Octavio Paz
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El arco y la lira
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El poema. La revelación poética. Poesía e Historia
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1ª edición 1956
2ª edición 1967
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POESÍA Y POEMA
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La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética
es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior.
La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la
tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la
desesperación la alimentan.
Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente.
Expresión histórica de razas, naciones, clases.
Niega la historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo
más que tránsito. Experiencia, sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no dirigido. Hija del azar; fruto del cálculo. Arte de
hablar en una forma superior; lenguaje primitivo.
Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real, copia de una copia de la idea. Locura,
éxtasis, logos. Regreso a la infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del limbo. Juego, trabajo, actividad ascética.
Confesión. Experiencia innata. Visión, música, símbolo. Analogía: el poema es un caracol en donde resuena la música del
mundo y metros y rimas no son sino correspondencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza, moral, ejemplo, revelación,
danza, diálogo, monólogo. Voz del pueblo, lengua de los escogidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular
y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, ostenta todos los rostros pero hay quien afirma
que no posee ninguno: el poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra
humana!
¿Cómo no reconocer en cada una de estas fórmulas al poeta que la justifica y que al encarnarla le da vida? Expresiones
de algo vivido y padecido, no tenemos más remedio que adherirnos a ellas —condenados a abandonar la primera por la segunda
y a ésta por la siguiente. Su misma autenticidad muestra que la experiencia que justifica a cada uno de estos conceptos, los
trasciende. Habrá, pues, que interrogar a los testimonios directos de la experiencia poética. La unidad de la poesía no puede ser
asida sino a través del trato desnudo con el poema.
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Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no confundimos arbitrariamente poesía y poema? Ya Aristóteles decía que
«nada hay de común, excepto la métrica, entre Hornero y Empédocles; y por esto con justicia se llama poeta al primero y fisiólogo
al segundo». Y así es: no todo poema —o para ser exactos: no toda obra construida bajo las leyes del metro— contiene poesía.
Pero esas obras métricas ¿Son verdaderos poemas o artefactos artísticos, didácticos o retóricos? Un soneto no es un poema, sino
una forma literaria, excepto cuando ese mecanismo retórico —estrofas, metros y rimas— ha sido tocado por la poesía.
Hay máquinas de rimar pero no de poetizar. Por otra parte, hay poesía sin poemas; paisajes, personas y hechos suelen ser
poéticos: son poesía sin ser poemas. Pues bien, cuando la poesía se da como una condensación del azar o es una cristalización
de poderes y circunstancias ajenos a la voluntad creadora del poeta, nos enfrentamos a lo poético.
Cuando —pasivo o activo, despierto o sonámbulo— el poeta es el hilo conductor y transformador de la corriente poética,
estamos en presencia de algo radicalmente distinto: una obra. Un poema es una obra. La poesía se polariza, se congrega y aísla
en un producto humano: cuadro, canción, tragedia. Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida.
Sólo en el poema la poesía se aísla y revela plenamente. Es lícito preguntar al poema por el ser de la poesía si deja de concebirse
a éste como una forma capaz de llenarse con cualquier contenido. El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro
entre la poesía y el hombre.
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Poema es un organismo verbal que contiene, suscita o emite poesía. Forma y substancia son lo mismo.
Apenas desviamos los ojos de lo poético para fijarlos en el poema, nos asombra la multitud de formas que asume ese ser que
pensábamos único. ¿Cómo asir la poesía si cada poema se ostenta como algo diferente e irreducible? La ciencia de la literatura
pretende reducir a géneros la vertiginosa pluralidad del poema. Por su misma naturaleza, el intento padece una doble insuficiencia.
Si reducimos la poesía a unas cuantas formas —épicas, líricas, dramáticas—, ¿qué haremos con las novelas, los poemas en prosa
y esos libros extraños que se llaman Aurelia, Los cantos de Maldoror o Nadja? Si aceptamos todas las excepciones y las formas
intermedias —decadentes, salvajes o proféticas— la clasificación se convierte en un catálogo infinito. Todas las actividades verbales,
para no abandonar el ámbito del lenguaje, son susceptibles de cambiar de signo y transformarse en poema: desde la interjección
hasta el discurso lógico.
No es ésta la única limitación, ni la más grave, de las clasificaciones de la retórica. Clasificar no es entender. Y menos aún
comprender. Como todas las clasificaciones, las nomenclaturas son útiles de trabajo. Pero son instrumentos que resultan inservibles
en cuanto se les quiere emplear para tareas más sutiles que la mera ordenación externa.
Gran parte de la crítica no consiste sino en esta ingenua y abusiva aplicación de las nomenclaturas tradicionales.
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Un reproche parecido debe hacerse a las otras disciplinas que utiliza la crítica, desde la estilística hasta el psicoanálisis. La
primera pretende decirnos qué es un poema por el estudio de los hábitos verbales del poeta. El segundo, por la interpretación de
sus símbolos. El método estilístico puede aplicarse lo mismo a Mallarmé que a una colección de versos de almanaque. Otro tanto
sucede con las interpretaciones de los psicólogos, las biografías y demás estudios con que se intenta, y a veces se alcanza, explicarnos
el porqué, el cómo y el para qué se escribió un poema. La retórica, la estilística, la sociología, la psicología y el resto de las disciplinas
literarias son imprescindibles si queremos estudiar una obra, pero nada pueden decirnos acerca de su naturaleza última.
La dispersión de la poesía en mil formas heterogéneas podría inclinarnos a construir un tipo ideal de poema. El resultado sería
un monstruo o un fantasma. La poesía no es la suma de todos los poemas. Por sí misma, cada creación poética es una unidad
autosuficiente. La parte es el todo. Cada poema es único, irreductible e irrepetible. Y así, uno se siente inclinado a coincidir con
Ortega y Gasset: nada autoriza a señalar con el mismo nombre a objetos tan diversos como los sonetos de Quevedo, las fábulas de
La Fontaine y el Cántico espiritual.
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Esta diversidad se ofrece, a primera vista, como hija de la historia. Cada lengua y cada nación engendran la poesía que el
momento y su genio particular les dictan. Mas el criterio histórico no resuelve sino que multiplica los problemas. En el seno de cada
período y de cada sociedad reina la misma diversidad: Nerval y Hugo son contemporáneos, como lo son Velázquez y Rubens, Valéry
y Apollinaire.
Si sólo por un abuso de lenguaje aplicamos el mismo nombre a los poemas védicos y al haiku japonés, ¿no será también un
abuso utilizar el mismo sustantivo para designar a experiencias tan diversas como las de San Juan de la Cruz y su indirecto modelo
profano; Garcilaso?
La perspectiva histórica —consecuencia de nuestra fatal lejanía— nos lleva a uniformar paisajes ricos en antagonismos y
contrastes. La distancia nos hace olvidar las diferencias que separan a Sófocles de Eurípides, a Tirso de Lope. Y esas diferencias
no son el fruto de las variaciones históricas, sino de algo mucho más sutil e inapreciable: la persona humana. Así, no es tanto la ciencia
histórica sino la biografía la que podría darnos la llave de la comprensión del poema.
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Y aquí interviene un nuevo obstáculo: dentro de la producción de cada poeta cada obra es también única, aislada e irreductible.
La Galatea o El viaje del Parnaso no explican a Don Quijote de la Mancha; Ifigenia es algo substancialmente distinto del Fausto;
Fuenteovejuna, de La Dorotea. Cada obra tiene vida propia y las Églogas no son la Eneida. A veces, una obra niega a otra: el
Prefacio a las nunca publicadas poesías de Lautréamont arroja una luz equívoca sobre Los cantos de Maldoror; Una temporada
en el infierno proclama locura la alquimia del verbo de Las iluminaciones. La historia y la biografía nos pueden dar la tonalidad de
un período o de una vida, dibujarnos las fronteras de una obra y describirnos desde el exterior la configuración de un estilo; también
son capaces de esclarecernos el sentido general de una tendencia y hasta desentrañarnos el porqué y el cómo de un poema.
Pero no pueden decirnos qué es un poema. La única nota común a todos los poemas consiste en que son obras, productos
humanos, como los cuadros de los pintores y las sillas de los carpinteros. Ahora bien, los poemas son obras de una manera muy
extraña: no hay entre uno y otro esa relación de filialidad que de modo tan palpable se da en los utensilios. Técnica y creación, útil y
poema son realidades distintas.
La técnica es procedimiento y vale en la medida de su eficacia, es decir, en la medida en que es un procedimiento susceptible
de aplicación repetida: su valor dura hasta que surge un nuevo procedimiento. La técnica es repetición que se perfecciona o se
degrada; es herencia y cambio: el fusil reemplaza al arco. La Eneida no sustituye a la Odisea. Cada poema es un objeto único, creado
por una «técnica» que muere en el momento mismo de la creación. La llamada «técnica poética» no es transmisible, porque no está
hecha de recetas sino de invenciones que sólo sirven a su creador.
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Es verdad que el estilo —entendido como manera común de un grupo de artistas o de una época— colinda con la técnica, tanto
en el sentido de herencia y cambio cuanto en el de ser procedimiento colectivo. El estilo es el punto de partida de todo intento
creador; y por eso mismo, todo artista aspira a trascender ese estilo comunal o histórico. Cuando un poeta adquiere un estilo, una
manera, deja de ser poeta y se convierte en constructor de artefactos literarios.
Llamar a Góngora poeta barroco puede ser verdadero desde el punto de vista de la historia literaria, pero no lo es si se quiere
penetrar en su poesía, que siempre es algo más. Es cierto que los poemas del cordobés constituyen el más alto ejemplo del estilo
barroco, ¿mas no será demasiado olvidar que las formas expresivas características de Góngora —eso que llamamos ahora su estilo—
no fueron primero sino invenciones, creaciones verbales inéditas y que sólo después se convirtieron en procedimientos, hábitos y
recetas?
El poeta utiliza, adapta o imita el fondo común de su época —esto es, el estilo de su tiempo— pero trasmuta todos esos materiales
y realiza una obra única. Las mejores imágenes de Góngora —como ha mostrado admirablemente Dámaso Alonso— proceden
precisamente de su capacidad para transfigurar el lenguaje literario de sus antecesores y contemporáneos. A veces, claro está, el
poeta es vencido por el estilo. (Un estilo que nunca es suyo, sino de su tiempo: el poeta no tiene estilo).
Entonces la imagen fracasada se vuelve bien común, botín para los futuros historiadores y filólogos. Con estas piedras y otras
parecidas se construyen esos edificios que la historia llama estilos artísticos.
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No quiero negar la existencia de los estilos. Tampoco afirmo que el poeta crea de la nada. Como todos los poetas, Góngora
se apoya en un lenguaje. Ese lenguaje era algo más preciso y radical que el habla; un lenguaje literario, un estilo. Pero el poeta
cordobés trasciende ese lenguaje. O mejor dicho: lo resuelve en actos poéticos irrepetibles: imágenes, colores, ritmos, visiones:
poemas. Góngora trasciende el estilo barroco; Garcilaso, el toscano; Rubén Darío, el modernista. El poeta se alimenta de estilos.
Sin ellos, no habría poemas. Los estilos nacen, crecen y mueren. Los poemas permanecen y cada uno de ellos constituye una
unidad autosuficiente, un ejemplar aislado, que no se repetirá jamás.
El carácter irrepetible y único del poema lo comparten otras obras: cuadros, esculturas, sonatas, danzas, monumentos. A todas
ellas es aplicable la distinción entre poema y utensilio, estilo y creación. Para Aristóteles la pintura, la escultura, la música y la danza
son también formas poéticas, como la tragedia y la épica. De allí que al hablar de la ausencia de caracteres morales en la poesía
de sus contemporáneos, cite como ejemplo de esta omisión al pintor Zeuxis y no a un poeta trágico. En efecto, por encima de las
diferencias que separan a un cuadro de un himno, a una sinfonía de una tragedia, hay en ellos un elemento creador que los hace
girar en el mismo universo. Una tela, una escultura, una danza son, a su manera, poemas. Y esa manera no es muy distinta a la
del poema hecho de palabras. La diversidad de las artes no impide su unidad. Más bien la subraya.
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Las diferencias entre palabra, sonido y color han hecho dudar dé la unidad esencial de las artes. El poema está hecho de palabras,
seres equívocos que si son color y sonido son también significado; el cuadro y la sonata están compuestos de elementos más simples:
formas, notas y colores que nada significan en sí. Las artes plásticas y sonoras parten de la no significación; el poema, organismo
anfibio, de la palabra, ser significante. Esta distinción me parece más sutil que verdadera. Colores y sones también poseen sentido.
No por azar los críticos hablan de lenguajes plásticos y musicales. Y antes de que estas expresiones fuerza usadas por los
entendidos, el pueblo conoció y practicó el lenguaje de los colores, los sonidos y las señas.
Resulta innecesario, por otra parte, detenerse en las insignias, emblemas, toques, llamadas y demás formas de comunicación
no verbal que emplean ciertos grupos. En todas ellas el significado es inseparable de sus cualidades plásticas o sonoras.
En muchos casos, colores y sonidos poseen mayor capacidad evocativa que el habla. Entre los aztecas el color negro estaba
asociado a la oscuridad, el frío, la sequía, la guerra y la muerte. También aludía a ciertos dioses: Tezcatlipoca, Mixcóatl; a un espacio:
el norte; a un tiempo: Técpatl; al sílex; a la luna; al águila.
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Pintar algo de negro era como decir o invocar todas estas representaciones. Cada uno de los cuatro colores significaba un
espacio, un tiempo, unos dioses, unos astros y un destino. Se nacía bajo el signo de un color, como los cristianos nacen bajo un
santo patrono. Acaso no resulte ocioso añadir otro ejemplo: la función dual del ritmo en la antigua civilización china.
Cada vez que se intenta explicar las nociones de Yin y Yang —los dos ritmos alternantes que forman el Tao— se recurre a
términos musicales. Concepción rítmica del cosmos, la pareja Yin y Yang es filosofía y religión, danza y música, movimiento rítmico
impregnado de sentido. Y del mismo modo, no es abuso del lenguaje figurado, sino alusión al poder significante del sonido, el
empleo de expresiones como armonía, ritmo o contrapunto para calificar a las acciones humanas.
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Todo el mundo usa estos vocablos, a sabiendas de que poseen sentido, difusa intencionalidad. No hay colores ni sones en sí,
desprovistos de significación: tocados por la mano del hombre, cambian de naturaleza y penetran en el mundo de las obras. Y todas
las obras desembocan en la significación; lo que el hombre roza, se tiñe de intencionalidad: es un ir hacia… El mundo del hombre
es el mundo del sentido. Tolera la ambigüedad, la contradicción, la locura o el embrollo, no la carencia de sentido.
El silencio mismo está poblado de signos. Así, la disposición de los edificios y sus proporciones obedecen a una cierta intención.
No carecen de sentido —más bien puede decirse lo contrario— el impulso vertical del gótico, el equilibrio tenso del templo
griego, la redondez de la estupa budista o la vegetación erótica que cubre los muros de los santuarios de Orissa. Todo es lenguaje.
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Las diferencias entre el idioma hablado o escrito y los otros —plásticos o musicales— son muy profundas, pero no tanto que
nos hagan olvidar que todos son, esencialmente, lenguaje: sistemas expresivos dotados de poder significativo y comunicativo.
Pintores, músicos, arquitectos, escultores y demás artistas no usan como materiales de composición elementos radicalmente
distintos de los que emplea el poeta. Sus lenguajes son diferentes, pero son lenguaje. Y es más fácil traducir los poemas aztecas
a sus equivalentes arquitectónicos y escultóricos que a la lengua española. Los textos tántricos o la poesía erótica Kavya hablan
el mismo idioma de las esculturas de Konarak. El lenguaje del Primero sueño de sor Juana no es muy distinto al del Sagrario
Metropolitano de la ciudad de México. La pintura surrealista está más cerca de la poesía de ese movimiento que de la pintura cubista.
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Afirmar que es imposible escapar del sentido, equivale a encerrar todas las obras —artísticas o técnicas— en el universo
nivelador de la historia. ¿Cómo encontrar un sentido que no sea histórico? Ni por sus materiales ni por sus significados las obras
trascienden al hombre.
Todas son «un para» y «un hacia» que desembocan en un hombre concreto, que a su vez sólo alcanza significación dentro de
una historia precisa. Moral, filosofía, costumbres, artes, todo, en fin, lo que constituye la expresión de un período determinado
participa de lo que llamamos estilo. Todo estilo es histórico y todos los productos de una época, desde sus utensilios más simples
hasta sus obras más desinteresadas, están impregnados de historia, es decir, de estilo. Pero esas afinidades y parentescos recubren
diferencias específicas.
En el interior de un estilo es posible descubrir lo que separa a un poema de un tratado en verso, a un cuadro de una lámina
educativa, a un mueble de una escultura. Ese elemento distintivo es la poesía. Sólo ella puede mostrarnos la diferencia entre
creación y estilo, obra de arte y utensilio.
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Cualquiera que sea su actividad y profesión, artista o artesano, el hombre transforma la materia prima: colores, piedras,
metales, palabras. La operación trasmutadora consiste en lo siguiente: los materiales abandonan el mundo ciego de la naturaleza
para ingresar en el de las obras, es decir, en el de las significaciones. ¿Qué ocurre, entonces, con la materia piedra, empleada
por el hombre para esculpir una estatua y construir una escalera? Aunque la piedra de la estatua no sea distinta a la de la escalera
y ambas estén referidas a un mismo sistema de significaciones (por ejemplo: las dos forman parte de una iglesia medieval), la
transformación que la piedra ha sufrido en la escultura es de naturaleza diversa a la que la convirtió en escalera.
La suerte del lenguaje en manos de prosistas y poetas puede hacernos vislumbrar el sentido de esa diferencia.
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La forma más alta de la prosa es el discurso, en el sentido recto de la palabra. En el discurso las palabras aspiran a
constituirse en significado unívoco. Este trabajo implica reflexión y análisis. Al mismo tiempo, entraña un ideal inalcanzable, porque
la palabra se niega a ser mero concepto, significado sin más. Cada palabra —aparte de sus propiedades físicas— encierra una
pluralidad de sentidos. Así, la actividad del prosista se ejerce contra la naturaleza misma de la palabra. No es cierto, por tanto,
que M. Jourdain hablase en prosa sin saberlo. Alfonso Reyes señala con verdad que no se puede hablar en prosa sin tener plena
conciencia de lo que se dice. Incluso puede agregarse que la prosa no se habla: se escribe. El lenguaje hablado está más cerca
de la poesía que de la prosa; es menos reflexivo y más natural y de ahí que sea más fácil ser poeta sin saberlo que prosista.
En la prosa la palabra tiende a identificarse con uno de sus posibles significados, a expensas de los otros: al pan, pan; y al
vino, vino. Esta operación es de carácter analítico y no se realiza sin violencia, ya que la palabra posee varios significados latentes,
es una cierta potencialidad de direcciones y sentidos.
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El poeta, en cambio, jamás atenta contra la ambigüedad del vocablo. En el poema el lenguaje recobra su originalidad primera,
mutilada por la reducción que le imponen prosa y habla cotidiana. La reconquista de su naturaleza es total y afecta a los valores
sonoros y plásticos tanto como a los significativos. La palabra, al fin en libertad, muestra todas sus entrañas, todos sus sentidos y
alusiones, como un fruto maduro o como un cohete en el momento de estallar en el cielo. El poeta pone en libertad su materia.
El prosista la aprisiona.
Otro tanto ocurre con formas, sonidos y colores. La piedra triunfa en la escultura, se humilla en la escalera. El color resplandece
en el cuadro; el movimiento del cuerpo, en la danza. La materia, vencida o deformada en el utensilio, recobra su esplendor en la obra
de arte. La operación poética es de signo contrario a la manipulación técnica. Gracias a la primera, la materia reconquista su naturaleza:
el color es más color, el sonido es plenamente sonido. En la creación poética no hay victoria sobre la materia o sobre los instrumentos,
como quiere una vana estética de artesanos, sino un poner en libertad la materia. Palabras, sonidos, colores y demás materiales
sufren una transmutación apenas ingresan en el círculo de la poesía. Sin dejar de ser instrumentos de significación y comunicación,
se convierten en «otra cosa». Ese cambio —al contrario de lo que ocurre en la técnica— no consiste en abandonar su naturaleza
original, sino en volver a ella. Ser «otra cosa» quiere decir ser la «misma cosa»: la cosa misma, aquello que real y primitivamente son.
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Por otra parte, la piedra de la estatua, el rojo del cuadro, la palabra del poema, no son pura y simplemente piedra, color, palabra:
encarnan algo que los trasciende y traspasa. Sin perder sus valores primarios, su peso original, son también como puentes que nos
llevan a otra orilla, puertas que se abren a otro mundo de significados indecibles por el mero lenguaje. Ser ambivalente, la palabra
poética es plenamente lo que es —ritmo, color, significado— y asimismo, es otra cosa: imagen. La poesía convierte la piedra, el color,
la palabra y el sonido en imágenes. Y esta segunda nota, el ser imágenes, y el extraño poder que tienen para suscitar en el oyente o
en el espectador constelaciones de imágenes, vuelve poemas todas las obras de arte.
Nada prohíbe considerar poemas las obras plásticas y musicales, a condición de que cumplan las dos notas señaladas: por
una parte, regresar sus materiales a lo que son —materia resplandeciente u opaca— y así negarse al mundo de la utilidad; por la
otra, transformarse en imágenes y de este modo convertirse en una forma peculiar de la comunicación. Sin dejar de ser lenguaje
—sentido y transmisión del sentido— el poema es algo que está más allá del lenguaje. Más eso que está más allá del lenguaje
sólo puede alcanzarse a través del lenguaje. Un cuadro será poema si es algo más que lenguaje pictórico. Piero de la Francesca,
Masaccio, Leonardo o Ucello no merecen, ni consienten, otro calificativo que el de poetas.
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En ellos la preocupación por los medios expresivos de la pintura, esto es, por el lenguaje pictórico, se resuelve en obras que
trascienden ese mismo lenguaje. Las investigaciones de Masaccio y Ucello fueron aprovechadas por sus herederos, pero sus obras
son algo más que esos hallazgos técnicos: son imágenes, poemas irrepetibles. Ser un gran pintor quiere decir ser un gran poeta:
alguien que trasciende los límites de su lenguaje.
En suma, el artista no se sirve de sus instrumentos —piedras, sonido, color o palabra— como el artesano, sino que los sirve
para que recobren su naturaleza original. Servidor del lenguaje, cualquiera que sea éste, lo trasciende. Esta operación paradójica
y contradictoria —que se analizará más adelante— produce la imagen. El artista es creador de imágenes: poeta. Y su calidad de
imágenes permite llamar poemas al Cántico espiritual y a los himnos védicos, al haiku y a los sonetos de Quevedo. El ser imágenes
lleva a las palabras, sin dejar de ser ellas mismas, a trascender el lenguaje, en tanto que sistema dado de significaciones históricas.
El poema, sin dejar de ser palabra e historia, trasciende la historia. A reserva de examinar con mayor detenimiento en qué
consiste este traspasar la historia, puede concluirse que la pluralidad de poemas no niega, sino afirma, la unidad de la poesía.
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Cada poema es único. En cada obra late, con mayor o menor intensidad, toda la poesía. Por tanto, la lectura de un solo
poema nos revelará con mayor certeza que cualquier investigación histórica o filológica qué es la poesía. Pero la experiencia
del poema —su recreación a través de la lectura o la recitación— también ostenta una desconcertante pluralidad y heterogeneidad.
Casi siempre la lectura se presenta como la revelación de algo ajeno a la poesía propiamente dicha.
Los pocos contemporáneos de San Juan de la Cruz que leyeron sus poemas, atendieron más bien a su valor ejemplar que a
su fascinante hermosura. Muchos de los paisajes que admiramos en Quevedo dejaban fríos a los lectores del siglo XVII, en tanto
que otras cosas que nos repelen o aburren constituían para ellos los encantos de la obra. Sólo por un esfuerzo de comprensión
histórica adivinamos la función poética de las enumeraciones históricas en las Coplas de Manrique. Al mismo tiempo, nos conmueven,
acaso más hondamente que a sus contemporáneos, las alusiones a su tiempo y al pasado inmediato. Y no sólo la historia nos hace
leer con ojos distintos un mismo texto. Para algunos el poema es la experiencia del abandono; para otros, del rigor.
Los muchachos leen versos para ayudarse a expresar o conocer sus sentimientos, como si sólo en el poema las borrosas,
presentidas facciones del amor, del heroísmo o de la sensualidad pudiesen contemplarse con nitidez. Cada lector busca algo en el
poema. Y no es insólito que lo encuentre: ya lo llevaba dentro.
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No es imposible que después de este primer y engañoso contacto, el lector acceda al centro del poema. Imaginemos ese
encuentro. En el flujo y reflujo de nuestras pasiones y quehaceres (escindidos siempre, siempre yo y mi doble y el doble de mi otro
yo), hay un momento en que todo pacta. Los contrarios no desaparecen, pero se funden por un instante. Es algo así como una
suspensión del ánimo: el tiempo no pesa. Los Upanishad enseñan que esta reconciliación es «ananda» o deleite con lo Uno.
Cierto, pocos son capaces de alcanzar tal estado. Pero todos, alguna vez, así haya sido por una fracción de segundo, hemos
vislumbrado algo semejante. No es necesario ser un místico para rozar esta certidumbre. Todos hemos sido niños. Todos hemos
amado. El amor es un estado de reunión y participación, abierto a los hombres: en el acto amoroso la conciencia es como la ola
que, vencido el obstáculo, antes de desplomarse se yergue en una plenitud en la que todo —forma y movimiento, impulso hacia
arriba y fuerza de gravedad— alcanza un equilibrio sin apoyo, sustentado en sí mismo. Quietud del movimiento.
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Y del mismo modo que a través de un cuerpo amado entrevemos una vida más plena, más vida que la vida, a través del
poema vislumbramos el rayo fijo de la poesía. Ese instante contiene todos los instantes. Sin dejar de fluir, el tiempo se detiene,
colmado de sí.
Objeto magnético, secreto sitio de encuentro de muchas fuerzas contrarias, gracias al poema podemos acceder a la
experiencia poética. El poema es una posibilidad abierta a todos los hombres, cualquiera que sea su temperamento, su ánimo o
su disposición. Ahora bien, el poema no es sino eso: posibilidad, algo que sólo se anima al contacto de un lector o de un oyente.
Hay una nota común a todos los poemas, sin la cual no serían nunca poesía: la participación.
Cada vez que el lector revive de veras el poema, accede a un estado que podemos llamar poético. La experiencia puede
adoptar esta o aquella forma, pero es siempre un ir más allá de sí, un romper los muros temporales, para ser otro. Como la
creación poética, la experiencia del poema se da en la historia, es historia y, al mismo tiempo, niega a la historia.
El lector lucha y muere con Héctor, duda y mata con Arjuna, reconoce las rocas natales con Odiseo. Revive una imagen,
niega la sucesión, revierte el tiempo. El poema es mediación: por gracia suya, el tiempo original, padre de los tiempos, encarna
en un instante. La sucesión se convierte en presente puro, manantial que se alimenta a sí mismo y trasmuta al hombre.
La lectura del poema ostenta una gran semejanza con la creación poética. El poeta crea imágenes, poemas; y el poema hace
del lector imagen, poesía.
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Las tres partes en que se ha dividido este libro se proponen responder a estas preguntas: ¿hay un decir poético —el
poema— irreductible a todo otro decir?; ¿qué dicen los poemas?; ¿cómo se comunica el decir poético?
Acaso no sea innecesario repetir que nada de lo que se afirme debe considerarse mera teoría o especulación, pues constituye
el testimonio del encuentro con algunos poemas. Aunque se trata de una elaboración más o menos sistemática, la natural
desconfianza que despierta esta clase de construcciones puede, en justicia, mitigarse. Si es cierto que en toda tentativa por
comprender la poesía se introducen residuos ajenos a ella —filosóficos, morales u otros— también lo es que el carácter sospechoso
de toda poética parece como redimido cuando se apoya en la revelación que, alguna vez, durante unas horas, nos otorgó un poema.
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Y aunque hayamos olvidado aquellas palabras y hayan desaparecido hasta su sabor y significado, guardamos viva aún la
sensación de unos minutos de tal modo plenos que fueron tiempo desbordado, alta marea que rompió los diques de la sucesión
temporal. Pues el poema es vía de acceso al tiempo puro, inmersión en las aguas originales de la existencia. La poesía no es nada
sino tiempo, ritmo perpetuamente creador.
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