lavaderos 

Los últimos lavaderos

 

El relimpio fotógrafo del fairy ultra nos ha dejado abierta una ventana que da directamente al fregadero, sin pasar por Puerto Príncipe.

Estos son los rincones -tiernos y ásperos a la vez- del universo cósmico que uno, merodeando, ama con una lujuria doméstica,

involuntaria y aseada, tal vez porque son los últimos espacios, los reductos terminales y definitivos, sin un más allá; o los ama,

simplemente, porque apestan a lejía y a humedad cáustica, que es como debía de oler aquel caldo primigenio de donde surgió la vida.

Aquí todo, casi todo, sucede entre botellones de plástico feos y vacíos, abollados y tambaleantes; aquí, en los últimos lavaderos,

se puede pasar directamente del vim clorex al alma bonita, que está sensibilizada por las burbujas tóxicas de la espuma y por el ruido

a lavativa que hacen los desagües.

Son estos rincones periféricos, marginales, en los que siempre es invierno, que están dentro de la humedad, y donde no suele haber

nadie, pero cuando hay alguien es una mujer arremangada en faena, despeinada, vestida de un luto arrugado, desordenada de ropa:

una mujer que, entre las grietas del olor a jabón, huele directamente -y en sólido diámetro- a sudor, a estropajo y a fregona, como si

le hubieran crecido los verdes, y sabemos que está ahí, con su cuerpo humano entre mucho calzoncillo sucio, para mantenerse subida

a la ingrata línea quebrada de la felicidad doméstica, familiar, lo que viene a ser duro y difícil como mantenerse montada en un potro

mecánico.

Estos son los recónditos rincones cósmicos donde no hay apariencias ni adornos, sino sólo la materia cruda, despellejada: el cadáver de

una estrella que enseña impúdicamente su esqueleto invertebrado. Estamos en la región telúrica de los lavaderos, con sus aguas blancas

y sordas, con sus hechos turbios e incoloros, con su clima detenido.

A veces, sin darnos mucha cuenta, nos vamos a los últimos lavaderos generales buscando una salud, una penitencia, una purificación,

una paz, quizá porque el roce con las paredes despojadas nos hace desprendernos de los pedazos muertos que llevamos encima:

de piel, de sentimientos, de vida, o porque a los lavaderos finales se entra sin el fantasma personal, propio: tenemos que desmontarnos

de nuestro caballo interior y dejarlo atado fuera, enfrente de la puerta, como se hacía en el Lejano Oeste antes de entrar en el saloon. 

 

 

 

 

 

 

 

Narciso de Alfonso

© Fotografía de Servando Gotor Sangil

Merodeos: urbanos y suburbanos


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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