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pedro provencio 

 

 

charles baudelaire

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charles baudelaire

 

 

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el personaje y sus escenarios

 

 

 

 

El autor de Las flores del mal hizo todo lo posible por que nos fijáramos en él como quien observa al ejemplar humano más digno de estudio, pero esa actitud exhibicionista ha sido adoptada demasiadas veces en la historia -de la literatura o de cualquier disciplina- como para que nos dejemos embaucar por su transparente mecanismo seductor.

Bajo su porte altivo, enfundado en trajes diseñados por él mismo y al otro lado de sus desplantes provocativos, Charles Baudelaire llevó una vida de escritor afanoso, problemático pero persistente, depresivo pero batallador, entregado a una tarea que dio frutos sobrados para que, a la hora de leerlo, su biografía no limite la apreciación de su obra.

Seríamos injustos con él si no destacáramos, sobre extravagancias intrascendentes y comunes a tantos otros, el esfuerzo intelectual y a la vez angustioso de quien fue tejiendo, día a día, una obra que, ya en los últimos años de su vida, empezó a ser considerada imprescindible, es decir, clásica.

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Aunque parezca redundante, lo antedicho resulta obligado especialmente en este comienzo del siglo XXI -hasta el que Baudelaire no creía que la humanidad fuera capaz de sobrevivir-, cuando el imperativo de la imagen personal de escritores, artistas o simplemente famosos rentables imprime tal carácter que llega a colorear con un baño de idolatría eso que se llama «la actualidad», tan parecida a las sociedades primitivas en sus mecanismos de atribución simbolizadora o de hieratismo automático.

La pátina de notoriedad que cubre los libros clásicos de cualquier género ha cobrado un relumbrón que sobrepasa, aunque sea vacuamente, aquella autoridad reconocida hace siglos por los renacentistas a los grecolatinos recién descubiertos. Entonces los escasos lectores se acercaban a Virgilio o a Platón solicitando de ellos sabiduría -«atreviéndose a saber», como después diría Kant-, mientras que la mayoría de los lectores de hoy apenas les piden a los clásicos de siempre algo más que la sombra de su prestigio, una o dos citas deformadas por su falta de contexto, alguna anécdota estrambótica y el silencio completo aunque bien encuadernado en la sala de estar. Es una de las consecuencias del «progreso», un fenómeno socioeconómico que se iniciaba ante los ojos indignados de nuestro poeta y contra el que dirigió diatribas tan agrias como inofensivas.

Entre las numerosas imágenes que se conservan de Baudelaire sólo hay una en la que se le vea trabajando. Se trata del retrato firmado por Gustave Courbet donde vemos al poeta, joven aún, leyendo atentamente un libro apoyado sobre una mesa mientras fuma en pipa. La blanca pluma de ave se yergue vertical sobre el tintero. Se diría que al personaje no le importa nuestra observación.

Pero ninguna de las fotos para las que posó nos lo muestra en esa actitud laboriosa; Baudelaire se enfrentó bastantes veces a la cámara recién inventada, y siempre lo hizo mirándonos con gesto grave, abrumador, casi agresivo.

Sin duda quiere convencernos de que estamos ante un hombre excepcional, soberbio y admirable, pero a la vez parece asegurarnos que no es feliz, que no cree poder serlo y hasta que, como él mismo afirmó, la felicidad es asunto de personas vulgares. Por supuesto, esa mirada nos remite a sus palabras, y cuando hemos leído los poemas en que el personaje de las fotos ha ejercido su arte, sílaba a sílaba, frase a frase, comprendemos que la pose del autor, siendo perfectamente representativa, se reduce a una simple estratagema egocéntrica, mientras que su obra desvela por sí misma honduras y esplendores literarios gracias a los cuales el lector puede sentirse, no digamos dichoso para no irritar al poeta, pero sí afortunado.

 

Es la primera imagen, la de Baudelaire en pleno trabajo, la que nos interesa a los lectores. En las otras el poeta sobreactúa ante el espectador.

Quien lo lea no debería tener presente ese rostro duro y desconfiado, casi acusador, sino aquel gesto absorto sobre el libro, la inclinación de la cabeza que fuerza las cervicales y curva la espalda, la mirada desentendida de cuanto ocurre alrededor, la fuerza -probable reflejo de su tenacidad mental- con que sujeta la pipa entre sus mandíbulas, incluso las entradas que empiezan a agrandarle la frente y hasta el relajamiento de la fina mano izquierda casi al margen de la escena.

Lo que Baudelaire está leyendo -¿de qué libro se trata?-, la respuesta de su imaginación a su lectura, el encuentro entre las palabras ajenas y los poemas que él ya ha escrito o que quizá yacen inacabados en algún cajón o un anaquel que el pintor no nos ha ofrecido: eso es lo intrigante, no el pañuelo ampuloso que lleva al cuello. A esa edad – alrededor de los treinta años- ya había escrito poemas como «El Albatros» (núm. II de esta edición) o «Correspondencias» (IV), pero también los dedicados a sus «musas» (VII y VIII) y hasta el que comienza La criada de buen corazón (C), y había iniciado la serie de críticas de arte que lo darían a conocer al gran público antes que su poesía.

Es el escritor quien nos interesa, es decir: quien en su adolescencia descuidaba los estudios para emborronar cuadernos con sus versos pretenciosos, quien leía ávidamente a sus clásicos –hay ecos evidentes de Jean Racine en sus poemas de «rima llana», en pareados- y a sus contemporáneos -su respetado Víctor Hugo, su despreciado Alfred de Musset-, quien más tarde se empeñaba en que «el poeta ha de vivir por sí mismo; su herramienta debe alimentarlo» [Baudelaire, Oeuvres completes, Ruff, 1968, pág. 293]; quien perseguía por las tabernas de París a los marineros ingleses para resolver dudas de sus traducciones de Edgar Alian Poe; quien revisaba minuciosamente sus poemas cada vez que los editaba en revistas, en folletos o en libros.

 

Lo que ha de llamar nuestra atención con respecto a sus numerosos cambios de alojamiento, perseguido por sus acreedores, no es que fuera incapaz de administrar la herencia de su padre, sino que de un domicilio a otro, en busca de un casero más condescendiente, arrastrara sus manuscritos inacabados, sus ideas claras para continuarlos en otro rincón parisiense, su biblioteca selecta y su colección de grabados y cuadros muy escogidos.

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No se trata de quitar importancia al hecho de que su padre muriera cuando él contaba seis años, ni a que su madre se casara de nuevo unos meses después.

Los comentaristas han hecho hincapié en el trauma experimentado por el niño encantado a solas con su madre, toda para él, que de pronto se siente traicionado por ella alejada en brazos de un extraño.

¿Fue tan determinante aquel cambio, que debieron vivir tantos otros hijos de familias acomodadas, con el posterior internado escolar incluido y el alejamiento progresivo de la madre satisfecha de la posición social ascendente que le proporcionaba su segundo marido, el jefe de batallón Jacques Aupick, tan apuesto dentro de su uniforme de comandante, enseguida de coronel, y de general, y hasta de embajador? Nunca un solo tramo o un solo aspecto de la formación personal es suficiente para explicar el comportamiento de un adulto; la cerrazón de sus profesores y la lectura liberadora de los poetas románticos hubo de producir en el adolescente una impresión tan intensa como el alejamiento de su madre, y al contraste entre rigidez profesoral y liberación lectora puede deberse buena parte del carácter rebelde y lúcido del escritor.

Por añadidura, de aquellos meses de encandilamiento infantil a solas con su madre -que sin duda estaría ya recibiendo complacida los requiebros de Aupick- nos queda un testimonio literario del mayor interés, el poema que comienza No he olvidado nuestra casa blanca (XCIX), más importante para los poetas simbolistas que, por ejemplo, «Correspondencias», composición programática menos intensa y nada evocadora: esta es la teoría, aquella la práctica.

Tampoco hay que desdeñar el hecho, para él trascendental, de que su padre biológico lo engendrara a los sesenta y tres años, edad -senil para la época- a la que el poeta achacaba en parte sus asperezas temperamentales, pues estarían condicionadas por una herencia caduca.

 

Pero esas circunstancias deben ser consideradas a la luz -a la sombra más bien- del fatalismo baudeleriano, que se incrementó paralelamente al agravamiento de sus dolencias físicas y sus limitaciones de carácter.

Se consideraba a sí mismo demasiado especial tanto en lo sublime como en lo reprobable, y ese autoconvencimiento, aun apoyándose en circunstancias familiares o ambientales, respondía a una actitud radicalmente literaria, como quien idea un papel de personaje principal en el teatro de su mundo y se incorpora por completo a él en un gesto heroico y antiheroico a la vez, reafirmador y suicida.

Baudelaire representaba un papel mucho más real que él mismo, inabarcable pero sólido, autodestructor pero identificable, un papel que, finalmente, devoraría al actor, para alimentar sus poemas.

 

 

«Siendo muy niño experimenté en mi corazón dos sentimientos contradictorios, el horror de la vida y el éxtasis de la vida» [Baudelaire, Oeuvres complétes, Pichois, 1975, pág. 703].

Y en la confluencia de esas dos potencias, una espantosa y otra entusiasmante, se produjo su poesía.

Quizá, como dice Jean Paul Sartre, Baudelaire no dejó de ser nunca aquel niño mimado, incapaz de tomar decisiones maduras que lo libraran de los bandazos a que lo empujaban el horror a un extremo y el éxtasis a otro.

La fijación por su madre le inspiró infinitas cartas de hijo devoto y chantajista sentimental en las que lo vemos disimulando fechorías propias para no decepcionar del todo a quien él consideraba su único reducto de garantía afectuosa (y económica).

Pero eso no le impedía frecuentar a las mujeres de condición absolutamente opuesta, a las vividoras y prostitutas más diversas, desde las humildes y callejeras hasta las bien consideradas por su lujo «de salón», todas ajenas a cualquier proyecto de vida en común.

Quizá tan determinante como la relación maniática con su madre -toda una señora preocupada por el mal lugar en que la dejaba su descarriado hijo- sea la enfermedad venérea que contrajo a los dieciocho años.

Pero tampoco podemos exagerar la relación entre la enfermedad y el «mal» del que el poeta sacó sus «flores», porque la sífilis no era considerada grave ni contagiosa en una época cuyos médicos, apenas iniciados en métodos científicos, acababan de abandonar la práctica generalizada de la sangría con sanguijuelas.

Solo al final de su vida, hacia 1860, comprendió Baudelaire que aquella enfermedad lo estaba matando. Incluso existía entre los jóvenes la convicción de que se trataba de un mal benigno, y había quien se jactaba de haberlo atrapado -el joven Maupassant, unos años después-, algo así como si se tratara del bautismo de fuego para ingresar virilmente en la vida adulta. Las sales de mercurio que los médicos recetaban contra una plaga tan extendida solo conseguían enfermar aún más a sus víctimas, que debían buscar alguna forma de paliar los efectos acumulados de la inútil medicina y de la enfermedad invasora. Ese paliativo solía ser el láudano, jarabe que se vendía libremente en las farmacias y que contenía una pequeña pero adictiva dosis de opio.

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De la enfermedad venérea a la droga, podríamos decir alarmados; pero si leemos Los paraísos artificiales nos encontramos con una condena rotunda del hachís y del opio, un verdadero alegato contra los estupefacientes, aunque en sus páginas resulte aceptable y hasta recomendable el alcohol en la modesta variedad del vino.

¿Estamos ante un moralista hipócrita, que reprueba la misma droga a la que es adicto y que bendice el vino porque los trabajadores -manuales, por supuesto: entonces apenas había otros- pueden reconfortar su cuerpo y su espíritu gracias a un producto tan barato como popular, y así seguir rindiendo beneficios a sus patronos?

Hipócrita se declaró él mismo, como sabemos -«Al lector»-, y en sus poemas encontramos más de una alusión a las dimensiones expandidas por el opio y a otras percepciones excepcionales que probablemente provienen de las experiencias con alucinógenos, pero, aparte de los hermosos poemas dedicados al vino (CIV a CVIII), repitió demasiado claramente una de sus convicciones como para que nos quepan dudas acerca del espacio que pudo ocupar la droga en sus largas horas de trabajo: «Para curarse de todo, de la miseria, de la enfermedad y de la melancolía, solo hace falta de manera absoluta el Gusto por el Trabajo» [Baudelaire, O. C., 1975, pág. 669].

El distanciamiento de su madre, la ancianidad de su padre biológico, la administración ajena de la discreta herencia antes que el joven poeta la dilapidara por completo (estuvo a punto), la enemistad con aquel intruso raptor de su madre que quería para su hijastro -como cualquier tutor de su nivel social- una carrera distinguida y un matrimonio ventajoso, las relaciones amorosas efímeras y la enfermedad que fue minándolo de manera fatal, la droga, el dinero siempre insuficiente con que los directores de diarios y revistas y los editores pagaban su trabajo literario: todo eso le influyó, pero nada fue determinante por completo.

Los avatares sociales del joven dandi, empeñado en vivir por encima de sus posibilidades materiales, y del hombre desgastado prematuramente e incapaz de mantenerse leal -no digamos ya fiel- a una amante o a un amigo deben ser vistos por nuestros ojos de lectores a la luz del empeño cotidiano en darle fluidez a un verso, en perfilar el final de un poema, en reflejar con palabras persuasivas las impresiones recogidas ante un cuadro o en traducir fielmente un cuento de su admirado Poe. ¿Qué hay en común entre la obra de Poe y la suya?, ¿por qué le interesaba tanto la «sala de españoles» del Museo del Louvre?, ¿cómo consigue combinar el lenguaje cotidiano que emplea en sus vagabundeos por París con términos clásicos y librescos? Esas son las cuestiones que nos conciernen como lectores del escritor Baudelaire.

 

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Uno de los correctivos que su familia le aplicó, todavía a sus diecinueve años, fue un viaje a la India. Los ocho o nueve meses que pasó embarcado, su estancia en la actual isla Mauricio, desde donde se negó a seguir navegando y volvió a Francia, las costas exóticas que visitó y las largas jornadas en la soledad del mar le produjeron una de sus impresiones más duraderas.

Pero no, como pretendía su padrastro, para escarmentar dejando atrás devaneos juveniles y sentando la cabeza, sino para alimentar su trasfondo mental con paisajes luminosos -e idealizados- donde la naturaleza parecía proporcionar espontáneamente una felicidad que siempre le estuvo negada y a la que siempre se negó.

En sus poemas, los mástiles arracimados en el muelle, la elegancia frágil y atrevida de las naves, la profundidad insondable del horizonte marino o el atractivo del margen existencial que constituye el viaje en sí mismo («El viaje», CXXVI) son imágenes que se repiten con pinceladas coloristas encargadas de enmarcar tantas veces la tiniebla vital de donde procedía su impulso poético.

El goteo, el manantial de arte exquisito que se degusta en la lectura de los poemas de Baudelaire es consecuencia de la destilación de numerosos ingredientes, unos conocidos y otros desconocidos por el poeta, unos investigados por su posteridad y otros por descubrir todavía, pero ese licor no nos sabe a rumia de infancia desgraciada ni a lamento por el amor insano ni a añoranza de paisajes cálidos, sino a elucidación de la tiniebla que no acaba, a penetración en lo más oscuro de la conciencia humana con el deseo de iluminarla.

¿Por qué, de aquellas dos fuerzas encontradas, el horror y el éxtasis, los comentaristas han concedido más vigor a la primera que a la segunda?

En la poesía de Baudelaire la palabra volupté aparece a cada paso, y aunque no siempre se refiera al placer sexual, está claro que procede de esa experiencia básica, universal, alrededor de la que gira la vida humana, con todo su séquito de sorpresas psicológicas, de consecuencias autorreveladoras, de malentendidos y conflictos, de barreras morales, etc.

Se trata del éxtasis más asequible a los humanos (ver «La oración de un pagano» en Poemas añadidos). El erotismo, droga que cualquier persona se puede procurar gratuitamente, penetra a ciegas en la sima ancestral de nuestra especie, allí donde apenas podemos distinguir entre el éxtasis de pertenecer a la existencia biológica inocente y el horror de habernos separado de ella para ser simples existencias particulares, conscientes de serlo y abocadas a la desaparición.

Baudelaire, existencialista avant la lettre, tuvo la percepción ambivalente de lo más exquisito y lo más trágico de nuestra naturaleza. Ese vaivén irremediable se expresa en su poesía con tanta desesperación hacia un lado como encantamiento hacia otro: véase el poema «Brumas y lluvias» (Cl), donde «el corazón lleno de ideas fúnebres» se abriga al final con un humilde amor furtivo.

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Pero, además, la época en que vivió nuestro poeta fijó unos esquemas de comportamiento social que consagraban la represión masiva en beneficio de la clase social ascendente desde finales del siglo XVIII -en algunos aspectos y países, desde el XVII—, la burguesía industrial y financiera.

El Antiguo Régimen desaparecía, pero su división entre privilegiados y oprimidos no hacía más que cambiar de protagonistas, ahora más deliberados, y de métodos, ahora más sofisticados legalmente.

Esa conciencia de las condiciones en que se producía la explotación social venía impulsada por la iniciativa irreversible del pensamiento del siglo anterior -Baudelaire tenía por referente magistral a Denis Diderot-, que desenmascaró la inviolabilidad de la aristocracia y la impostura de la Iglesia.

Nuestro poeta era aún niño cuando se produjeron en Francia las oleadas revolucionarias de los años treinta del siglo XIX, pero ¿por qué no considerar que pudo influirle también el hecho de encontrarse interno en el Liceo Ampére de Lyon situado en la línea de fuego entre los revolucionarios y el ejército que posiblemente mandaba su padrastro?

Lo cierto es que vivió de cerca el gran terremoto que la burguesía sufrió -y del que salió reforzada- en 1848, aunque participara en él solo de forma episódica e inoperante, gritando por la calle, fusil en mano, algo que importaba poco a los manifestantes: «¡Hay que matar al general Aupick!».

Las reformas urbanísticas que se llevaron a cabo en París unos años después fueron inspiradas por la necesidad de combatir a los obreros con más eficacia que en el entramado de calles laberínticas de la vieja ciudad: las grandes avenidas y los bulevares amplios se diseñaron para facilitar el movimiento de los caballos y los cañones de la tropa y para desplazar al populacho sospechoso sustituyéndolo por la clase media mimetizada con la aristocracia venida a menos.

La transformación de la ciudad en que nació el poeta era un síntoma de la nueva relación de fuerzas: el poder político, servidor del creciente aparato económico y sirviéndose de la siempre aprovechable y todavía amplísima influencia de la Iglesia, contenía dentro de sus rediles suburbiales a las masas humanas en cuya fuerza de trabajo se apoyaba el nuevo régimen. Y la expansión de las formas culturales – teatro, prensa escrita en sus diversas formas, edición divulgativa, etc.- encontró en las primeras conquistas de la tecnología de masas – alumbrado público por gas, máquina de vapor aplicada al transporte, etc.- el aliciente necesario para elaborar unas relaciones de producción artística y cultural en las que el poeta ocupaba un lugar cada vez menos relevante.

Baudelaire fue quizá el primer poeta europeo consciente de vivir al margen de la sociedad cuyos engranajes económicos estaban cimentándose y que, con avances tecnológicos portentosos pero con variaciones ideológicas leves, llega hasta nuestros días.

No hay que desdeñar esa conciencia marginal como constituyente de su poesía.

Su desprecio por el progreso puede parecemos hoy un síntoma de resistencia ingenua, inspirada tal vez por las ideas del ultraconservador Joseph de Maistre, pero, aparte de que esa inspiración no pasó de ser epidérmica, el poeta acertaba en su diagnóstico cuando señalaba que los avances materiales iban orientados al mayor beneficio económico a costa de cualquier valor espiritual, es decir, humanístico.

Así profetizaba una y otra vez contra «la gran quimera de los tiempos modernos, el globo-monstruo de la perfectibilidad y del progreso indefinido»* [O. C., 1968, pág. 537]. Sin ser un revolucionario -Sartre lo rebaja a la categoría de «rebelde»»-, no dejó de ver claro en qué mundo vivía -«mundo americanizado»», decía- cuando se atrevió a afirmar que, con el tiempo, «la justicia ordenará inhabilitar a los ciudadanos que no sepan hacer fortuna»» [O. C., 1975, pág. 667].

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Aparte del paisaje ciudadano, cambiante y lleno de estímulos, Baudelaire solo conoció las perspectivas inquietantes de aquel viaje juvenil mitificado y la costa francesa de Honfleur, donde su madre, viuda por segunda vez, poseía una casa que le sirvió de retiro. Pero París, su marco «natural»», no le concedió el puesto preeminente que él creía merecer, y su traslado a Bruselas en los últimos años de su vida fue un fracaso en todos los sentidos: profesional, porque sus libros y sus conferencias no obtuvieron allí el éxito que esperaba, y vital, en parte porque se sintió aislado en un ambiente más hostil aún que el de París, pero sobre todo porque su temor al derrumbe físico y mental se confirmó con el ataque de apoplejía que lo dejaría inválido y lo llevaría a la tumba quince meses después. El pequeño poemario que publicó allí lleva un título revelador: Los retazos (Les épaves), es decir, las sobras del trabajo ya acabado y los restos del naufragio personal.

 

 

 

 

 

 

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