El poema de hoy es el extenso La Tierra Baldía, de T. S. Elliot. Un poema larguísimo que retrata la vida de aquella época.
Elliot deja fluir su pensamiento de manera que es registrado según pasa por su mente. Fue publicado en 1922, y consta
de cinco partes tituladas cada una. Analizando la traducción, en un principio, se hace lenta. Hasta que uno da con la forma
de construir del poeta. Una forma que no es estrictamente poética, pues Elliot se comía monosílabos para volver la lectura
en inglés más vertiginosa. Por eso, en la versión en español y para resaltar lo romántico de sus versos, ha sido necesario
sacar a la luz esos monosílabos, algo que aporta frescura al texto y lo dotan de continuidad sonora.
La cita del principio de este poema, proviene de la Sátira VI de Petronio (El Satiricón), donde se menciona a la Sibila de Cumas,
una profetisa de la mitología grecorromana que había recibido de los dioses el don de una vida extremadamente larga, pero sin
juventud eterna. Con el paso del tiempo, se marchita hasta quedar reducida a una sombra de sí misma, deseando solo la muerte.
Vamos pues con este enorme poema. Espero que os guste.
La Tierra Baldía
por T. S. Eliot
«Yo mismo vi a la Sibila de Cumas con mis propios ojos colgando dentro de una botella,
y cuando los niños le preguntaban: ‘Sibila, ¿qué quieres?’, ella respondía: ‘Quiero morirme’.»
Para Ezra Pound
el mejor artesano.
I. El entierro de los muertos
Abril es el mes más cruel, engendra
lilas que salen de la tierra muerta, mezclando
la memoria con el deseo, removiendo
las adormecidas raíces con esa lluvia primaveral.
El invierno nos mantuvo calientes, cubriendo
la tierra con la olvidadiza nieve, alimentando
un poco la vida con esos deshidratados tubérculos.
El verano nos sorprendió atravesando el lago Starnbergersee,
con un aguacero; nos detuvimos en esa arcada,
y continuamos bajo la luz del sol hacia los jardines de Hofgarten,
también bebimos café y charlamos durante una hora.
En realidad no soy rusa, procedo de Lituania, soy alemana auténtica.
Y cuando éramos niños nos alojábamos en casa del archiduque,
mi primo, él me llevó en trineo,
y yo estaba aterrorizado. Dijo, Marie,
Marie, agárrate fuerte. Y nos lanzamos colina abajo.
En las montañas se siente uno libre.
Leo durante gran parte de la noche y me dirijo al sur en invierno.
¿Cuáles son esas raíces que agarran, qué ramas brotan
saliendo de estos deshechos pedregosos? Hijo del hombre,
no puedes decirlo ni adivinarlo, porque sólo conoces
un montón de imágenes rotas, donde el sol pega fuerte
y el árbol muerto no da sombra, el grillo no da alivio
y la piedra seca yace sin su acuoso rumor. Sólo
hay una sombra bajo este peñasco rojo,
(venid a la sombra de este peñasco rojo),
y os mostraré algo diferente de cualquiera de los dos,
tu sombra matutina avanzando tras de ti
o tu silueta al atardecer alzándose para encontrarte:
Os mostraré el miedo con un puñado de tierra.
Fresca sopla la brisa
hacia la patria.
Niña mía irlandesa,
¿dónde estás?
Me diste jacintos por primera vez hace un año;
‘me llamaron la muchacha del jacinto’.
—Y cuando volvimos, más tarde, de ese jardín de jacintos,
con los brazos llenos y tu pelo mojado, no pude
hablar, y mis ojos fallaron, no estaba ni
vivo ni muerto y no entendía nada,
buscando en ese luminoso corazón, el silencio.
Vacío y desierto está el mar.
La señora Sosostris, famosa clarividente,
tiene un fuerte resfriado, pese a ello,
es conocida por ser la mujer más sabia de Europa,
con una baraja de cartas maldita. Aquí, dijo ella,
está tu carta, el ahogado marinero fenicio,
(Esas son las perlas que fueron sus ojos. ¡Mira!)
Esta es Belladonna, la dama de las Piedras,
la dueña de las situaciones.
Este es el hombre de los tres bastones, y esta la Rueda,
también está el mercader tuerto y esta carta,
que está en blanco, es algo que él lleva a la espalda,
que me está prohibido mirar. No encuentro
al ahorcado. Temeroso de la muerte por agua.
Veo un montón de gente caminando en círculos.
Gracias. Si ves a la querida señorita Equitone,
dile que yo mismo traeré el horóscopo:
Uno debe ser tan considerado estos días.
Ciudad irreal,
bajo la dorada niebla de un invernal amanecer,
una multitud desembocaba por todo el Puente de Londres, tantos,
no se me había ocurrido que la muerte hubiera deshecho a tantos.
Suspiros, cortos e infrecuentes, eran expulsados,
y cada hombre fijaba la mirada antes sus pies.
Circulaban cuesta arriba, bajando por la calle King William,
hasta donde Saint Mary Woolnoth marcaba las horas,
con un moribundo sonido al final de la novena campanada.
Allí vi a alguien que conocía, lo detuve, gritando: “¡Stetson!
¡Tú que estuviste conmigo en esos barcos en Mylae!
Ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
¿ha empezado a germinar? ¿florecerá este año?
¿O esa repentina helada ha perturbado su lecho?
Oh, mantén al Perro bien lejos, ¡ese que es amigo de los hombres!
¡o con sus uñas lo volverá a desenterrar!
¡Tú! ¡hipócrita lector! —mi semejante, —¡mi hermano!”
II. Una partida de ajedrez
La silla en la que se sentó, como un lustroso trono,
relucía sobre el mármol, donde el vidrio
sujeto por unos soportes forjados en forma de vides frutales,
de las cuales un dorado cupido asomaba,
(otro ocultaba sus ojos tras su ala)
duplicaba las llamas del candelabro de siete brazos,
reflejando su luz sobre la mesa mientras
el brillo de sus joyas aumentaba hasta alcanzarla,
derramado con lujosa abundancia desde esos estuches de satén,
en frascos de marfil y cristal coloreado,
que, destapados, acechaban con sus peculiares y artificiales perfumes,
en ungüento, en polvo, o líquidos— turbando, confundiendo
y ahogando el sentir con esos aromas; mezclados por el aire
que refrescaba desde la ventana, estos, ascendían
engrosando las alargadas llamas de las velas,
despidiendo su humareda hasta el artesonado,
avivando el patrón del techo abovedado.
Un enorme leño naval azuzado con cobre,
ardía en tonos verdes y naranjas, enmarcado junto a una coloreada piedra,
en cuya triste luz un esculpido delfín nadaba.
Sobre la antigua repisa de la chimenea se exhibía,
como si una ventana diera a ese paisaje silvestre,
la transformación de Filomela por el rey bárbaro,
tan rudamente forzada; aun así el ruiseñor
llenó todo ese desierto con su inalterable voz,
aun así, ella lloró y todavía el mundo la persigue
tri tri por sus oídos impuros.
Y otros troncos mustios por el tiempo
se distinguían contra las paredes; curiosas formas
asomaban, inclinándose, acallando esa contigua habitación.
Unos pasos se arrastraban en la escalera.
A la luz de la hoguera, bajo la maleza, su pelo
se desplegaba en encendidas puntas
que resplandecían con palabras para quedar salvajemente inmóviles.
“Esta noche estoy muy nervioso. Sí, nervioso. Quédate conmigo.
Háblame. ¿Por qué nunca dices nada? Habla.
¿En qué estás pensando? ¿Qué imaginas? ¿Qué?
Nunca sé en qué estás pensando. Piénsalo.”
Creo que estamos en un callejón sin salida,
donde los muertos perdieron sus huesos.
“¿Qué es ese ruido?”
El viento bajo la puerta.
“¿Qué ruido es ese ahora? ¿qué hace el viento?
Nada, otra vez, nada.
¿No
sabes nada? ¿no ves nada? ¿no recuerdas
nada?
Recuerdo,
son esas las perlas que fueron sus ojos.
¿Estás vivo, o no? ¿no hay nada en tu cabeza?
Aunque
O O O O ese Shakespeariano trapo—
Es tan elegante
tan inteligente
‘¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué haré?’
Saldré corriendo tal como estoy, iré andando por la calle
con mi pelo suelto, así. ¿Qué hacemos mañana?
¿Qué vamos a hacer algún día?
El agua caliente a las diez.
Y si llueve, un coche cerrado a las cuatro.
Echaremos una partida de ajedrez,
con acuciantes ojos abiertos y esperando que llamen a la puerta.
Cuando el marido de Lil fue desmovilizado, dije—
No me anduve con rodeos, le dije a ella,
DATE PRISA POR FAVOR YA ES HORA
Ahora que Albert ha vuelto, arréglate un poco.
Querrá saber qué has hecho con el dinero que te dio
para que consiguieras unos dientes. Te lo dio, estuve allí.
Sácatelos todos, Lil, y ponte un buen juego nuevo,
dijo, lo juro, no soporto mirarte.
Y ya no puedo más, dije, piensa en el pobre Albert,
lleva cuatro años en el ejército, quiere pasarlo bien,
y si no se lo das, habrá otras que sí, le dije.
¿Oh, de verdad?, dijo ella. Algo de eso hay, dije yo.
Entonces sabré a quién agradecérselo, dijo ella, y me lanzó una mirada directa.
DATE PRISA POR FAVOR YA ES HORA
Si no te gusta puedes seguir adelante con eso, dije yo.
Otras podrán seleccionar y elegir si tú no puedes.
Pero si Albert se escapa, no será por falta de aviso.
Deberías sentir vergüenza, dije, de lucir tan anticuada.
(Y sólo tenía treinta y uno).
No puedo evitarlo, dijo ella, poniendo cara larga,
son esas pastillas que tomé para abortar, dijo ella.
(Ya ha tenido cinco, y casi muere con el joven George).
El farmacéutico dijo que no pasaría nada, pero nunca he vuelto a ser la misma.
Eres tonta de remate, dije yo.
Bueno, si Albert no te deja en paz, ahí lo tienes, dije yo,
¿para qué te casas si no quieres tener hijos?
DATE PRISA POR FAVOR YA ES HORA
DATE PRISA POR FAVOR YA ES HORA
Buenas noches, Bill. Buenas noches, Lou. Buenas noches, May. Buenas noches.
Chao chao. Buenas noches. Buenas noches.
Buenas noches, señoras, buenas noches, dulces damiselas, buenas noches, buenas noches.
III. El sermón del fuego
La tienda de campaña en el río se ha roto: Los últimos dedos en forma de hoja
se agarran y se hunden en la húmeda orilla. El viento
cruza la tierra dorada sin ser oído. Las ninfas se han ido.
El dulce Támesis, discurre con suavidad hasta que termina mi canción.
Ese río no lleva a cuestas botellas vacías, envoltorios de sándwiches,
pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas de cigarros,
ni otros testimonios de las noches de verano. Las ninfas se han ido.
Y sus amigos, esos holgazanes herederos de los directores de la ciudad;
se han marchado sin dejar dirección alguna.
Junto a las aguas del Leman me senté y lloré…
El dulce Támesis, discurre suavemente hasta que termina mi canción.
Ese dulce Támesis fluye con suavidad porque hablo sin levantar la voz y no mucho tiempo.
Pero a mis espaldas, por una fría ráfaga de viento escucho
el temblor de los huesos y una risa se propaga de oreja a oreja.
Una rata se cuela sin hacer ruido por entre la vegetación
arrastrando su viscosa panza por la orilla,
mientras pescaba en ese aburrido canal
en una tarde de invierno, por detrás de la gasolinera
meditando sobre el naufragio de mi hermano el rey
y sobre la muerte de mi padre que fue rey antes que él.
Unos cuerpos blancos y desnudos sobre la escasa tierra húmeda
y huesos se fundían en una seca buhardilla,
resonando por las patas de las ratas solamente, año tras año.
Pero tras de mí, de vez en cuando, oigo
el sonido de las bocinas y motores, que traerán
a Sweeney a la señorita Porter en primavera.
Oh, la señora Porter brillaba como la luna,
también su hija,
se lavaban los pies con agua gasificada
y ¡oh, esas voces infantiles cantando bajo la bóveda!
Pío, pío, pío
Tri, tri, tri, tri, tri, tri
tan rudamente forzada.
Tereo.
Ficticia ciudad
bajo la dorada niebla de un invernal mediodía
el señor Eugénides, comerciante de Esmirna,
sin afeitar, con el bolsillo lleno de pasas,
C.I.F Londinense: documentos a la vista,
me invitó en francés coloquial
a almorzar en el hotel Cannon Street
seguido de un fin de semana en el Metropole.
A esa hora púrpura, cuando los ojos y la espalda
se orientan boca arriba desde el escritorio, cuando el motor humano espera,
como un taxi a ralentí lo hace,
yo, Tiresias, aunque ciego, latiendo entre dos vidas,
anciano de mí con arrugadas tetas, puedo ver
a esta hora púrpura, la hora de ese atardecer que se esfuerza
por volver a casa, y trae al marinero desde el mar al hogar,
la mecanógrafa llega a casa a la hora del té, se prepara el desayuno, enciende
su horno, y prepara comida enlatada.
Al otro lado de la ventana, temerariamente extendidas
sus combinaciones secándose, eran acariciadas por los últimos rayos de sol,
en ese diván están amontonadas (por la noche en su cama)
medias, zapatillas, camisolas y corsés.
Yo, Tiresias, anciano de mí con tetas arrugadas,
percibí la escena y predije el resto—
también esperé al previsible invitado.
Él, ese joven carbuncoso, llega,
empleado de una pequeña agencia inmobiliaria, de mirada audaz,
uno de esos humildes en quienes la confianza se asienta
como un sombrero de seda en un millonario de Bradford.
El momento es propicio, supone él,
ha terminado la comida, ella está cansada y aburrida,
y empeñándose en involucrarla con caricias que aún no han sido reprobadas, sin ser deseadas.
Ruborizado, con decisión, ataca de inmediato;
sus manos exploradoras no encuentran oposición;
su vanidad no necesita respuesta,
haciendo que la bienvenida sea desinteresada.
(Y yo, Tiresias, he sufrido de antemano todo
lo proclamado en ese mismo diván o lecho;
yo, que he estado junto a Tebas, bajo el muro
de los muertos más humildes).
Da un último beso condescendiente
buscando a tientas su camino, encontrando las escaleras sin luz…
Ella, se gira y se mira un momento en el espejo,
apenas consciente de que su amante se haya ido;
su cerebro permite que un pensamiento a medio formar pase:
“Bien, ya está hecho: y me alegro de que haya terminado.”
Cuando una mujer encantadora se abandona a la locura y
vuelve a pasearse por su habitación, sola,
se alisa el pelo como si fuera un tic nervioso
y pone un disco en el gramófono.
“Esa música se cuela conmigo sobre las aguas.”
Y a lo largo del Strand, por la calle Reina Victoria.
Oh, ciudad, ciudad, a veces oigo junto a un bar público en la calle Lower Thames,
el placentero quejido de la mandolina
y el cuchicheo y parloteo de dentro,
donde los pescadores descansan a mediodía: donde los muros
de Magnus Martyr contienen
el inexplicable esplendor de ese blanco y dorado jónico.
El río suda
aceite y alquitrán.
Las barcazas se dejan llevar
por la cambiante marea.
Las rojizas velas
amplísimas
a sotavento, se balancean por el pesado mástil.
Esas barcazas transportan
troncos errantes
que bajan por Creenwich llegando
más allá de la Isla de los Perros.
¡Ay, ay, ay, la, la!
¡Ay de mí!
Elizabeth y Leicester
remando juntos.
La popa estaba formada
por una dorada concha.
El vivaracho oleaje
rizaba ambas orillas.
El viento del suroeste
llevaba río abajo
el tañido de las campanas,
de esas torres blancas.
¡Ay, ay, ay, la, la!
¡Ay de mí!
‘Había tranvías y árboles polvorientos.
Highbury me vio nacer. Richmond y Kew
me deshicieron. Junto a Richmond levanté mis rodillas
boca arriba, en el suelo de una estrecha canoa.’
‘Tengo los pies en Morgate, y mi corazón
está bajo ellos. Después del accidente
lloró. Prometió empezar de nuevo.
No dije nada. ¿Por qué debería indignarme?
‘En las arenas de Morgate
no pude vincular
nada con nada.
Esas rotas uñas de las sucias manos.
Mi humilde gente, gente que no espera
nada.’
la la
A Cártago llegué, entonces.
Ardiendo, ardiendo, ardiendo, ardiendo.
Oh, Señor, Tú me sacaste de ahí.
Oh, Señor, Tú me rescataste.
ardiendo
IV. Muerte por agua
Phlebas el fenicio, muerto hace quince días,
olvidó el graznido de las gaviotas, el oleaje de alta mar
y los beneficios y las pérdidas.
Una corriente bajo el mar
recogió sus huesos en voz baja. Al subir y bajar
pasó por las etapas de su edad y juventud
introduciéndose en ese remolino.
Judío, o no judío,
oh, tú que giras el timón y miras a barlovento,
piensa en Phlebas, que un día fue alto y guapo como tú.
V. Lo que dijo el trueno
Después de esa rojiza antorcha en los rostros sudorosos,
después del gélido silencio de los jardines,
tras esa agonía en los pedregales,
luego del aullido y del llanto,
prisión y palacio con ese eco
del trueno primaveral por encima de las distantes montañas,
él, que estaba vivo yace ahora muerto,
nosotros los vivos ahora estamos muriendo
con algo de paciencia.
Aquí no hay agua, sólo rocas,
rocas, ausencia de agua y el arenoso camino.
El camino serpentea por arriba, entre las montañas,
montañas que son rocosas sin agua.
Si hubiese agua, deberíamos detenernos y beber,
entre esas rocas uno no puede pararse y beber,
el sudor es árido y los pies van por la arena,
si sólo hubiese agua entre esas rocas,
montaña de labios muertos y cariados dientes, que no puede escupir.
Aquí uno no puede estar de pie, recostarse, ni sentarse,
ni siquiera hay silencio en las montañas,
sino estériles y secos truenos sin lluvia.
No hay siquiera soledad en esas montañas,
sino rostros rojos y ariscos que se burlan y gruñen
desde las puertas de unas casas agrietadas por el barro.
Si hubiere agua
y no rocas.
Si hubiera rocas
y también agua,
agua,
un manantial,
un estanque entre las rocas,
si sólo estuviese el sonido del agua,
no el de la cigarra,
y la seca hierba canturreando,
aunque ese sonido del agua alrededor de las rocas
donde el zorzal ermitaño canta entre los pinos,
gota a gota, gota a gota, gotea, gotea, gotea,
pero no hay agua.
¿Quién es ese tercero que camina siempre a tu lado?
Cuando cuento, sólo estamos tú y yo, juntos,
pero cuando miro más allá del nevado camino
hay siempre otro caminando junto a ti,
planeando envuelto en un manto dorado, encapuchado,
no sé si es hombre o mujer
—mas ¿quién es ese al otro lado de ti?
¿Qué es ese ruido a gran altura,
murmullo de lamento materno?
¿Quiénes son esas hordas encapuchadas
que pululan por las interminables llanuras y tropezando en la cuarteada tierra?
Rodeada únicamente por el horizonte plano,
¿qué ciudad es esa sobre las montañas?
Se resquebraja modificándose y estalla en el aire violeta,
torres cayendo.
Jerusalén, Atenas, Alejandría,
Viena, Londres,
Ficticia
Una mujer tensó su largo pelo negro con fuerza,
y tocó una música, bajito, con esas cuerdas
y unos murciélagos con cara de niño bajo esa luz violeta,
silbaban y batían sus alas
arrastrándose boca abajo, cayendo por una ennegrecida pared,
e invertidas, en el aire, había torres
repicando sus evocadoras campanas que marcaban las horas,
y unas voces cantaban desde dentro de cisternas vacías y unos pozos agotados.
En este decadente agujero entre las montañas,
a la tenue luz de la luna, la hierba resuena
sobre las derruidas tumbas, cerca de la capilla,
ahí está esa capilla que es sólo refugio del viento.
No tiene ventanas y la puerta se balancea,
como secos huesos que no pueden perjudicar a nadie.
Sólo hay un gallo ahí parado en la viga maestra,
¡Ki, ki, ri, ki! ¡ki, ki, ri, ki!
por el destello de un relámpago. Y seguido, una húmeda ráfaga
trayendo la lluvia.
El Ganges estaba a ras, y las hojas lacias
aguardaban la lluvia, mientras unas negras nubes
se reunían a lo lejos, sobre Himavant.
La jungla, en cuclillas, se encorvaba calladamente.
Entonces, se pronunció el trueno.
DA
Dad, vosotros: ¿Qué hemos dado?
Amigo mío, la sangre hace temblar a mi corazón
por la terrible osadía de la momentánea rendición
que una prudente edad nunca podrá retraer.
Por esto, y sólo por esto, hemos existido,
lo cual, no se encuentra en nuestras necrológicas,
ni en esos recuerdos cubiertos por esa benéfica araña,
ni bajo esos rotos sellos por el enjuto procurador,
en nuestras vacías habitaciones.
DA
Compadeceos: He escuchado la llave
girar en la puerta una vez y sólo una.
Pensemos en la llave, cada uno en su prisión
pensando en esa llave, cada cual confirma una prisión.
Sólo al anochecer, etéreos rumores
reavivan por un momento a un roto Coriolano.
DA
Dominaos: La barca respondía
alegremente, por la mano experta con el remo y la vela.
El mar estaba en calma, tu corazón habría respondido
alegremente, cuando, invitado, latiera, obediente
a esas contenidas manos.
Me senté en la orilla
a pescar, con la seca llanura tras de mí,
¿debo al menos poner mis tierras en orden?
El puente de Londres se derrumba, se cae, se cae.
Luego se escondió del fuego que lo afina.
¿Cuándo seré como esa golondrina? —Oh, golondrina, golondrina.
El príncipe de Aquitania en la torre derruida.
Estos fragmentos he apuntalado contra mis ruinas.
Pues bien, entonces os complaceré. Hierónimo está loco otra vez.
Dad, compadeceos, dominaos.
Paz Paz Paz
The Waste Land
By T. S. Eliot
‘Nam Sibyllam quidem Cumis ego ipse oculis meis vidi in ampulla pendere, et cum illi pueri dicerent:
Σίβυλλα τί θέλεις; respondebat illa: άποθανεîν θέλω.’
For Ezra Pound
il miglior fabbro.
wow, a esto se le llama pasión por la poesía.
Gracias por la espléndida traducción.
Gracias a ti… que tienes mucho que ver en esto.
Ángel