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misa final con delia garcés
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marosa di giorgio
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MISALES
Relatos eróticos
1a ed.
Buenos Aires – 2005
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A las tres de la tarde, el monstruo tocó a las puertas.
Señor Marzó, criado, espió por las mirillas. Dijo:
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-Ah, un monstruo.
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Y quedó rígido. Pero, como el de afuera insistiera, entreabrió la puerta.
El monstruo puso dentro una pierna, todo. Señor Marzó vio bien: Era una sombra en medio de una chaqueta
de gruesa carne oscura. Los botones y bolsillos, también de carne; a trechos, lisos, y a ratos, velludos.
El cráneo casi no existía, tan liviano y chico.
La Naturaleza aprovechó que la puerta se entreabrió y puso también, formadas con sombras y reflejos,
muchas viñas y glicinas. Así, cambió el salón.
Señor Marzó dijo:
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-¿Qué busca? Quiere qué?
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El otro respondió:
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-Llevarme una señora de por acá. Quiero una para mí; llevarme una. Para mí. Antes llevaba para otros siempre.
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Por rara alquimia, señor Marzó había empezado a simpatizar con el venido.
Este hablaba el idioma de la casa, pero como tocado por electricidad y se saltaba unas consonantes.
De todos modos, bien hablaba.
Señor Marzó vaciló un minuto y varios; luego decidió gritar, respetuosamente pero gritar:
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-Señora!
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Hizo un alto como si recontara y eligiese.
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-Señora!
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Eligió.
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-¡Señora Delia Garcés!!! Aquí la buscan. ¡Venga señora y venga! La buscan aquí. Venga
¡Señora Delia … Garcés! para aquí! ¡Venga! ¡Aquí!
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Delia Garcés apareció de súbito. Delgada como si no existiese; rasgada boca, ojos negros, ardientes,
inocentes, y un tremendo traje de novia.
Eligió eso. Corona de piedras. Nardo al suelo.
El monstruo dijo:
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-Ah! ¡Y … !
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Y salió.
Y Delia Garcés salió tras él, sin apercibirse. Cuando se volvió desesperada hacia la puerta, la puerta
se había cerrado para siempre.
Él iba delante como si la llevase con un hilo. Aunque con nada, la llevaba.
Atravesaron esa tarde (se hacía interminable, se hacía larguísima), los prados de todas las flores:
el de las violetas, el de las lilas, de los claveles y el benjuí. Y llegaron también al de los lises.
Delia Garcés dijo:
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-Pero ¿cómo? si los lises eran flores que no existían.
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Pero veía los tres pétalos rojos y enhiestos.
Entonces es que existen los lises?
Fue de ló único que pareció ocuparse.
Al andar se le desprendían piedras de la corona, desde el ramo. Así iba envuelta en piedras brillantes, en puras chispas.
Las gentes pasando lejos, porque extrañamente, cerca, no pasaba nadie, creían que era todo eso un cuadro andante.
O era la Virgen con un esclavo.
Así bajó el sol y apareció el bosque entero. Él dijo con su salteada voz:
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-Bien, entremos a la sombra de este nuevo día. Señora, hay que entrar aquí.
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Delia Garcés simultáneamente se detuvo.
Él dijo:
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-Señora -ya sin miramientos y sin perder tiempo alguno-, señora, la traje para mí.
Hay que ver los obstáculos inimaginables que fui venciendo.
Venga a reclinarse. Yo la traje. Yo la até. Fui yo. Soy yo, eh.
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Pero le pareció y vio que ella se agrandaba y se le iba.
(Le echó unas flores en el ruedo, que crecieron cerca, para atraparla, y fue peor.)
Ya ella era un retrato de ella misma pero gigante, en lo hondo del bosque aquél.
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-¡Oh! No, no se me vaya, señora mía! No, no!
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Y la miraba para que no se soltase; la tenía bien atada con los ojos sólo, al parecer.
Ella, por un minuto, pareció volverse y quedar como antes, cerca.
Entonces, él pretendió tocarla; eso era lo que más quería.
Se preparó precipitadamente ahí nomás para la boda, ahí de pie. Sonaba vibrando su espesa ropa de carne oscura.
Mostró el tentáculo ya que era casi noche. E hizo con él movimientos rítmicos. Y algunos alocados.
Pero Delia Garcés sin ver nada se puso a brillar como la luz de luna.
Él dio unas volteretas locas, medio sin rumbo. Y volvió: pero ni su mano ni su tentáculo alcanzaban jamás la luz de luna.
Clamó de nuevo.
Corría en círculos. Volvió.
Y faltaba siempre un poco.
Entonces, fingió ser chico, sosegarse. Arrolló el tentáculo.
Se puso astuto.
Ella brillaba tanto que si la miraba se cegaba, no veía más nada.
Él clamó de nuevo y clamó mucho. Y quedó de nuevo grande. Delia Garcés se había subido ya.
La vio en el aire ya más brillante. De pie en el aire.
Y lo que era aún peor, de pie a la vez también sobre ese jazmín y en aquel alambre.
El monstruo quedó chico -se dio cuenta, estaba cercado-, se arrolló en el suelo. Como si no estuviese.
Pero la luna que brillaba cada vez más grande, le quitó el tentáculo (Él dijo: No!!! Ah … ¡Oh!!) y se lo deshizo.
Él alcanzó a decir:
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-Oh, señora!. .. Y bien … Me voy soltero … sería mi hora. Y lo hizo bien. Pero me duele mucho.
Y ¿por qué lo hizo?? Oh … Ah … Adiós, señora. Señora, adiós. Pero ¿por qué? …
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