Regina no tiene reverso ni gusanos azules, es solamente la unidad sin noticias, sin verdes, con la mirada directa y persistente, con una rotunda inocencia fresca, escolar.

—Ya sabes que me enamoré de ti cuando metiste aquel gol de cabeza, Pasmo,
nunca había visto nada igual.

—Ay, Regina, ya estamos con el gol de cabeza. Sólo he metido goles de
cabeza, 492 goles y todos de cabeza.

—Ya, pero a mí sólo me importa ese. Yo estaba al ladito de la portería
y te vi como despistado, en el medio campo largo. «Este no se entera»,
pensé en voz alta. Lo demás ya es historia.

Regina permite que se asomen sexualmente sus huecos, sus huesos, sin ir más allá de los trescientos sesenta grados pero sin esconder el otro puente.

 

Pasmo no le dice nada por no avivar el rescoldo del amor, que han encendido ya tres veces desde el desayuno, pero ella sabe que si no esconde
el otro puente, Pasmo se pone como una moto.

 

Tal vez sin darse cuenta cabal, Regina empieza a tararear ‘Los piratas
del amor’ y a Pasmo se le dispara el resorte; le pasa algo parecido con los
goles de cabeza: «es como si me cayera hacia adentro», explica Pasmo,
«no sé, un despegue y un aterrizaje pero al mismo tiempo».

 

A Regina le gustan las plantas, y siempre, casi siempre está haciendo
experimentos; el año pasado consiguió que nacieran unas amapolas azul
marino al lado de la piscina, estaba muy contenta: «sólo viven cuatro horas justas, pero vale la pena», le explica al cartero que, en la mansión de los
Pérez Turbante nunca, nunca llama dos veces.

 

«Mira, Ré», le dice Pasmo a Regina, «ya sabes lo que pienso de tus amapolas azules». Ella sabe que cuando Pasmo empieza a meterse con
las flores, enseguida, inmediatamente tiene que dejar que asomen sexualmente sus huecos, sus huesos, sin esconder el otro puente. No hay otra manera de
detener el furor de Pasmo, que lleva siempre encima unas tijeras de podar
y, como él mismo dice, «en este asunto prefiero seguir una política de hechos consumados».

 

A Regina le parece que su vida pasa sin dejar rastro y tiene la convicción
de que con el dolor, con el sufrimiento, la vida no se disuelve, no desaparece tan deprisa, sino que se clava por dentro, en lo rojo, profundamente, como un mordisco, y entonces hay que mantener los dientes en la herida para que duela siempre, para hacerla eterna, ay.

 

Otras veces, en cambio, empieza con la retahíla de Johnny Guitar: «Pasmo, dime que siempre me has amado», «Pasmo, dime que te morirías sin mí». Sin embargo, tanto Regina como Pasmo prefieren el durísimo método del sufrimiento, que les parece más efectivo para retener la vida, para que la imprevisible vida deje una huella, un rastro, una señal, aunque sea de sangre.

Con todo, los días pasan y pasan sobre las impuras cabezas de Pasmo y Regina, que siempre quieren vivir más, mucho más, nunca tienen suficiente.

 

 

 

 

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