olvido garcía valdés: poética
Alguien dijo que el misterio de un libro no está en su final, sino en su principio.
Cada uno de mis libros deja atrás una época, un modo de estar, y después
de cada uno viene un vacío, una incapacidad de sentir emoción. Como si de
una enfermedad se tratase, todo se vuelve irreal: mi vida, la manera en que
según observo se relacionan las personas, la falta de sentido en casi todo lo
que oímos —pura palabrería sin soporte, sin raíz: telarañas de las que parece
imposible desprenderse. Todo resulta entonces aleatorio: ya no sólo por la
intrínseca movilidad y gratuidad de las cosas, por el azaroso vaivén de la vida,
sino por esta confusión de las lenguas, por el progresivo vaciamiento de las
palabras.
Esa desesperanza, ese volverse todo ajeno cuando no claramente detestable o
peligroso, lo atempera la escritura. Un poema, lo sabemos como lectores, es
el lugar donde las palabras alcanzan a las cosas: en él late el hálito de lo que no
estará o de lo que estará cuando uno ya no esté. Reconocer y nombrar lo
descarnado, pero no perecer: conservar pensamiento y emoción y tejido con el mundo;
así, el poema. Arrebato, la mítica película de Iván Zulueta, reivindicaba un cine-mundo,
un cine que diese cuenta de la pausa, del parón, del vértigo temporal en una imagen.
Ahora alguien me cuenta: «ayer estaba en la cocina, la ventana da a un camino
en pendiente y llovía; sólo se veía agua que arrastraba barro, un río de barro que bajaba,
y abajo, en el borde inferior de la ventana, el verde de unas plantas que tengo allí».
Eso es pausa.
O lo escasos que son los lazos verdaderamente fuertes. La enfermedad, sabemos,
ocupa a veces el espacio del alma, es el alma: la falta de emoción. Después uno vuelve
poco a poco en sí y encuentra lo que se va quedando en la cabeza. El poema, como
determinada pintura, parece resultar de una atención extrema, de ese hacernos melancólicos
y extraños vigilantes de lo que está ahí, de lo que no somos y que por completo nos atrapa
y nos ocupa. Lo que pasa al corazón.
Acabé caza nocturna, mi último libro, en abril del 96; aún no sé cómo será el próximo.
Sin embargo, he vuelto a desear escribir, como si antes del poema se acercara la sombra del
poema. Eso de la sombra del poema: si llegan a hacerse, los próximos tendrán que tener
algo de Bruno Schultz y líquenes o la huella de líquenes y algo de Emily Dickinson (ahora,
al escribirlo, pienso que quizá esto es otro modo de decir misterio y emoción y materia).
Parece que cesó la violencia, la soterrada ira, la autopunición. No así el luto, tal como de él
habló Benjamin, su demorado ánimo meditativo. Pero hay también un muy antiguo deseo
de ligereza. Y en ese sentimiento de lo aleatorio a veces parpadea alear: cobrar aliento quien
convalece, reparar algún afán o trabajo. De la poesía sólo sabemos por sus misteriosos
resultados, los poemas, pero también es misterioso su origen, lo extraña que es la vida.
Toledo, noviembre de 1997
antología consultada
de la poesía española
el último tercio del siglo
1968-1998
volumen CCCC
colección visor de poesía
visor madrid 1998
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