Soy la Virgen. Me doy cuenta.
En la noche me paro junto a las columnas y a las fuentes.
O salgo a la carretera, donde los conductores me miran extasiados o huyen como locos.
Soy la Virgen.
El Angel me hablaba entre jazmines y en varios planos.
Me dijo algo rarísimo; no entendí bien.
Voy por el antiguo huerto —Isabel, Ana- por las antiguas casas;
quisiera ser una mujer en una de estas casas, una mujer en la ciudad,
pero, soy la Virgen;
no se dan cuenta;
busco otra aldea abandonada, otros cáñamos.
Silba el viento.
Los lobos están comiendo los corderos.
A mi diadema caen las estrellas como lágrimas, caen rosas y gladiolos, dalias negras.
Soy la Virgen.
Estoy sola.
Silba el viento.
¿Adónde voy? ¿Adónde voy?
Y jamás habrá repuesta.
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¡Apareció la Virgen! con el vestido verdepálido, oscuro,
con que venía siempre, aunque a ratos era celeste;
el rostro, almendra, los ojos entrecerrados;
y la deslumbrante cabellera roja que fue su distintivo.
A los pies tenía algún espacio que nadie parecía cruzar.
Un bosque de voces clamó:
¡La Perla! ¡Apareció la Perla!
(Por ahí le llamaban La Perla).
¡La Margarita!
Es decir la Doncella del Mar.
Corría, torné a casa.
Gritaba, a través de nuestros propios jardines, soñaba:
¡Mamá, apareció la Virgen!
Mamá estaba de pie en la cocina, partía cáscaras de huevos y de papas.
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