CINCO POEMAS DE LUIS ALBERTO DE CUENCA

COMENTADOS POR ÉL MISMO

 

 

LUIS ALBERTO DE CUENCA

Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo (CCHS, CSIC)

 

 

He elegido cinco poemas pertenecientes a mi libro Sin miedo ni esperanza (Madrid, Visor, 2002), que se incluyó también en la tercera y en la cuarta ediciones (Madrid, Visor, 2007 y 2012) de mi poesía reunida, titulada Los mundos y los días. Los cinco forman parte de la zona del libro titulada «El diablo enamorado», un rótulo que quiere rendir homenaje a la nouvelle homónima de Jacques Cazotte (1772), de cuya editio princeps guardo, como oro en paño, dos ejemplares en mi biblioteca particular. Como era de esperar a partir de la elección de ese marbete cazottiano, las cinco son composiciones de conte- nido amoroso. Yo creo que las pocas gentes que me recuerden en un futuro próximo —porque en un futuro remoto solo el olvido nos espera a todos—, lo harán pensando en mí como poeta del amor, ese disfraz amargo de la pulsión erótica que los líricos griegos inventaron y que tanto éxito posterior ha tenido en la vida cotidiana de Occidente.

El amor es un artefacto cultural que ha tenido una gran incidencia en las letras uni- versales, desde Safo al Neruda de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada o al García Lorca de los Sonetos del amor oscuro, por limitarnos a mencionar dos ejemplos de poesía contemporánea escrita en castellano. Su nacimiento histórico en la antigua Grecia, y no más allá, lo atestigua con mucha gracia y sensibilidad Carlos Martínez Aguirre (Madrid, 1974), un poeta español cuya obra me gusta mucho, en un poema titulado «El amor es un género literario» (de su libro La camarera del cine Doré y otros poemas, Madrid, Hiperión, 1997); no me resisto a transcribirlo aquí:

 

 

He pensado escribirte como si no existiera

aún el feminismo. Como si nuestro tiempo

no fuera el fin de siglo, ni nadie conociese

la igualdad de los sexos, ni causara extrañeza

oír que te dijera que el amor que yo siento

por ti jamás podrías sentirlo tú por nadie.

Tal vez el amor sea solo literatura

que cambia con el tiempo. Supongo que nosotros

no amamos como Shakespeare,

ni Shakespeare como Dante,

ni Dante como Safo, ni Safo como nadie.

 

 

Escribir sobre lo que uno siente cuando está enamorado (o cuando finge estarlo) resulta siempre muy rentable desde el punto de vista temático y, a la vez, es un agente terapéutico de primer orden, pues consigue, la mayor parte de las veces, que las llagas sentimentales dejen de sangrar o que sigan sangrando, pero con menos ganas, sin echar a perder del todo nuestro amor a la vida y nuestra autoestima.

En todo caso, la escritura desempeña un papel protector ante las embestidas del sufrimiento. Y más la poesía, que hunde sus raíces en lo más hondo de nosotros mismos.

Numero los poemas e incluyo un breve comentario ad hoc al  final de cada pieza.

 

 

1. PARA ALICIA,  DISFRAZADA DE LEIA ORGANA

 

 

Si solo fuera porque a todas horas

tu cerebro se funde con el mío;

si solo fuera porque mi vacío

lo llenas con tus naves invasoras.

Si solo fuera porque me enamoras

a golpe de sonámbulo extravío;

si solo fuera porque en ti confío,

princesa de galácticas auroras.

Si solo fuera porque tú me quieres

y yo te quiero a ti, y en nada creo

que no sea el amor con que me hieres…

Pero es que hay, además, esa mirada

con que premian tus ojos mi deseo,

y tu cuerpo de reina esclavizada.

 

 

Convendrán ustedes conmigo en que Star Wars, la saga galáctica surgida del caletre de George Lucas, es uno de los fenómenos mediáticos más importantes de las últimas décadas. Las seis películas que componían la serie —hasta este año de 2016, en que se ha estrenado el maravilloso capítulo VII de la saga, El despertar de la Fuerza— se estrenaron en dos tandas. La primera, compuesta por Una nueva esperanza (1977), El Imperio contraataca (1980) y El retorno del Jedi (1983) narra hechos posteriores a los desarrollados en la segunda, conformada por La amenaza fantasma (1999), El ataque de los clones (2002) y La venganza de los Sith (2005). Esta última trilogía constituye un generoso y espectacular  flashback que nos explica ab origine los hechos previos a Una nueva esperanza. Los episodios estrenados entre 1977 y 1983 pasaron, por lo tanto, a ser los episodios IV, V y VI de la saga, y los rodados veinte años después comenzaron a denominarse episodios I, II y III, puesto que es la cronología interna de la historia la que debe prevalecer en casos como éstos.

El episodio VI, o sea, El retorno del Jedi, es una de las películas más hermosas de Star Wars. La dirigió Richard Marquand y la protagonizaron Mark Hamill (Luke Skywalker), Harrison Ford (Han Solo) y Carrie Fisher (princesa Leia Organa). Les recordaré breve- mente el comienzo de ese  lm, que es el pasaje en el que se inspira el soneto reproducido arriba. La princesa Leia, disfrazada de cazarrecompensas, libera a Han Solo del bloque de carbonita donde lo tiene inmovilizado el gángster intergaláctico Jabba el Hutt por no pagarle lo que le debe, pero es descubierta por Jabba y pasa a ser la esclava de este, quien, para alegrarse la vista, hace que se ponga un biquini historiado de esos que llevan las camareras que atienden a Conan el bárbaro en las tabernas de Shadizar, y le plantifica una argolla en el cuello para hacer evidente el nuevo status servil de la princesa.

Siempre me pareció muy sexy y enormemente sugestiva la escena en la que el monstruoso Jabba el Hutt (una especie de gusano gigante intrínsecamente malvado) fuma despreocupadamente alguna droga alucinógena mientras sujeta con sadismo la cadena del collar que reduce los movimientos de Leia Organa. Imaginé a mi amada esposa, Alicia Mariño, ataviada con el mismo sucinto biquini que lucía Carrie Fisher en la película, y de ahí surgieron los catorce versos del soneto a ella dedicado y objeto de este comentario. Las imágenes que aparecen en el poema intentan evocar no solo la escena en cuestión, sino el universo entero de Star Wars —y nunca mejor dicho, porque Lucas se erige en arquitecto de todo un universo perfectamente trabado—. Como elementos decorativos u ornamentales, figuran en el soneto unas «naves invasoras», por ejemplo, en rima consonante con «galácticas auroras», que evocan poderosamente el ambiente, muy de space opera, de la saga.

Pero más allá de la anécdota trivial, del marco cinematográfico y aventurero en que se inscribe el poema, lo que hay en él sobre todas las cosas es amor. Amor por parte del rendido voyeur que lo ha escrito, amor profundo y verdadero que se traduce en versos de una emoción real que se transmite con facilidad, porque no está hecha de la tela con que se tejen las quimeras, sino con el espasmo de lo auténtico y el temblor de lo genuino. Y amor, cómo no, por parte de ella, Leia-Alicia, que comunica al poeta a través de los ojos, con la escritura de su mirada, el sentimiento que padece, un amor igualmente profundo y verdadero. Los dos versos y medio finales, «esa mirada / con que premian tus ojos mi deseo, / y tu cuerpo de reina esclavizada», intentan resumir el hecho del amor, que es imperio y esclavitud al mismo tiempo, pues en amor los enamorados son príncipes y siervos a la vez, reinas y esclavas a la vez, como lo es la orgullosa Leia Organa en la madriguera perversa de Jabba el Hutt, como lo son, lo fueron y lo serán cuantos amantes en el mundo han sido, en la literatura y en la vida.

La sensación que produce el soneto en el lector es de plenitud amorosa, de comunión irrenunciable entre amado y amada, como en la poesía de San Juan de la Cruz, solo que aquí nos situamos en un terreno llano, sin puentes a la excelsitud de la visión celestial, pero con vados que permiten cruzar el río de la  finitud para instalarse en el país de las palabras con vocación de permanencia, entre las que el amor —el amor verdadero que se despliega en el poema— no podía faltar.

 

 

2. DIGO, DICES…

 

 

Mírame, digo, ven a ver qué ocurre

en el país vacío de mis ojos,

en la desalentada pesadumbre

de mi cuerpo, en la noche de mi vida.

Sal de ti, dices, sal de tu silencio

deshabitado y dame una palabra

que me devuelva al mundo y me rescate

de este pozo de angustia y de amargura.

Mírame, sal de ti, dame el abismo

de tu amor, quémame, muérdeme el alma,

rómpeme, dale al viento mis cenizas.

Digo, dices, decíamos, diremos…

 

 

Del amor disfrutado en plenitud al amor sinuoso, inseguro, sufriente. Basta una fracción de segundo para pasar de la plenitud al desengaño, de la fusión al desarraigo, de la certidumbre a la duda que corroe y arruina la pasión. El poema «Digo, dices…» refleja una situación en la que todos los enamorados se han encontrado alguna vez: la falta de comunicación con el ser amado, el pavoroso reino de sed insatisfecha y de ansiedad irreflexiva en que puede convertirse la relación. Por eso, y aunque esa situación sea transitoria, sabemos que el amor también puede serlo, y que en toda gran historia de amor hay momentos de desazón y de ausencia de cariño tan angustiosos y tan amargos que los amantes piensan que su amor está muerto, cuando lo que ocurre es que ha caído en un letargo pasajero, en una catalepsia superable. Y esos momentos son recurrentes. Vuelven de su guarida cada tanto a exhibir su poder, pavoneándose ante el desamparo y la angustia que experimentan los enamorados. El poema reproduce uno de esos instan- tes de incomunicación que toda historia de amor conoce por amarga experiencia y que, aunque solo dure unas horas de un  n de semana, se diría que se prolonga por espacio de más de un siglo.

Son circunstancias en las que el amado exige a la amada —y viceversa— un punto  final al dolor que siente, por el procedimiento que sea, incluidos aquellos métodos que no suelen hallarse en las páginas de los manuales de buenas costumbres. De ahí lo de

 

«quémame, muérdeme el alma, / rómpeme, dale al viento mis cenizas»

 

que puede parecer excesivo desde fuera, pero que desde dentro tiene su lógica y acaba siendo obligatorio. Porque en amor las máximas délficas del «nada en exceso» y del «conócete a ti mismo» no pasan de ser desiderata con inclinación a seguirlo siendo in aeternum, y optar por la actitud que rompe moldes y por la desmesura es condición sine qua non entre los seguidores de Cupido, esa deidad malévola que siempre está dispuesta a embarullar identidades y a confundir egos con yoes.

De manera que cuando el amante, ensimismado, dice en el colmo del placer «¡Me muero!» (los franceses llaman petite mort al orgasmo), anuncia el «¡Mátame!» o el «¡Si me dejas, te mato!» de la situación conflictiva, lo que no dejan de ser variantes de un mismo campo semántico, el de la destrucción, como apuntara ya Vicente Aleixandre en un célebre libro de versos que se publicó en 1935 y que obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1933, cuando aún estaba inédito.

Y lo malo es que, inmersos en ese mar de disparates amorosos, seguiremos diciéndonos las mismas tonterías, los unos a las otras y las otras a los unos, mientras no hagamos mutis como especie por el foro de la extinción. Como podemos ver, el invento de Safo es incombustible. Tal vez porque está hecho de la misma materia con que se hacen los sueños.

 

 

3. A LUCRECIA, QUE LLEVABA UN RELOJ EN SU SORTIJA DE CASADA

 

 

Vierte el tiempo, Lucrecia, en esa copa

que acabas de llenar hasta los bordes

y que él levantará, como un trofeo,

brindando por tu amor. Que él envejezca

y no tú. Que se dé cuenta de todo

y no pueda hacer nada, que el veneno

del tempus fugit corra por sus venas

y le devore el cuerpo y el espíritu.

Y cuando en la sortija ya no quede

rastro de tiempo, lléname la boca

con el néctar sin horas de tus labios.

 

 

En la trastienda de este poema está un objeto, una sortija que le regalé a mi mujer, de esas que incluyen un pequeño reloj en su parte más ancha, juntando así en una misma pieza el adorno y el tiempo, el gozo de vivir y la memoria de la muerte. Yo llevo siempre en la cartera, desde que la encontré por azar entre las páginas de un libro antiguo, una estampita con una calavera y la siguiente leyenda:

 

«LO QUE SOMOS. / No tienes hora segura. / Procura, pues, disponerte / para el trance de la muerte».

 

Lo que prueba que tiendo a no olvidarme de que el hombre, según Heidegger, es un ser-para-la-muerte, un Sein zum Tode, con lo que justifico el regalo a mi «Dulcinea» (que diría mi amigo Fernando Arrabal) y quedo bien con mis convicciones más íntimas.

Pero el poema no es tan solo una constatación de esa evidencia, sino una broma sobre el tema de la infidelidad femenina. La chica se llama Lucrecia, como la Borgia hija del papa Alejandro VI (ahora los novelistas y los historiadores postulan que era una especie de santa, algo así como la Lucrecia violada en la Roma arcaica por Tarquino, y que no envenenó a nadie en su vida), y el poeta se dirige a ella diciéndole que aproveche su sortija para desprenderse del tiempo y echárselo en la copa a su marido, del mismo modo que Lucrecia Borgia utilizaba anillos con depósitos de veneno para acabar con los pelmazos en los festejos palatinos, solo que «mi» Lucrecia no echa veneno, sino tiempo, que es, por otra parte, el más seguro de los venenos. Cuando el reloj, o sea, el tiempo, se ha disuelto del todo en la copa de su legítimo, Lucrecia se libera de los vínculos temporales y se arroja en los brazos de su amante, quien, por cierto, no es otro que el poeta. Cuando ambos se besan, los jugos que se mezclan son, por arte de magia, imputrescibles.

Lo del «néctar sin horas» procede de Bosque sin horas (Montevideo, 1937), un precioso libro de poemas de Jules Supervielle (espécimen franco-uruguayo, como el supuesto conde de Lautréamont) que leí traducido al castellano por varios nombres ilustres de la Generación del 27 (Alberti, Salinas, Guillén y Altolaguirre, entre ellos). Naturalmente, no creo en absoluto que sea posible quitarse el tiempo de encima y pasárselo a otro, para que éste se convierta en polvo en un abrir y cerrar de ojos. Si esa transacción fuese factible, la densidad de sus realizaciones haría irrespirable nuestro vil y pequeño mundo. De modo que Lucrecia, con completa seguridad, se hará vieja al lado de su pesadísimo esposo, y el poeta no libará sustancia alguna de sus labios de rosa temprana. Pero ahí está la poesía, ahí está la literatura para convertir en posible lo imposible y poner una gota de frescor y de alivio en nuestra boca, apenas emergente del ávido caldero de aceite hirviendo donde nos consumimos a diario.

 

 

4. EL PÁJARO NEGRO

 

 

Entró en tu alcoba por una ventana,

como el cuervo de Poe, y se posó,

con aire indiferente, en el alféizar.

Tú pensaste en seguida: «En ese pájaro

está la imagen de mi desastrosa

existencia, el espejo de mis males».

Creías que anunciaba otra desgracia

cuando voló hacia ti y buscó refugio

en tu hombro, como si fuese el loro

de Long John Silver, pero no decía

nada desde su luto riguroso:

tan solo te miraba y te miraba.

Por  n rompió su tregua de silencio

y dijo lo siguiente: «Amiga mía,

soy el cuervo de Odín, no sé si Huginn,

el divino y alado Pensamiento,

o si soy Muninn, la Memoria sacra

(porque somos gemelos), pero vengo

—y esto sí que lo sé— a curarte el alma

y a devolverte la ilusión perdida.

Lo que pasó, pasó. Tendrás el mundo

a tu disposición si me haces caso.

Deja ya de enhebrar bobas metáforas

sobre el pájaro negro del dolor,

el fantasma de la melancolía,

las ruinas del espíritu o la cueva

de la angustia y de la desesperanza.

Deja ya de ensañarte con la vida

Por lo que, en tu opinión, te ha arrebatado.

Solo hay futuro. El sueño tiene alas.

Sé mi zorra, que yo seré tu cuervo».

 

 

¡Menuda escena la que protagonizan la chica y el cuervo en el poema! Como escribí el primer borrador de estas líneas en 2009, y hacía entonces doscientos años justos que nació en Boston (Massachusetts) Edgar Allan Poe, no pude reprimir las ganas de homenajear durante un rato a uno de los poetas y cuentistas más brillantes de las letras universales. Nadie es profeta en su tierra. Por eso Poe, que había publicado ya unos cuentos en las revistas norteamericanas que quitaban el hipo y que hubiesen bastado para auparlo a la primera línea literaria en los Estados Unidos de América, no conoció las mieles del verdadero éxito hasta que publicó su célebre poema The Raven («El cuervo») en enero de 1845, cuatro años antes de su prematura muerte. Acababa entonces —en 2009— de glosar ese poema en otro, de 120 versos, titulado «Sobre El cuervo de Poe», que vio la luz en el volumen colectivo Poe, editado por Fernando Marías y publicado en Madrid —también en 2009— por 451 Editores. Transcribo la primera estrofa de ese poema (página 61 del volumen citado):

 

 

Una noche de un frío diciembre, me encontraba

solo en mi biblioteca, pensativo, tan solo

que ni los viejos libros ni los mil cachivaches

que abruman los estantes me hacían compañía,

tan solo como un náufrago después de la tormenta,

como un tucán en medio del desierto de Gobi,

como un tigre en el Congo, como un ornitorrinco

en Siberia. Muy solo, muy cansado, hecho polvo,

sin ganas de vivir, paseando la mirada

sobre un libro de Dover con The Raven de Poe.

 

 

Siempre me ha fascinado la visita del cuervo al poeta, agobiado por la muerte de su enamorada, para certificar la desaparición definitiva de esta con su machacón estribillo Nevermore! Antes de cumplir mis primeros veinte años, perdí a Rita Macau, mi muy querida novia, en un accidente de tráfico, lo que a partir de entonces me hizo especialmente receptivo al tema de la amada muerta y su séquito de fantasmas, con lo que The Raven reunía todas las papeletas para hacerme feliz (o un poco menos infeliz). El tiempo fue pasando, y en un momento dado se me ocurrió trazar en un poema la visita de un cuervo a una muchacha —mi mujer, Alicia Mariño—, conminándola a ser feliz (dentro de lo que cabe, insisto) por el procedimiento de tirar a la papelera los malos recuerdos que pudiesen entristecerla y amargarle la existencia y de mirar hacia el futuro, una artimaña que suele funcionar siempre que uno no esté total e irremisiblemente desesperado.

El cuervo de «El pájaro negro» es un ave instruida, como indican sus alusiones a los cuervos que acompañan al dios germánico Odín, Huginn y Muninn (o sea, el Pensamiento y la Memoria), y llegaría a caernos simpático —también, incluso, a su interlocutora— de no ser por el tono chulesco e irrespetuoso con que termina su alocución, diciendo aquello de «Sé mi zorra, que yo seré tu cuervo», frase desafortunada por todos los conceptos e indigna de un deus ex machina (que es lo que es, en el fondo, el pajarraco desde el punto de vista argumental). Unir zorra con cuervo no es algo nuevo. Habría que retrotraerse a Esopo, a Fedro, a La Fontaine, o a un tebeo divertidísimo, publicado en español por la editorial mexicana Novaro, en el que el cuervo era el listo de la historia y la zorra una imbécil químicamente pura, dando la vuelta a los roles desempeñados por ambos animales en la fábula.

Pero aquí no viene a cuento en absoluto compaginar zorra con cuervo, y, además, se plantea como un intolerable desafío a la buena educación. Que se vaya este cuervo con viento fresco a la rama del árbol de donde vino, porque no toleramos la descortesía. Y que deje, eso sí, en el corazón de la dulce y melancólica Alicia el bálsamo de las palabras previas a ese último verso brutal, un bálsamo capaz de terminar de una vez con la inútil tristeza que la consume, sumiéndola en el gozo o, al menos, en la indiferencia (que no es poco, a la fe, en los tiempos que corren y corrían).

 

 

5. LA SIRENITA

 

 

Para Alicia, que dejó el mar y se vino a vivir a mi bañera.

Con tus cinco guapísimas hermanas

y tu abuela y tu padre eras feliz

en el fondo del mar, donde la vida

hierve bajo el conjuro silencioso

que urde la vara mágica del agua.

Pero ser feliz cansa, y aun abruma,

como cansa y abruma la familia,

de manera que un día decidiste

romper con tu pasado y buscar novio

entre los hombres de la superficie.

Por si eso fuera poco, alguien te dijo

que si te enamorabas de un humano

serías inmortal, lo que sonaba

bien, aunque no acabases de creértelo.

El caso es que una bruja te dio piernas

(y alguna cosa más que ahora me callo),

y, satisfecha con tu nuevo cuerpo,

pusiste rumbo a tierra. Era en agosto,

y a nadie le extrañó verte en la playa,

desnuda y sonriente, con tus piernas

recién inauguradas, vacilantes

aún, pero tan largas y perfectas

como las de la diosa del amor

en el lienzo de Sandro Botticelli.

Yo estaba por allí, matando el tiempo,

tomando el sol quizá, disimulando

el horror que la gente me inspiraba

detrás de una expresión dulce y afable,

cuando tú aniquilaste mi tristeza

con solo aparecer ante mi vista,

y supe que la gloria del deseo

se instalaba en mi alma para siempre.

Y a ti te pasó igual (lo que es más raro,

teniendo en cuenta que yo no era príncipe

y me sobraban unos cuantos kilos),

y empezó nuestra historia de amor loco,

que hoy continúa viva, tantos años

después, y que mañana estará viva

y siempre vivirá, porque está hecha

de la misma materia incombustible

con que se hacen los mitos y los sueños.

 

 

La verdad es que «La Sirenita» es uno de esos poemas en los que toda glosa está de más, pues se entiende a las mil maravillas todo lo que contiene. Pocas veces una historia de amor tiene tan pocos recovecos como la descrita en el poema. Su fuente es el cuento homónimo de Hans Christian Andersen, pero también The Little Mermaid (1989), la deliciosa película de dibujos animados de Walt Disney Pictures inspirada en ese relato y dirigida por Ron Clements y John Musker. Fue esta la última película de la factoría Disney realizada completamente a mano, lo que da glamour a la cinta, que se estrenó el mismo año en que nació mi hija Inés y en que se celebró el segundo centenario de la Revolución Francesa.

A Alicia, la receptora del poema según consta en la dedicatoria del mismo, no la conocí hasta enero de 1997. De las primeras cosas que me dijo fue que era nieta de una sirena, y yo me lo creí, porque certificó su procedencia acudiendo a la auctoritas de Gonzalo Torrente Ballester, quien solía repetir que todos aquellos que llevan el apellido Mariño son descendientes de sirenas y tienen que rendir tributo al mar, entregando un varón de ojos azules de cada generación al capricho de las olas. Pensé que pocos temas se adaptaban de mejor manera a mi historia amorosa personal que el desarrollado por Andersen en su cuento inmortal ad hoc, y que resultaba más oportuno y elegante declararle mi amor a Alicia utilizando como mediadora a su congénere la Sirenita anderseniana. Así surgió el poema, de forma obligatoria, sin que el autor pudiese hacer nada por impedirlo, pues había nacido como declaración de amor, y su corsé narrativo no pasaba de ser un mero circunloquio, un puro ejercicio perifrástico, dado que lo que se pretendía comunicar cabía en dos simples palabras castellanas, TE QUIERO, o en tres palabras inglesas, I LOVE YOU (que ahora conviene traducirlo todo a la lengua del Imperio).

Al mismo tiempo, y por pudor, la declaración amorosa iba envuelta en humor, palpable en más de un verso, porque, así, con humor, las cosas siempre son más llevaderas. El humor es consustancial a mi producción poética, como ha demostrado mi exegeta o exégeta —que ambas formas son válidas— Javier Letrán en su libro La poesía postmoderna de Luis Alberto de Cuenca (Sevilla, Renacimiento, 2005) y, dos años antes, en la antología de mi obra Vamos a ser felices y otros poemas de humor y deshumor (Lucena [Córdoba], Ayuntamiento de Lucena, 2003). Con esta doble recomendación bibliográfica llego al  final de estos breves escolios a cinco de mis poemas amorosos, pertenecientes todos ellos a Sin miedo ni esperanza (2002), mi primer poemario del siglo XXI.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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