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el grito
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El grito va siendo lo único que nos queda, tanto para ser como para dejar de ser nosotros
mismos; casi parece que el grito está de moda: nos hemos dado cuenta (pero cuándo, pero cómo)
de que el amor ya no es suficiente, y de que no nos une el amor, sino el espanto.
Este hombre quizá estaba meditando tranquilamente en su biblioteca y el mayordomo, muy
correcto, le ha dicho, con discreción: señor, sus pecados ya están aquí.
El poeta se pregunta: ‘¿y quién no tiene un fuego, una muerte, un miedo, algo horrible, aunque
fuere con plumas, aunque fuere con sonrisas?’.
Y nosotros, sin más, nos decimos, le decimos al tipo del alarido: pero si eres uno más de los
habitantes del planeta, de los ciudadanos del mundo, sometidos a la pobreza, a la enfermedad, a
la muerte; sencillos, simples seres humanos, hombres y mujeres con más o menos trapío, adornados
y aguantando, arrugados a veces, baratos de precio. Somos tantos los que estamos presos fuera
de la cárcel, tal vez demasiados.
Y quieres huir o gritar o llorar, y te preguntas: y los demás, los otros, ¿son como vacas rumiando
hasta que les llegue la hora de ir al matadero o simplemente no dicen nada, como tú mismo, mientras
planean la fuga?
Tal vez no tiene todavía referencias propias, o ya las ha perdido, y se siente más parecido a su
gato que a sí mismo; quiere que le digan cuál es su destino y dejar ya de sentirse tan casual, tan
prescindible, tan innecesario.
En suma, ¿para qué quiere meter, a grito pelado, un caballo dentro de otro caballo?
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Fotografía de Lee Jeffries, Untitled
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