merodenado al miedo

 

El miedo es una piedra circular que tiene cien esquinas cortantes. Paraliza o mata el alma.
Le deja a uno en silencio, pisoteado como el adobe de una calle por la que todos pasan sin
detenerse. Por la que vuelven a pasar sin detenerse.

El que tiene miedo se llena de universo a las malas. Como si fuese un depósito de oscuridad.
Y su silencio es el cierre preciso de ese contenedor. El que tiene miedo ya no cuenta para nadie
porque ya no hay imprevistos. Todo es predecible.

Tal vez esto sucede involuntariamente, como esas lombrices ciegas que avanzan bajo tierra
sin ojos tragando el barro cansado del vivir. Muchos son los presos fuera de la cárcel, tal vez
demasiados, que han acabado convenciéndose de que lo que les pasa es la vida. Y esperan
esperando la vida para no mirar de frente a la desesperanza, que es lo que el miedo deja a su paso.

Hay que mirar, hay que mirar. Cuánto oro hay en la ruina y cuánto dolor. Aunque el único hombre
supremo es aquel que está muerto, y ya no es. El miedo es entonces, sin objeto, miedo a uno mismo.
Y brota en el contacto, con la relación.

El cobarde es un nido de ceniza al que acuden los pájaros para encontrar el maná de la sombra.
Ah el soldado azul que lucha contra la vida con el arma de su baba, con el filo de su culo que
al defecar despliega una anaconda.

Por esto digámonos: Yo me resisto a acatar la orden de ser tibio y cauteloso, de asirme a la seguridad,
de acomodarme en la costumbre y abrir los ojos con límites. Me resisto entre las muelas del fracaso a cumplir
la ley de cansarme, de resignarme, de sentarme en lo fofo del mundo. Me resisto, acosado por silbatos atroces,
a la fatalidad de encerrarme y perder la llave. Con toda la médula levanto, llevo, soy el miedo enorme. Y avanzo
sin causa, cantando entre los ausentes.

 

 

 

 

 

 

 

 

ángel ferrer
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