Parecía que era hermoso ir a casarse.

La cola blanca la seguía como un arroyuelo.

El altar flotaba en el aire. Y lo custodiaban gatos monteses con ágatas en el cuero.

Todos los abrazaban. A ella dieron un ramo de nieve.

Tal vez, a la vuelta, todos los amigos contasen a ella misma el casamiento de ella.

Ella ahora de nada parecía darse cuenta.

Subieron al carruaje. La blanca cola era más larga que el mismo carruaje

y los perseguía desde los aires.

Al principio, el marido iba quieto.

Huían las arboledas bajo las sombras, bajo la luna, unas eran negras,

y otras, de colores. Como si la luna sólo a algunas iluminara.

Y esto ¿por qué?

El marido, después de muchos árboles, mientras guiaba,

utilizó una mano para palparla.

Bajo el satín del traje, le alcanzó los pechos, puros, blancos y oscuros,

atrás del satín, como cucuruchos de almendra y maní.

Hasta detuvo el coche. Para tocar mejor, satín por medio,

a ver si ellos vibraban, decían Ah.

Ella se apabulló, luego, tremó;

dijo Dios mío, Dios mío, Dios mío, en su interior.

Hasta que un “Dios mío” se escribió en el aire.

Oyó el Ángel de la Guarda y se presentó enseguida.

El coche proseguía.

Sí. Era el Ángel de la Guarda.

Lo había visto bien en la estampa que su madre con tanto cuidado

guardaba en una caja dentro del ropero.

Era aquél. Era ese mismo.

Debajo de la estampa se leía con letras de oro: Ángel de la Guarda. Sí.

Era ése. Sí. Era aquél.

Ahora iban tres en ese viaje.

El Ángel viajaba con ellos El marido lo sabía. Ella sí lo veía.

Dijo al cielo: -Sálveme. Sálveme.

El Ángel parecía ir parado sobre una rueda.

¿Cómo? si la rueda giraba tanto! el ángel seguía parado.

-Sálveme. De este casamiento… y de otros posibles. Sálveme.

El marido estaba sorprendido de haberse quedado inmóvil,

de no buscar más aquellos montículos que sin embargo ya le pertenecían.

Hizo un esfuerzo y tendió de nuevo la mano.

-Sálveme.

Pero la retiró. Y así pasaron más árboles.

Hasta que apareció la Casa de la Felicidad.

Se vio bien grande. Los portones se entreabrían ya.

Descendió el marido. Ella descendió.

-Sálveme.

Contestó el Ángel: -Sí, aniquilaré al marido.

Ella tembló.

-Y lo reemplazaré yo.

Ella tembló más.

-Ya lo aniquilé, y ya.

Todo quedó oscuro y quedó indiferente. Y todo se alumbró.

Ella miró.

Vio la figura alta, vaporosa, que había venido en la rueda

(y que parecía su propia cola de novia),

el rostro, los ojos de miosotis del cielo, pero ardientes,

y la rosada lengua que ya le hacía una pavorosa señal.

 

 

 

 

Marosa di Giorgio

Misa final en traje de novia

En Misales

Buenos Aires, El cuenco de plata, 2005

 

 

 

 

 

 

 

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