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Prufrock
y otras observaciones
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1917
For Jean Verdenal, 1889-1915
mort aux Dardanelles
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Or puoi la quantitate
comprender dell’ amor ch’ a te mi scalda
quando dismento nostra vanitate,
trattando l’ ombre come cosa salda.
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[Ahora puedes comprender
la cantidad del amor que por ti me enciende
cuando desmiento nuestra vanidad
tratando la sombra como cosa sólida.]
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La canción de amor de J. Alfred Prufrock
Si creyera que mi respuesta fuera dada
a alguien que jamás volviera al mundo,
esta llama permanecería así sin mayor temblor.
Pero como nunca de ese abismo
nadie volvió vivo, si lo que he oído fuere la verdad,
sin temor a la infamia te respondo…
Salgamos, pues, tú y yo,
cuando la tarde se despliegue sobre la bóveda celeste
como un paciente anestesiado encima de una camilla;
vayamos, por esas acordadas calles medio desiertas,
los murmullos retrocediendo
a causa de esas noches en vela en hoteles baratos de paso
y polvorientos restaurantes con sus conchas de ostra:
Calles que continúan como un tedioso argumento
de insidiosa intención
para conducirte hacia una arrolladora pregunta…
Oh, no preguntes, “¿qué son?”
Vayamos y visitémoslas.
En la habitación, las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Ángel.
La amarillenta niebla que vuelve a frotarse contra los vidrios de las ventanas,
ese humo amarillo que restriega su hocico en los ventanales,
lamiendo con su lengua hasta las esquinas de la tarde,
demorándose en los charcos que se forman en los desagües,
dejando caer sobre su espalda el hollín que se precipita de las chimeneas,
resbalando por la terraza, daba un salto repentino
y viendo que era una suave noche de octubre,
se acurrucó después en esa casa y cayó dormida.
Y de hecho habrá tiempo,
puesto que ese humo amarillo resbala a lo largo de la calle,
rozando su espalda contra los ventanales;
tendremos tiempo, habrá tiempo
de preparar un rostro que cumpla con esas caras que te encuentres;
habrá tiempo para aniquilar y crear,
también tiempo para todos esos trabajos y días laborables
que levantan y sueltan una pregunta en tu plato;
tiempo para ti y tiempo para mí,
y tiempo aún para un centenar de indecisiones,
para cientos de visiones y revisiones,
antes de tomar el té con una tostada.
En la habitación las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Ángel.
Y, por supuesto, habrá tiempo
para preguntar: “¿Me atreveré?” y “¿me arriesgo?”
Tiempo para dar media vuelta y bajar las escaleras,
con una calva en el centro de mi cabellera—
(Dirán ellos: “¡cómo se le está afinando el pelo!”)
Mi chaqué y mi collarín se sujetan firmemente a la barbilla,
mi corbata es de tono vivo y modesta, pero se sostiene con un mero alfiler—
(Dirán ellos: “Pero, ¡qué delgados son tus brazos y piernas!”)
¿Me atreveré
a perturbar el universo?
En un minuto hay tiempo
para decisiones y revisiones que en ese minuto se revertirán.
Porque ya las he conocido a todas, a todas:
He conocido esas noches, esas madrugadas, las tardes,
he dosificado mi vida con cucharillas del café;
sé de esas voces que mueren en un otoño agonizante
bajo la música de la más lejana habitación.
Entonces, ¿qué debería pretender?
Y ya he conocido esos ojos, a todos ellos—
ojos que te preparan para una elaborada oración,
y así, cuando esté preparado, clavado con un alfiler,
cuando esté remachado y retorciéndome en la pared,
en ese momento, ¿cómo comenzar
a escupir todos los despojos de mis días y caminos?
¿Qué debería pretender?
También he conocido esos brazos, los he conocido todos—
Brazos con pulseras, blancos y desnudos,
(pero a la luz de la lámpara y, ¡cubiertos de ese vello castaño claro!)
¿Es el perfume de un vestido
el que me hace divagar así?
Brazos que yacen a lo largo de una mesa, ¡o se envuelven con un chal!
¿Debería suponerlo entonces?
¿Por dónde debo empezar?
¿Debo decir que he caminado al atardecer por calles estrechas
y he visto el humo que se eleva de las pipas
de esos hombres solitarios en mangas de camisa, asomados a las ventanas?
Debería haber tenido un par de garras afiladas
escabulléndome así por los fondos de esos mares silenciosos.
¡Y la tarde, la noche, duermen tan plácidamente!
Alisado por unos dedos alargados,
dormido… cansado… o haciéndome el remolón,
tendido en el suelo, aquí estoy junto a ti y junto a mí.
¿Debería yo, después del té con pastas y helado
tener la fuerza para obligar ese momento a su crisis?
Pero aunque he llorado y ayunado, llorado y rezado,
aunque he visto mi cabeza (con una ligera y creciente calva) ser traída en una bandeja,
no soy profeta— y esto no es un asunto grave;
he presenciado ese momento de mi grandeza relampaguear,
y he podido ver a ese eterno Lacayo sostener mi abrigo y reírse disimuladamente,
en resumen, tuve miedo.
Y, a fin de cuentas, ¿habría valido la pena?
Después de las tazas, la mermelada, el té
entre la porcelana, en medio de alguna charla sobre mí o sobre ti,
¿habría valido la pena mientras
haber arrancado de un mordisco el asunto con una sonrisa,
haber exprimido el universo en una bola
para hacerla rodar hacia alguna contundente pregunta?
para decir: “Soy Lázaro, vuelvo de la muerte,
he regresado para contáoslo todo, os contaré todo.”—
Si fuera así, acomodando su cabeza en una almohada,
debería decir: “Eso no es lo que quería decir en absoluto;
no es así, para nada.”
¿Y habría valido la pena, después de todo,
habría merecido la pena mientras,
después de esos atardeceres, los patios y las calles salpicadas de rocío,
después de los romances, de las tazas de té, después de las faldas que dejan ese rastro
a lo largo del suelo—
¿Y esto, y mucho más?—
¡Es imposible decir exactamente lo que quiero decir!
Pero como si una linterna mágica proyectara los nervios con dibujos en una pantalla:
¿Habría merecido la pena?
Si alguien, acomodándose con una almohada o quitándose un chal,
y girándose hacia la ventana, dijera:
“Eso no es así del todo,
no es eso lo que significa, para nada.”
¡No! No soy el Principe Hamlet, ni estaba destinado a serlo;
soy un sirviente señor, uno que valdrá
para impulsar un progreso, para comenzar una escena o dos,
para avisar al príncipe; sin duda, un sencillo instrumento,
respetuoso, encantado de ser útil,
prudente, cauteloso y meticuloso;
lleno de frases altisonantes, pero un poco obtuso;
a veces, de hecho, casi ridículo—
Casi, en ocasiones, el Pardillo.
Envejezco… Me hago mayor…
Llevaré los bajos de mis pantalones enrollados.
¿Debo separar mi pelo por detrás? ¿Me atrevo a comerme un melocotón?
Me pondré pantalones de franela blanca y pasearé por la playa.
He escuchado a las sirenas cantarse las unas a las otras.
No creo que me canten a mí.
Las he visto cabalgar mar adentro sobre las olas
peinando el pelo blanco arremolinado de esas ondulaciones
cuando el viento, al soplar, vuelve el agua blanca y negra.
Hemos merodeado en los recovecos del mar
junto a esas sirenas envueltas en algas rojizas y marrones
hasta que unas voces humanas nos despertaron y morimos ahogados.
The Love Song of J. Alfred Prufrock
S’io credesse che mia risposta fosse
A persona che mai tornasse al mondo,
Questa fiamma staria senza piu scosse.
Ma percioche giammai di questo fondo
Non torno vivo alcun, s’i’odo il vero,
Senza tema d’infamia ti rispondo…
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Eliot, Thomas Stearns
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La canción de amor de J. Alfred Prufrock
En Prufrock y otras observaciones
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