merodeando al Misterio
De por sí, su nombre lo hace indirectamente escurridizo. Un nombre que nos muestra esa imposibilidad de llegar
a percibirlo nos hace una seña desde su ocultamiento para salir en su búsqueda.
Hay varias formas de descubrir el misterio. Por las buenas, con esa gracia cristiana que se posa en nuestro
entendimiento iluminándonos. Por las malas, atrapados en el centro del foco negativo mediante argucias
que aumentan el tamaño de nuestro silencio. Tropezando y cayendo dentro de sus fauces siempre insatisfechas.
Tirándonos insensatamente al abismo, a su encuentro. Cuando nos empujan a él como cebo de una caña de pescar universal.
Esa búsqueda del absoluto, la conquista de la belleza, el encuentro con lo inmaterial; lo esencial invisible a los ojos.
Alcanzar el gozo de compartirlo podría ser uno de los fines de la civilización si nos pusiéramos de acuerdo.
Pero no es así, de la misma manera que se alcanza el misterio uno lo olvida enseguida, bengala que alumbra
en medio de la oscuridad y se apaga consumiéndose rodeada de chispas luminosas. El misterio siempre muere
en cada uno de nosotros. Con cada uno de nosotros. Así no lo conocemos, no estamos, no queremos descubrir
esa afición a encontrarlo, el culto a la ceniza, a cuanto se disgrega.
Jamás mantenemos el contacto con lo inerte. No aspiramos a transmutarnos, nos tienta el reposo. Todavía nos
intriga el absurdo, la gracia. No estamos para lo inmóvil, lo inhabitado. Cuando el misterio venga a buscarnos,
le diremos: “nos hemos mudado”.
Ángel Ferrer
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