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siesta estival
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Hay tres posibilidades: alcanzarse
mientras dura, justo después, exactamente
antes. El deseo, una flecha
que vuela hacia lo que no hay,
entra en la habitación por las rendijas
de las contraventanas, como el sol
de la calle y del cielo y de
antes. Siempre
fue así: el sol entra hecho trizas
y yo observo las modificaciones
que produce en la piel, cómo
flotan las partículas a través de
sus rayos, visibles un instante
a través de la tarde. Siempre,
aun cuando todavía yo sabía dormir.
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La contemplación de esta clase
de espectáculos, que se da en la frontera
de lo interior y lo exterior,
que traza esa frontera a través
de mi cuerpo, no me priva
de respirar ni de fingir,
de imaginar un diálogo,
de acompañar a mis frecuentes invitados;
tres o más actos pueden darse a la vez.
•
¿A la vez? La caricia y la imagen
de la calle y el sol hace unos
años son simultáneas pero son
también causa la una de la otra,
el sol y la rendija
(la percepción del sol y la rendija);
lo que se toca en este
instante recibe los flechazos de antes,
que impactan sobre una única decepción.
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Es lo que se entrelaza lo que
perturba, los acontecimientos cuyo lazo
era y sigue siendo imprevisible,
cuyo lazo queda fuera del campo
de la inteligencia y de la memoria;
la insistencia solar en este espacio
mío, desconocido en el
momento en que algo dura y somos
lo de antes y después.
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A través de las fronteras se reúnen,
y mueven las fronteras y cambian las distancias
hasta que la penumbra nos abra
o nos cierre los ojos
y haya que ponerse a caminar.
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Días futuros, marcas
de los otros, consecuencias de proyectos
inconclusos; soy eso
y poco más, ahí vivimos,
donde nadie puede llegar solo.
•
Esta tarde está lejos. El contacto, lo que
sigue, lo que precede, son tres formas
de alcanzarse esta tarde,
de volver a ser yo con lo que
hay y no hay, miro y no veo.
Otros ratos, más cercanos cuanto más
irrepetibles, flotan entre mi cuerpo
y mi ventana.
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Me estiro, trato
de ocupar la mayor superficie posible
de la cama, con todo el cuerpo
extendido y clavado contra el
cielo. No se puede saber
si estoy solo o con alguien.
Cada cuerpo pesa sobre otro
cuerpo, cada imagen
gastada y renovada del sol
y de la calle tiende sobre mi
cuerpo su valor y su angustia.
Resulta inevitable apostar por el
vínculo, reconocerlo aquí, en todo
acto, investigarlo como si se pudiera
concretar. Valor y angustia
y vínculo: verdades fugitivas,
tardes que se suman y multiplican
la incertidumbre, único modo
de calcular el peso de sus
soles, de la luz indirecta en que
flotamos a través de recuerdos
parcialmente inventados, de
las palabras y los cuerpos que hubo
y hay, múltiples sensaciones
que confluyen ahora en un contexto
que es, también, parcialmente inventado.
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Acariciando el mundo con sus
huellas, alguien se estira a mi lado
y desafía una costumbre o una forma de pensar.
Es la suma, la
multiplicación del pasado y del
ansia, del hueco que el placer
abre adelante. Unas plantas, traídas
de otra vida, respiran en la misma habitación.
•
Un niño corre por la calle.
Es la prolongación de un sueño.
Esta gota de saliva es la
prolongación de una curiosidad, de un
impulso hacia el vínculo y la niebla.
Y todo eso desemboca en el sueño,
en el momento de caer y ascender
por las paredes uterinas del sueño,
vigilándolo todo y sobre todo
las fronteras y sus puertas ilusorias.
Será triste y redondo como el sol,
como el fuego.
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Casi podrían incendiarse
las contraventanas, pero ahora están
lejos y oscuras y ya son un recuerdo
aunque sigan filtrando la luz;
incendiarse, pero ahora desde
dentro (si es que hay afuera),
desde donde nacen la saliva y el miedo,
la esperanza y la tentación de abandonar.
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Recuerdo de las siestas que
vendrán, el verano tiende y clava
la ansiedad del calor y su impulso
hacia el invierno. Suenan sus pasos
por la calle y me despiertan en
todas las otras tardes, el niño
corre como si supiera quién
es, qué es no correr,
en qué se diferencia de mí,
de qué frontera vienen sus ganas
de alcanzarse y resumir el mundo,
describirlo, tocarlo.
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