Milana

 

milana

 

Mira dos veces para ver lo exacto; mira una sola vez para ver lo hermoso. Podría ser otra de las

teorías mínimas del merodeador. Con la cara de Milana en la (siempre escasa) ventanita de la foto, no queda

(casi) otro remedio que recordar lo que dijo el esteta (que no el poeta): no hay belleza superior sin algo extraño

en sus proporciones.

Tenemos que suponer que ese algo extraño en las proporciones es algún modo de desproporción, cierta

irregularidad en ángulos o planos o fugas, quizá un efecto de choque o de flash en el tamaño relativo de las

facciones o de la expresividad.

Esta carretera es interminable, hay que decir viendo la boca de Milana. En estos patios siempre parece

que va a llover, hay que decir viendo los (prodigiosos) ojos de Milana. Y quizá está claro que hay algo extraño en

las proporciones de su belleza superior.

Esta mujer no sólo mira, sino que, además, sabe que mira y sabe qué mira, tiene unos ojos especializados

en el sigilo y en el pespunte, (como) preparados para unir el final con el principio, que es el mecanismo íntimo de

la felicidad. Sí, puede mirar de pronto con una ternura redonda que desconcierta a cualquiera.

Milana es que lo ve todo, y mira (como) tocando lo distante con la mismísima punta de los dedos, (como)

si estuviera cosiendo aquello que mira o (como) si soltara la mariposa dulce de la mirada y la dejara posarse en los

colores, en los aromas, siguiendo la brisa, haciendo revulús.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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