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misa final con alitas
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Señora Susana, llamada también Señorazucena, era buena y cuando -empezó a quemar en aquella primavera sombría del maizal -abrían la sandía a cuchillada limpia, la hacían sangrar como a una vaca-la señora dejó de lado su justo andar, su bondad. Tenía pocos años, ninguna regalía.
Miró en su torno, todo tostado, sombrío. A ratos se acostaba en el cedrón con las abejas y el moscón; de noche iba a la cama todavía escolar, donde sin quererlo una noche se había transformado en una señorita, en una señora, con gran desasosiego. Se colmó de pelo sedoso, de ramos de hebras en algunos puntos, siempre los mismos; le salieron frutas picudas al pecho.
No atinó a nada, pintó sus uñas de bermellón, a ratos de azul. En el entorno había algunos machos radiantes, sombríos, de pantalón justo y paso ladrón. Eran bellos, se dijo, qué duda cabía.
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-Señora Azucena
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Ella levantó su cara bellísima, hecha con azúcar de almendras, la mirada algo oblicua.
Oyó una lengua roja como una lila, suave, de satín, pero con una púa, que la distraía de las demás cosas del mundo.
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-Yo soy Juan -dijo la lengua-. Yo soy Juan, señora querida, Azucena.
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Ella casi contestó, lo casi único que había aprendido a decir:
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-Yo voy a la escuela.
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Aunque ya no iba.
La lengua decía:
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-Ahora no irá. Venga para acá.
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Era una noche negra, llena de luna. Todas las cosas estaban blancas y negras, adentro y afuera. Y todos dormían ya hacía dos horas o tres.
Se le acostó al lado. Era como un perro grande, inmenso.
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-Señora Azucena, sea buena, no grite. Me matarían.
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Él tenía puesta una máscara, tal vez para que ella no supiese bien quién era. A lo mejor era el que mataba sandías. Porque algo creyó reconocer. Pensó en Ana, su amiga del banco de la escuela. Pensó en Esperanza y en Isabel. ¿Qué dirían si la vieran? En mitad de enero, de noche, y en vez de la muñeca aliado, eso? El enmascarado hablaba detrás de la máscara.
Le decía:
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-No le voy a hacer nada. No llore. ¿Ya tuvo, señora, su mes?
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Ella contestó con voz inaudible:
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-Sí, señor, sí, y ya se me fue.
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Bien, él la meció, le tomó las tetitas, le puso entre las dos un bolsoncito con·clavo de olor. El olor de los clavos la mareó, la adormiló; se acordó de un pastel que había comido hacía mucho. Levemente anestesiada pasó a ser otro ser. Él le decía unas cosas muy bellas, pero que daban un miedo horrible. Quedaba colorada, aún anestesiada. Los clavos de olor se desparramaron y le punzaban la espalda. Él bebió, luego ella trepidó, medio durmiendo entregó y fue deshecha su media de hilo, más íntima, diminuta, celeste.
Saltó por la ventana, se fue por el cedrón.
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-Vendré mañana -se oyó a lo lejos, como si una nube hablara.
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Ella se sentó.
Estaba asada. Le habían sacado su gema de señorita.
Daba un olor de ámbar, por el sacro orificio salía canela.
La luna con una nube arriba brillaba en la ventana.
Recordó la vibración inaudita. ¿Cómo no lo había explicado la maestra?
Una fragancia de miel seguía brotando de su pequeña entrada. Por la ventana cruzó una cosa. ¿Y eso? ¿Un trapo volando? ¿Una mariposa? Venía derecho hacia el perfume y la entrada. Ella se reclinó de nuevo. Serían así las cosas. La segunda parte que habría, sería eso? ¿Lo dirigiría aquel que había estado?
Aprontó la carne y los huesos. Pensó de nuevo en sus antiguas compañeras. Si la viesen así, esta noche!
Un tremendo mariposón, de rara belleza, (no se veía, pero era negro y azul y tenía pintadas cifras en las alas y una calavera), una mariposa estampada, fornida y liviana, se metió en el haz de miel de ella. Señora Azucena dio un leve grito; ya había aprendido a gritar despacito. El mariposón se aplicó, pero no trabajó, voló, merodeó, y volvió a la cita. Al fin cumplió.
Señora Azucena, al día siguiente, tenía miedo de ir al jardín. Sus padres la encontraron como en un misterio.
Al mes siguiente le buscaban novio, apresuradamente. Ella se negaba. Sin querer, juntaba las piernas. Yendo por el bosque, por el maizal, por las fresas, pasaban bellos machos de distintas especies que la miraban con ganas. El que estuvo de noche andaba entre ellos, pero no se sabía cuál era. Al fin, una mañana se dio a conocer. Le dijo:
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-Purísima señora Azucena. Fui yo quién aquella noche la devoró. Yo la devoré. Venga de nuevo.
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Ella se prestó. Arriba de ellos bramaba el maizal, una música como un funeral. Parecía que estaban en tina iglesia.
Que la sacrificaban por primera vez.
Él se atrevía a más. Ella parecía un santito derribado en el suelo. Bramaron mucho. Él miraba a través del maíz si no venía el patrón.
Ella tendía una mano y tocaba una sandía, cuando no sabía qué hacer, hendida hasta el fin. Él se separó un instante, pensó en irse, disparar, pero volvió a la labor. Señora Azucena.
Ella le dijo:
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-Bien, señor, no puedo más.
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Y temblaban los ojos opalinos, los senos que parecía iban a dar leche como los higos.
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-Váyase, ahora, señor. Espero la otra parte. Mándela, de lejos.
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Él quedó absorto.
Pensó si se habría enloquecido.
La señora Azucena proseguía tendida, con los muslos abiertos, el calzoncito rosado puesto a un lado como si fuese su pecado, la boca anhelante, la lengua un poco roja empezaba a titilar. Él se asustó, se puso detrás de una planta, alta de maíz, con mazorcas, que parecía un militar que lo prendía, que lo iba a encarcelar, que ya lo llevaba preso.
Ahí, entró la mariposa, volvía del infinito. Plegó las alas, se aplicó, temblaba en el delito.
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