Presentación de Dios
Tuve un hijo que se llamaba Abandono, aunque siempre le llamé Ban; tuve también una hija que se
llamaba Pérdida –cosas de su madre-, pero siempre la llamé Susan. Los dos murieron muy jóvenes,
apenas llegaron a conocerse. Paqui, la dependienta de la panadería, siempre dice que para conocer
cabalmente a alguien has de haberte comido con él un saco de sal: insiste: un saco.
Cuando pienso en Abandono o en Pérdida, cuando los recuerdo, me viene también el Dios del Antiguo
Testamento, quizá porque se los llevó a los dos muy jóvenes, no sé.
Y a veces me pregunto cómo incluimos, en nuestra delicada historia de amor, a ese Dios bronco y guerrero,
al Dios Dios de toda la vida –creo que se puede decir así, para entendernos-. Ahora que está ya medio
jubilado, que va dejando, cada vez más, que las nuevas generaciones se ocupen de todo, se pasa el día
en su habitación sobrecalentada del piso alto, tendido en un lecho enorme como un barco, grande como
la cama de los amantes, con una respiración bronquítica y ruidosa y con una tos fea de fumador empedernido
que le obliga a ponerse tres almohadas para dormir sin asfixia.
Por el suelo, esparcidos en divino desorden, sus grandes zapatos vacantes, las cruces negras de repuesto
y las píldoras de opio. En la mesita de noche, atestada de vasos, ceniceros llenos de colillas y un rosario de
cristal, tiene un Tratado del Alma y una Metafísica del Universo.
Colgado de una percha en la pared, el uniforme azul marino de Dios de los Ejércitos.
Los cristales de la ventana retiemblan con las lejanas explosiones cósmicas y con el soplo continuo del viento.
En el pecho lleva tatuada la nebulosa del Anillo y, en la espalda, la Cruz del Sur.
‘El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes
tranquilas’, dicen por la radio, que tiene sintonizada con Finisterre.
No se siente solo, pero tampoco acompañado, y con frecuencia recuerda los viejos tiempos, aquellos días
de vino y rosas en los que tenía que decidir todo, pero en los que tenía una fuerza descomunal, sobrante.
Eran los tiempos de las alianzas y los pactos, que, quizá con una frecuencia excesiva, terminaban en guerra.
Tenía a mucha gente a su cargo y, sobre todo, era necesario encauzar las cosas, ir enderezándolas sin
prisa ni pausa para que un día pudieran funcionar solas, sin tener que pasarse el día pendiente de ellas.
‘Aunque vaya por sendas oscuras nada he de temer, tu vara y tu cayado me protegen’, dice ahora el
salmo 23 desde radio Finisterre.
Le gusta la dulce eternidad y la negra aurora, le gustan las citas universales de amor.
Cree que ha sabido ser Dios: mantener en marcha y con marcha toda la balumba de generaciones guerreras
y de hombres ambiciosos, pero sin un exceso de orden: más bien con ese ir dejando que las cosas se coloquen
naturalmente en su sitio, curvándose en el tiempo.
Siempre se siente enamorado, y eso lo hace bueno y triste, con mucho dolor de corazón. Tendría que afeitarse,
pero si lo vieran por ahí sin barba, temblaría el misterio, de manera que, de momento, sólo se recorta las
puntas y las patillas.
Casi todos los días tiene que planchar y almidonar el caos, y echar un vistazo a los termómetros de entropía.
Desde la ventana que da al sur puede avistar la roja bandera presidencial, que restalla como un látigo cuando
los fuertes vientos la agitan.
También tendría que descargar el llavero, que pesa demasiado y tiene llaves que no se usan desde hace años,
desde los días del paraíso, cuando todavía conversaba con los hombres y parecían una familia feliz.
Es una buena, una bella persona. Puede recordar tantas historias. Le divertían mucho los dinosaurios, no tanto
los veloces depredadores, sino más bien los lentos y pesados herbívoros con el cuello más largo que una calle
a oscuras.
Se dice sin palabras que son muchas, que son tantas las cosas que caben en un corazón.
Piensa que, desde que perdieron el paraíso, que fue como perder su casa o el verano o la infancia, los hombres
ya no han parado de perder: se cayeron y ya sólo saben vivir derramando.
Dos avances de amor, dos renuncias.
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