white colonial stood. Madelaine would be watching the bus approach,

looking down from the third-story apartment that had once been a ballroom. As excited as any high school boy in love,

he pulled the signal cord, and looked up for her face in the glossy green ivy that grew around the gable. She wasn’t there,

and he supposed happily that she was mixing anniversary cocktails.

 

“Lowell:” said the note in the hall mirror. “Am taking a prospect for the Finletter property to supper. Cross your fingers.—Madelaine.”

 

Smiling wistfully, Lowell laid his roses on the table, and crossed his fingers.

The apartment was very still, and disorderly.

Madelaine had left in a hurry. He picked up the afternoon paper, which was spread over the floor “along with a pastepot

and scrap-book, and read tatters that Madelaine had left whole, items that had nothing to do with real estate.

There was a quick hiss in his pocket, like the sound of a perfunctory kiss or the opening of a can of vacuum-packed coffee.

Lowell thrust his hand into his pocket and brought forth the paper knife. The little stone at its midpoint had come out of its

setting, leaving a round hole.

Lowell laid the knife on the cushion beside him, and searched his pocket for the missing bauble. When he found it,

he was disappointed to discover that it wasn’t a pearl at all, but a hollow hemisphere of what he supposed to be plastic.

When he returned his attention to the knife, he was swept with a wave of revulsion. A black insect a quarter of an inch

long was worming out through the hole. Then came another and another—until there were six, huddled together

in a pit in the cushion, a pit made a moment before by Lowell’s elbow. The insects’ movements were sluggish and

clumsy, as though they were shaken and dazed. Now they seemed to fall asleep in their shallow refuge.

 

Lowell took a magazine from the coffee table, rolled it up, and prepared to smash the nasty little beasts before

they could lay their eggs and infest Madelaine’s apartment.

 

It was then he saw that the insects were three men and three women, perfectly proportioned, and clad in glistening

black tights.

On the telephone table in the front hall, Madelaine had taped a list of telephone numbers: the numbers of her office,

Bud Stafford—her boss, her lawyer, her broker, her doctor, her dentist, her hairdresser, the police, the fire department,

and the department store at which Lowell worked.

Lowell was running his finger down the list for the tenth time, looking for the number of the proper person to tell about

the arrival on earth of six little people a quarter of an inch high.

 

He wished Madelaine would come home.

Tentatively, he dialed the number of the police.

“Seventh precin’t. Sergeant Cahoon speakin’.”

The voice was coarse, and Lowell was appalled by the image of Cahoon that appeared in his mind: gross and clumsy,

slab-footed, with room for fifty little people in each yawning chamber of his service revolver.

 

Lowell returned the telephone to its cradle without saying a word to Cahoon. Cahoon was not the man.

Everything about the world suddenly seemed preposterously huge and brutal to Lowell. He lugged out the

massive telephone book, and opened it to “United States Government.” “Agriculture Department … Justice Department …

 

Treasury Department”—everything had the sound of crashing giants. Lowell closed the book helplessly.

 

He wondered when Madelaine was coming home.

He glanced nervously at the couch, and saw that the little people, who had been motionless for half an hour, were

beginning to stir, to explore the slick, plum-colored terrain and flora of tufts in the cushion. They were soon

brought up short by the walls of a glass bell jar Lowell had taken from Madelaine’s antique clock on the mantelpiece

and lowered over them.

 

“Brave, brave little devils,» said Lowell to himself, wonderingly. He congratulated himself on his calm, his reasonableness

with respect to the little people. He hadn’t panicked, hadn’t killed them or “called for help. He doubted that many

people would have had the imagination to admit that the little people really were explorers from another world, and

that the seeming knife was really a spaceship.

“Guess you picked the right man to come and see,” he murmured to them from a distance, “but darned if I know

what to do with you. If word got out about you, it’d be murder.” He could imagine the panic and the mobs outside the

apartment.

As Lowell approached the little people for another look, crossing the carpet silently, there came a ticking from the

bell jar, as one of the men circled inside it again and again, tapping with some sort of tool, seeking an opening.

The others were engrossed with a bit of tobacco one had pulled out from under a tuft.

 

  
Lowell lifted the jar. “Hello, there,” he said gently.

The little people shrieked, making sounds like the high notes of a music box, and scrambled toward the cleft where

the cushion met the back of the couch.

 

“No, no, no, no,” said Lowell. “Don’t be afraid, little people.” He held out a fingertip to stop one of the women. To his horror,

a spark snapped from his finger, striking her down in a little heap the size of a morning-glory seed.

The others had tumbled out of sight behind the cushion.

 

“Dear God, what have I done, what have I done?” said Lowell heartbrokenly.

He ran to get a magnifying glass from Madelaine’s desk, and then peered through it at the tiny, still body. “Dear, dear, oh, dear,”

he murmured.

 

He was more upset than ever when he saw how beautiful the woman was. She bore a slight resemblance to a girl

he had known before he met Madelaine.

Her eyelids trembled and opened. “Thank heaven,” he said. She looked up at him with terror.

 

“Well, now,” said Lowell briskly, “that’s more like it. I’m your friend. I don’t want to hurt you. Lord knows I don’t.”

He smiled and rubbed his hands together. “We’ll have a welcome to earth banquet. What would you like?

What do you little people eat, eh? I’ll find something.”

 

He hurried to the kitchen, where dirty dishes and silverware cluttered the countertops. He chuckled to himself as he

loaded a tray with bottles and jars and cans that now seemed enormous to him, literal mountains of food.

 

Whistling a festive air, Lowell brought the tray into the living room and set it on the coffee table. The little woman was

no longer on the cushion.

“Now, where have you gone, eh?” said Lowell gaily. “I know, I know where to find you when everything’s ready.

Oho! a banquet fit for kings and queens, no less.”

 

Using his fingertip, he made a circle of dabs around the center of a saucer, leaving mounds of peanut butter, mayonnaise,

oleomargarine, minced ham, cream cheese, catsup, liver pâté, grape jam, and moistened sugar. Inside this circle

he put separate drops of milk, beer, water, and orange juice.

 

He lifted up the cushion. “Come and get it, or I’ll throw it on the ground,” he said. “Now—where did you get to? I’ll find you,

I’ll find you.” In the corner of the couch, where the cushion had been, lay a quarter and a dime, a paper match,

and a cigar band, a band from the sort of cigars Madelaine’s boss smoked.

 

“There you are,” said Lowell. Several tiny pairs of feet projected from the pile of debris. Lowell picked up the coins,

leaving the six little people huddled and trembling. He laid his hand before them, palm up. “Come on, now, climb

aboard. I have a surprise for you.”

 

They didn’t move, and Lowell was obliged to shoo them into his palm with a pencil point. He lifted them through

the air, dumped them on the saucer’s rim like so many caraway seeds.

 

“I give you,” he said, “the largest smorgasbord in history.” The dabs were all taller than the dinner guests.

 

After several minutes, the little people got courage enough to begin exploring again. Soon, the air around the

saucer was filled with piping cries of delight, as delicious bonanza after bonanza was discovered.

 

Lowell watched happily through the magnifying glass as faces were lifted to him with lip-smacking, ogling gratitude.

“Try the beer. Have you tried the beer?” said Lowell. Now, when he spoke, the little people didn’t shriek, but listened

attentively, trying to understand.

 

Lowell pointed to the amber drop, and all six dutifully sampled it, trying to look appreciative, but failing to hide their distaste.

“Acquired taste,” said Lowell. “You’ll learn. You’ll—” The sentence died, unfinished. Outside a car had pulled up, and

floating up through the summer evening was Madelaine’s voice.

 

When Lowell returned from the window, after watching Madelaine kiss her boss, the little people were kneeling and

facing him, chanting something that came to him sweet and faint.

 

“Hey,” said Lowell, beaming, “what is this, anyway? It was nothing—nothing at all. Really. Look here, I’m just an ordinary

guy. I’m common as dirt here on earth. Don’t get the idea I’m—” He laughed at the absurdity of the notion. The chant went on,

ardent, supplicating, adoring. 

 

“Look,” said Lowell, hearing Madelaine coming up the stairs, “you’ve got to hide until I get squared away in my mind

what to do about you.”

He looked around quickly, and saw the knife, the spaceship. He laid it by the saucer, and prodded them with the pencil

again. “Come on—back in here for a little while.”

 

They disappeared into the hole, and Lowell pressed the pearly hatch cover back into place just as Madelaine came in.

“Hello,” she said cheerfully. She saw the saucer. “Been entertaining?”

“In a small way,” said Lowell. “Have you?”

“It looks like you’ve been having mice in.”

“I get lonely, like anybody else,” said Lowell.

She reddened. “I’m sorry about the anniversary, Lowell.”

“Perfectly all right.”

“I didn’t remember until on the way home, just a few minutes ago, and then it hit me like a ton of bricks.”

“The important thing is,” said Lowell pleasantly, “did you close the deal?”

“Yes—yes, I did.” She was restless, and had difficulty smiling when she found the roses on the hall table. “How nice.”

“I thought so.”

“Is that a new knife you have?”

“This? Yes—picked it up on the way home.”

“Did we need it?”

“I took a fancy to it. Mind?”

“No—not at all.” She looked at it uneasily. “You saw us, didn’t you?”

“Who? What?”

“You saw me kissing Bud outside just now.”

“Yes. But I don’t imagine you’re ruined.”

“He asked me to marry him, Lowell.”

“Oh? And you said—?”

“I said I would.”

“I had no idea it was that simple.”

“I love him, Lowell. I want to marry him. Do you have to drum on your palm with that knife?”

“Sorry. Didn’t realize I was.”

“Well?” she said meekly, after a long silence.

“I think almost everything that needs to be said has been said.”

“Lowell, I’m dreadfully sorry—”

“Sorry for me? Nonsense! Whole new worlds have opened up for me.” He walked over to her slowly, put his arm around her.

“But it will take some getting used to, Madelaine. Kiss?

Farewell kiss, Madelaine?”

Lowell, please—” She turned her head aside, and tried to push him away gently.

He hugged her harder.

“Lowell—no. Let’s stop it, Lowell. Lowell, you’re hurting me. Please!” She struck him on the chest and twisted away. “I can’t stand it!” she cried bitterly.

 

The spaceship in Lowell’s hand hummed and grew hot. It trembled and shot from his hand, under its own power, straight at Madelaine’s heart.

 

Lowell didn’t have to look up the number of the police. Madelaine had taped it to the telephone table. “Seventh precin’t. Sergeant Cahoon speakin’.”

“Sergeant,” said Lowell, “I want to report an accident—a death.”

“Homicide?” said Cahoon.

“I don’t know what you’d call it. It takes some explaining.”

 

When the police arrived, Lowell told his story calmly, from the finding of the spaceship to the end.

 

“In a way, it was my fault,” he said. “The little people thought I was God.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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