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Ciudadanos en el puente
Estos ciudadanos de la vida pasean entre su espontánea posición social y unos encuentros en la
tercera fase; en los límites del mundo y con su individualidad colectiva, planetariamente.
Se dice que en el alma humana hay siempre una pasión por ir a la caza de algo. Si aceptamos que,
además, estos ciudadanos comprenden la nada de todas las cosas, ¿quién no apostaría por el sabor de
su propia carne?
Por lo demás, vemos una porción de universo barato en la seca actualidad, con charcos de espuma
del color de una nube vieja que nos recuerdan que nuestros días en este mundo son sólo una sombra y que
el tiempo está siempre maduro, dispuesto con sus burros negros.
Los paseantes comparten su radio de acción con esas materias dulces, crudas y extensas: el clima
tiene el color general del sol cuando amanece o atardece y tiene el color particular de las tardes modernas en
rotación, cuando hasta las plantas más verdes se secan en un rubio doloroso.
Con su pausado caminar, estos ciudadanos nos recuerdan que el programa de la vida feliz apenas ha
variado a lo largo de la historia, y que cuando una cosa merece la pena, incluso merece la pena hacerla mal.
Pasean mirando el agua tranquila o la última luz del sol, la tarde que ya refresca o la nada de la conciencia;
saben que la vida está llena de rodeos y que el secreto es disfrutar del paisaje abierto, general.
Tal vez sienten que el presente se les ha ido de las manos, que su historia se ha acabado, que ningún
adulto es feliz, que nadie se marcha, que es triste vivir en una época en la que hay que luchar por las cosas
evidentes, que ser hombre es por sí mismo una circunstancia atenuante.
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