maroto

el destino

A veces, uno es más distinto de sí mismo que de los demás: a eso, simplemente, le llamamos destino, sin complicarnos la vida.

Aunque tiene la mirada –o, mejor, los ojos- con cierta veladura que les quita intensidad, algo, desde dentro, todavía logra abrirse paso hasta

nosotros: a eso, sencillamente, le llamamos alma.

De este hombre sabemos (pero, ¿cómo?) que si fuera necesario sometería al hierro negro hasta perder el eco, jugándose la vida.

En la época de los hombres dobles, que andan con las dos piernas para que los reconozcamos por su cojera y que bostezan dentro de los

días como si vomitaran mismidad en una palangana blanca, todavía quedan tipos a los que no les sirve cualquier respuesta y, mucho menos,

cualquier pregunta.

Ya ha estado en el circo y ha visto a los payasos; la muerte es la única aventura que le queda, y sabe que la tierra baldía se extiende

por todas partes: desdichado de aquel que la lleve dentro. Sin libertad, el mundo es solamente un mecanismo.

Son las personas civilizadas las que cumplen las órdenes que les dan, sean cuales sean; por eso le diríamos, le pediríamos a este

hombre: ‘ jefe, cuéntame lo que me pasa ’; ‘ jefe, tú qué crees que debería hacer. ’

Sabemos que nadie nos va a dar nada: lo que hacemos no es por dinero: es sólo por dinero. Como casi siempre, el tiempo está

maduro para lo que sea necesario, dispuesto con su burro negro.

Podemos escuchar cómo el viento zarandea los árboles. Todo está lejos, muy lejos, o se aleja, se va alejando. Entre las grandes

piedras buscamos los almacenes centrales.

Fotografía de Lee Jeffries, Untitled


 

 

 

 

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