hablar de poesía

 t. s. eliot: canción de amor de j. alfred prufrock

 

número 28
nota preliminar y nueva traducción de pablo ingberg

 

      Regreso rimado a Prufrock. Para casi todos los nacidos a la poesía a partir de mediados del siglo xx,
la rima, y quizá también en parte los metros o patrones rítmicos fijos, tienen algo de antigualla malsonante
a zumbido de mosca mientras uno está queriendo leer; un rouge y rubor sobreimpuesto a la belleza
a la que quisiéramos entrarle o por la que quisiéramos dejarnos entrar sin tanto adorno en primer plano.

      Me incluyo en esa primera persona del plural hasta cierto punto, esto es, en cierta medida y hasta
cierto momento difuso de un largo proceso. Estas líneas describen un capítulo clave de ese proceso.

      El río del tiempo fue desdibujándome toda cabecera en su lecho, pero Eliot fue durante muchísimos
años mi poeta —y ensayista— de cabecera.
Ejemplo que puede funcionar de parte por el todo: llegué
a estudiar algo de sánscrito con el objetivo, no principal pero sí accesorio, de traducir la upanishad que
él cita en La tierra baldía.

 

 

 [Hice mis primeros ejercicios de traducción hacia fines de los ’80, cuando sabía bastante poco inglés,
 intentando corregir la a mi juicio infelicísima que hiciera Alberto Girri de ese poema —Buenos Aires, Fraterna,
 1988, aparecida antes por entregas en La Nación—.

      Tengo para mí que Girri no pescaba —o le importaba un comino— el abecé de la poética de Eliot: mezcla
en tensión de sofisticación extrema con naturalidad coloquial, tanto a nivel de vocabulario y sintaxis como
del ritmo; tradición y presente en simultáneo —Todo es siempre ahora—.

        Se ve ya en su traducción del título: La tierra yerma. Por esa época escribí una larga nota para una futura
edición crítica que nunca llegó en la que repasaba traducciones posibles y optaba por La tierra desolada.
      Pero en enero del ’91, mientras hacía un cursito de inglés en una escuelita de Wimbledon, leí mi primer
libro entero en inglés, un Sherlock Holmes en versión algo simplificada, y allí encontré waste land con el muy
cotidiano —al menos en otros tiempos, la superpoblación va dejando cada vez menos espacios vacíos en las
ciudades— sentido de terreno baldío.

      Es decir, esa cercanía que “yerma” aleja. En gran medida la fuerza de “baldía” reside en esa mezcla en
tensión entre sentido hasta metafísico y expresión cotidiana.

     Girri, pues, pone la sofisticación en el lugar equivocado. Por lo demás, fiel a su poética e infiel a la de Eliot,
ignora por completo la musicalidad, la elaboración sobre la base de ritmos tradicionales. Por aquel entonces
hice una traducción de La tierra baldía —tenía tan internalizada la primera parte que un día me senté y
la escribí en castellano sin mirar el original— y a través de los años la he mantenido como obra en construcción
—work in progress—: cada tanto, por las vías más diversas, aunque en general por lecturas y esa forma de
lectura minuciosa que es el ejercicio de la traducción literaria, me viene a la cabeza un verso, un giro, y voy
al archivo y modifico algo o agrego una opción al margen.

      No lo afirmaría a rajatabla, pero tal vez encuentre hoy en La tierra baldía cierto exceso de sofisticación
que ya no me complace tanto.]

 

      “Prufrock”, en cambio, se mantiene acaso como lo más parecido a un poema de cabecera para mí.
No uno que me gustaría haber escrito, porque no me siento en casa entre la alta burguesía bostoniana
de principios del siglo xx.

      Pero sí me siento bastante representado en cierto espíritu de desencaje social, rayano en la
imposibilidad comunicativa profunda, y en una estrofa en particular: no soy Hamlet —príncipe,
protagonista—, sino uno del séquito —de cierto montoncito más o menos selecto, parte del elenco
pero no tan visible—, un tipo meticuloso al que le gusta ser útil a veces y resulta otras ridículo, aunque
a menudo por alguna gracia y sutileza hace reír como un bufón —de la corte, de Shakespeare, del teatro
del mundo—.

    “Prufrock” es para mí una especie de compañero de vida, un poema al que vuelvo y que me vuelve
a cada rato, inopinadamente. Ese poema escrito por un muchacho que apenas está por cumplir
veintitrés años y, desencajado del entorno con la torpeza del albatros a la Baudelaire, ya se proyecta
envejecido y muy por debajo de la altura a la que esperaba y esperaban que llegara: no Hamlet,
sino séquito, casi bufón.

 

      Hay un toque de autoironía en el albatros Eliot, sin embargo, que lo hace menos
Baudelaire que
Laforgue: el muchachito que se proyecta en vuelo bajo no acude, en busca
de fuentes donde
abrevar, a las cumbres sino a la media altura, la mediocridad cotidiana.
De la que, por supuesto, formamos todos parte, en mayor o menor medida.

      Laforgue fue para el joven Eliot estudiante de Harvard una epifanía que le reveló al fin
cómo hacer poesía consigo mismo: en espíritu, no Hamlet sino casi bufón; en los recursos
formales, por así llamarlos, el apoyo en la escena dramática con visos narrativos y eventuales
diálogos, pero desdramatizada por la ironía y la autoironía.

     Seguramente no es casual que Eliot haya escrito este poema bostoniano universal en parte
hacia el final de una estancia en París y casi todo el resto en Munich, todavía desde la distancia
europea, entre julio y agosto de 1911.

 

       Mi primer contacto con Eliot se remonta a principios de los ’80: yo había empezado a escribir
algo parecido a poemas y mi tía Marta a prestarme todo lo afín que encontrara en su biblioteca; allí
estaban Tierra baldía-Cuatro cuartetos en edición mexicana de Premia, 1977, respectivamente
traducciones de Ángel Flores y Vicente Gaos, ejemplar que aún atesoro, con las hojas sueltas por
el tránsito y los años.

      No recuerdo mi debut con “Prufrock”, pero bien podría haberse producido gracias al fascículo
de la colección Los grandes poetas del Centro Editor de América Latina, dirigida por Jorge Lafforgue
—bella resonancia para el caso—, dedicado a Eliot, con prólogo de Jorge Fondebrider y traducción
de Gerardo Gambolini, publicado en 1987.

      Una traducción no sofisticada al revés y antirrítmica como los Eliot de Girri —incluyendo Retrato
de una dama y otros poemas, en colaboración con Enrique Pezzoni, Corregidor, Buenos Aires, 1983—,
pero sí bastante ajena a la conversación con los ritmos tradicionales y por completo ajena a la rima.

 

 

      No recuerdo muy bien cómo fue afincándose y creciendo en mí “Prufrock”,
pero sí que a fines
de los ’90, cuando Ricardo Herrera me pidió alguna colaboración
para la revista Hablar de poesía,
le ofrecí mi traducción de ese poema; él entonces me
hizo conocer la de Juan Rodolfo Wilcock,
y terminé haciendo un ensayito introductorio
acompañado de las dos traducciones, la de Wilcock
y la mía, que apareció en el número 2
de la revista, en noviembre de 1999.


      El Eliot según Wilcock que conozco y transité bastante, “Prufrock” y Cuatro cuartetos,
presta atención a las cuestiones métricas y la rima, como es natural, porque él mismo les
prestó atención en su poesía, iniciada antes de la mitad del siglo xx. Pero para mi gusto
lo hace por momentos con cierta displicencia, incluso con ocasionales toques intrusivos
por demás en los cortes versales y en ciertos detalles semánticos. Algo de eso dije en aquella
introducción a nuestras sendas traducciones,y enseguida volveré con un ejemplo clave.

 


      Tengo una imagen visual y sonora del ’90 ó ’91 que evidentemente quedó reverberando
y operando en algún rincón de mi memoria. Cristina Piña visitó un par de veces mi casa de entonces
para indagar en una parte de la biblioteca de Alejandra Pizarnik que cohabitaba con la mía.

      Tiene que haber sido en esa ocasión, porque no recuerdo otra con ella en esa casa. En algún
momento habré mencionado a Eliot o a “Prufrock”, porque la recuerdo citando con su hermosa
pronunciación: “I grow old… I grow old… / I shall wear the bottoms of my trousers rolled” —literalmente:
“Envejezco… Envejezco… / Voy a usar las botamangas de los pantalones enrolladas”—.

      Si no fuera por el salmodiado efecto irónico del ritmo y la rima, podría tratarse de un pareado
casi trivial, a primera vista —a segunda: cierto dejo afectado en “envejezco” y correlato objetivo
de la emoción correspondiente en el pensamiento que le sigue—. También lo escuché luego repetidas
veces en la voz del propio Eliot, en grabaciones compradas en Londres durante aquel viaje mío del ’91,
ahora accesibles por internet.

 

       Sin embargo, en mis ejercicios de traducción de aquellos tiempos, si bien presté siempre
atención destacada a los aspectos rítmicos y métricos, no hacía lo mismo con la rima, porque,
de hacerlo, más de una vez me sentía llevado un poco lejos para conseguirla, algo para mi gusto
un tanto inaplicable a la precisión condensada de un soneto de Mallarmé o de Shakespeare,
por dar un par de ejemplos con los que me enfrentaba.

      Con Eliot, aunque no en medida tan extrema, me pasaba algo similar, y las rimas de Wilcock
no me hicieron cambiar de opinión: mi traducción publicada en el ’99 no tenía rimas —aclaro que
soy extremista: o rimo siempre que rima el original, o nunca—.

 

      A mediados de 2011 Jorge Fondebrider me invitó a dar una charla
en el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Un largo rumiar sobre
el asunto encontró entonces vía de salida.

      Algunos años antes había leído un libro importante para mí: Un golpe bíblico
en la filosofía de Henri Meschonnic —traducción de A. Sucasas, Lilmod, Buenos
Aires, 2007—. Allí encontré formuladas ideas muy afines a las que yo desarrollaba
en el trabajo de traducción.

      Del rumiar entre esas afinidades de concepto y la práctica concreta surgió
el título y tema de mi charla: “Poética de la traducción: traducción de la poética”.
El verso libre rimado —a lo Laforgue aunque con algo más de libertad en metro y rima—
filodramático-narrativo irónico de “Prufrock” merecía otra respuesta.

      Me centré en otro pareado clave del poema, suerte de estribillo repetido una vez,
pero de
fuerte efecto anticlimático sobre todo en su primera irrupción al final de la estrofa
de apertura:
“In the room the women come and go / Talking of Michelangelo” —literalmente:
“En la sala
las mujeres van y vienen / Hablando de Miguel Ángel”—.
      Una frase bastante trivial, salvo por el dejo irónico altamente reforzado sobre
todo por la rima, pero también por la musicalidad —son dos pentámetros trocaicos,
el segundo con una sílaba menos en el medio, como si fueran sendos tradicionalísimos
pentámetros yámbicos a los que se les amputara la primera sílaba y otra más al segundo—.

 

 

      La solución de Wilcock sigue sin gustarme: “Las mujeres atraviesan el salón / y hablan
de Miguel Ángel, el pintor”. No lo objeto métricamente: un dodecasílabo muy afín al endecasílabo
—como si se le agregara al principio la sílaba amputada por Eliot— y un endecasílabo.

    Pero que la rima sea asonante y, mucho peor, obtenida con el agregado de un “pintor”
que restringe —¿por qué no el escultor, o incluso el sonetista?— me resulta empobrecedor.
Tenía que haber mejores soluciones. Parte del efecto radica en que la rima sea con el nombre.
En castellano no podía ser con Miguel Ángel, que sólo rima con arcángel. ¿Remplazarlo?
¿Por quién? Leonardo es lo menos lejano que se me ocurrió, la otra inmensa figura múltiple
del Renacimiento italiano. Tampoco encontré rima que me conformara —mujeres a paso tardo,
hablando de Leonardo—.
      Frotando más neuronas llegué a Leonardo y la Gioconda, con las mujeres en ronda, solución
que adopté.

 

 

      Para marzo de 2012 me invitaron a un encuentro internacional sobre traducción en Mendoza.
No pude ir pero Alejandro Bekes leyó mi ponencia, que desarrollaba un título y un tema similares
a los de la charla en el Club.

      Unos meses más tarde, trabajando “Prufrock” en taller de traducción, fui llevando la rima a la
traducción entera. Alicia Bernatene, mi alumna, me aportó entonces páginas de Umberto Eco
—Decir casi lo mismo, traducción de H. Lozano Miralles, Lumen, Barcelona, 2008, pp. 350 ss.—
referidas a esos mismos versos con un tratamiento bastante afín al mío.

    Cuando un par de meses atrás, a mediados de 2013, Ricardo Herrera me pidió algún material
para la segunda época de Hablar de poesía, el destino o azar cerró el círculo: catorce años después
en la misma revista mi nueva traducción. Debo a Herrera la elección final —final por ahora de
otra obra en construcción permanente— entre varias versiones posibles para aquel otro pareado
del envejecimiento: “Estoy avejentado…”.

 

 

     Propongo imaginar una traducción del Martín Fierro a un castellano
no gauchesco
sin metro ni rima: “En este momento doy inicio a mi canto /
acompañado por la guitarra,
/ porque al hombre al que le quita el sueño /
una pena fuera de lo común / como un pájaro
solitario / en el canto encuentra
consuelo”.


     Puede no sonar demasiado mal ni alejarse mucho del cuerpo del sentido,
pero qué lejos del alma. Una traducción de “Prufrock” sin cierto trabajo simultáneo
con el metro y la rima y la mezcla entre sofisticación y coloquialismo debe de tener
alguna vaga equivalencia con eso.

 

 

 

Ξ

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