misa y tractor

 

 

 

 

Ella tenía un nombre muy bello -o a él le parecía-, señora Arabel. Y él se llamaba Maquinaria Agrícola. Qué espanto -se decía,

espiando con pasión hacia Ia casa. Como un ladrón o un enamorado espiaba.

Con el amo el vínculo era chico; de amo a peón. A tractor! Tractor!

A la señora del amo había mirado tiempo atrás con intenciones no claras. Primero, la espió. Recién llegado a la hacienda, después

de un viaje largo y sin sobresaltos mayores.

Lo pusieron a reposar atrás de la casa. Había flores detrás de la casa, y él se quedaba más allá. La señora vino a conocerlo.

Se sonrió, se rió un poco, y él estuvo humillado. Reiría de él? Como venganza la amó, un poquito, ahi, de pie. Ella estaba del brazo

del patrón y él rápidamente se los imaginó, más tarde, luego de la cena, en el lecho.

Ella era una señora azul, delgada. Era de lavanda, gris, plateada. Era seria esta religiosa, aun riendo a carcajadas. Le vio las facciones

finas, el discreto busto, el anillo del casamiento que le apresaba un dedo. Vaya paloma extraña -pensó.

¿Cómo él la quebrará? Ella no ha de consentir. Dirá siempre no. Se pondrá a llorar. No querrá latir. ¡Qué sé yo! Por unos días siguió

mirándola.

Cuando iba con el amo por el campo, pensaba en ella, lo traicionaba adrede; con gusto lo hacía. Él lo obligaba a trabajar, a arar, a

romper tierra (arriba de él, sentado, orondo, bravío), terrones, flores, mucho más de la cuenta!

Él cumplía, pero se vengaba, en sueños casando a aquella que no se querría casar. Pero él en sueños sí lo lograba … Tener una

mujer así, ¡con ramos de lavanda en los brazos! mientras eso hacían! Qué fineza! -pensó-. Tuve suerte en llegar hasta acá! Tal vez

mate a este sinvergüenza.

Y traqueteaba, rugía como si estuviera en ella, laboraba como si estuviese acostado y ella se resistiera.

Cuando la volvía a ver con la falda rígida arriba del rocío, una taza en la mano, pensaba: No se acuerda, señora, de aquello que le hice?

¿Cómo se hace la boba? Si es por él, él no se da cuenta; de nada. Aquí y en usted, mando yo, señora. Soy yo el que manda. Soy yo.

¿No ve?

Pero un día vio a quien nunca había visto, no sabía cómo, ¿porque era muy chica y de golpe creció?, no sabía.

Se trataba de la señora Arabel. 

-Ay -se dijo-. No puedo más, me muero. Esto, ¿qué es? Un manjar del cielo. Torta de anís. Jazmín con miel.

La pequeña señora Arabel estaba mirándolo como si no lo viera, con su cara joven de hija del amo y la ama, pensando quizá en qué.

Lo que más deseó fue que trepara a él, para sentirla de cerca, aspirar la fragancia de los calzoncitos de nardo que aparecían debajo

del vestido y que ya estaba mirando.

Su corpacho de hierro crujió un poco del gusto, la ansiedad, las oscuras ideas, entreabrió sus fauces de hierro. Hizo «Craac», «Arraac».

Se dijo a sí mismo: -Malditos fierros, soy de fierro.

Pero ansiaba la carne bendita, la boca como un racimo de rojas frutitas, y pensó en la otra boca allá abajo, atrás de los lienzos, de

seguro ya a punto de ofrecer la respuesta. La señora madre, gris y bonita, pasó a otros planos, la dejó en las praderas. La dejó

con el amo.

Ah, no -pensaba soñando-. Mi boda de macho es con ésta.

La noche se le hacía insoportable, no descansaba más. Esperaba el alba, pues antes de que apareciese el amo para ir al trabajo,

señora Arabel venía con el amo, su padre, como jugando. Él se decía ¿Por qué no trepará a mí? La he visto en los árboles. Me

pondría un nido para que me lo viniese a sacar.

Sus padecimientos no tenían fin. Declinó su trabajo, se afectó, lo llevaron a curar, a un lugar hostil. Lo curaron. Volvió loco de ganas.

En la ciudad, su cuna, se sentía mal. Él, ahora, era agricultor y se estaba por casar con una señora niña, ¿No lo sabían? -pensaba

aumentando, él mismo, con mentiras, su gris historial.

Corrió un poco, entró traqueteando y corriendo al jardín, aplastó unas fresias -eran de la señora, la ama- y se asustó.

Ella salió diciendo:

-¡Cuidado!, mis fresias. ¡Ah, es usted!

-Sí, señora, soy yo.

Y ¿dónde está su niña señora Arabel?

Iba a agregar:

-Yo la quieto.

Pero, se retuvo.

Le pusieron como antes detrás de la casa. Adentro estaban tomando té. Él ya entendía todo. Decían también que lo iban a probar.

Estaban locos. No habría marido mejor que él. Se sostuvo un poco. Convenía ser delicado, esperar.

En eso señora Arabel salió, con un trozo de pastel en la boca; una espuma plateada y gotitas le afelpaban la boca.

Vio otra señora a su lado y a ésta llamaban la señora Diamela y era igualmente hermosa. Era muy pálida y con los pechos,

pequeños, fuera. Igual a señora Arabel; en eso no se cuidaban mucho, ocasionando su desesperación.

Se decía: ·-No puedo ya con mi modalidad. No sabía que yo era así. Si otro las mira y las caza, las decapita antes que yo,

me muero, me enloquezco; ahí sí no trabajo más.

Señora Arabel y su amiga la señora Diamela, de pronto, correteando, aleteando, se treparon a él, decían riendo:

-La maquinaria agrícola! El Tractor … ! Vamos a deshacerlo.

Lo golpearon con sus pequeñas manos y patitas de reinas, de hembritas. .

Éso, pensó, no sé cómo, pero las fagocitaré. Yo todavía no he hecho nada en la vida. El patrón ya se casó, triunfó muchas veces,

hizo a señora Arabel, cruzando a aquella señora triste. Yo nada hice, sólo abrir tierras. Si elijo, elijo a señora Arabel. No sé por qué.

Entretanto, palpaba de cerca, ya que las tenía encima, sus bombachitas con olor a jazmín y a un poco de amor también, son cosas

de la Naturaleza.

En esa misma tarde apareció en escena el novio de señora Arabel y señora Diamela; noviaba con las dos, un poco jugando, un

poco a escondidas. Le gustaban las dos. Las topaba y zarpaba un poco, con distinción. Tenía modales. Anochecía.

¡Qué raro anochecer!

Señora Diamela se retiró; antes ofrecióse jugando al novio de las dos, que le tocó los pechos, los sorbió un poco. Él dijo:

-¡Qué rico! Ya verá, señora Diamela, otra vez!

Luego, quedó a solas con señora Arabel, que también consintió.

El novio decía:

-Sorbí a señora Diamela. Tiene canela, no hay dudas, mas yo adoro a usted, señora Arabel, la mejor. Deme cobijo, arriésguese,

señora Arabel, deme hijos. Aquí mismo, ahora, señora Arabel, señora Arabel, señora Arabel!

Señora Arabel dijo:

-Vamos detrás del Tractor. Antes que sea muy tarde y me empiecen a llamar.

Con una rapidez de paloma voló al sitio conveniente.

Él, tractor, se quiso ir, dejarla al descubierto, que la descubrieran, no ver eso, hacerlo él, quitársela al novio, avisar al

amo y a la señora triste; que volviera señora Diamela, pero ¿que estaba haciendo? Y no podía moverse.

La señora Arabel tenía más rizos que los que se le veían.

Caían como frutos rojizos, diabólicas bananas, ya desatados, desde su cabeza hasta su cintura. Tenía dientes filosos

y blancos y ya estaban mordisqueando; actuaban como cuchillos. Así había comenzado el rito. Eran rápidos. Entendió que

señora Arabel sabía lo que hacía, o era adivina y bellísima; sin verguenzas se quitó el manto, de donde antes sólo se

veía el pecho como dos racimos de perlitas con un rubí, y ahora ~a se veía todo: la delgadez, el color de jazmín, las uñas

filosas y blancas.

Y ¡oh! La granada final que con un pequeño ay de ella, al primer embate se deshizo.

Se puso el manto como una novia desde la frente al tobillo. Dijo al novio:

-Vamos, señor, vamos, rápido a tomar el té. 

El novio alcanzó a decir, jadeando:

-Gracias, gracias, muchísimas, señora Arabel.

Él se quedó pensando un largo minuto y dijo:

-Y bien, no me hubiese convenido desposar a esta señora tan rápida en todo. No la amo más.

Y agregó:

-Yo también la sentí. El novio la desvistió. Pero yo gocé también.

Y agregó:

-Mirando, yo también la deshice. No existe más. Ya no existe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Marosa di Giorgio

Misales. Relatos eróticos  

1a ed.

Buenos Aires

El Cuenco de Plata

2005

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

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