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Numerosas docenas de mirones, los tubos de insecticida sobre la mesa de caballetes, la mesa instalada en una esquina,

un calor chorreante pero nuestro José, la boina requintada, apostrofa a los mirones sin la menor amabilidad, el producto

que tiene el honor de vender no requiere chuparle las medias a nadie, este insecticida a presión es infalible y barato a la vez,

dos cosas que raramente van juntas. Los otros insecticidas que venden las droguerías, muchos prospectos y latas de colores

con vistas de moscas y cucarachas en horrible agonía, pero le juro que más de cuatro son propiamente tónicos para el insecto,

usted lo pulveriza y el animal entra en un estado de verdadero entusiasmo, se trepa por las paredes o revolotea entre los caireles,

al final uno les ha hecho un favor y encima le costó ochenta pesos. Aquí nada, un tubo honrado y sencillo a un precio sin competencia,

y además no es cosa de andar engrupiendo al respetable con figuritas en tecnicolor, el movimiento se demuestra andando,

attenti al piato, ahora mismo se van a convencer de que el producto es noble, señor, póngale la firma, se lo digo yo. José saca

un bocal de vidrio y lo levanta para que todos puedan ver el mosquito de tamaño natural que vuela sin demasiadas ganas en tan

poca atmósfera. Destapa el pulverizador del noble producto, entreabre el bocal y le raja una buena rociada al díptero.

El sujeto la recibe como un hombre, sigue volando dos segundos, se pega al vidrio como quien va a descansar, y de golpe estira

las patas, pierde el apoyo y cae al fondo del frasco donde el ávido público asiste a sus vistosas y variadas convulsiones y a su rigidez final.

—Dos segundos ocho en sentir los efectos, cuatro segundos cinco en entregar el rosquete —dice sencillamente José—.

Momento, momento, no se me tiren encima que hay para todos, primero a la señora aquí que me parece que se le está quemando

la carbonada. Sesenta y cinco bataraces, señora, y desde esta noche usted se va a la camita con su esposo y puede hacer lo que

quiera sin que el insecto venga a escorcharles el alma, cuantimás que en algunos casos… Pero hay niños presentes, mejor hablamos

de otra cosa. El señor aquí un tubito, la señorita que le queda tan bien esa blusa pegadita a los . . . Mire cómo se me pone de colorada,

pero si no lo iba a decir, nena. Epa, que me dejan sin existencias. De a uno y en fila como en la escuela, que alcanza para todos.

Los compradores se van en numerosas direcciones, y José espera un momento. Después levanta el frasco y lo sacude.

—Arriba, Toto —dice José—, no ves que ya se rajaron todos. Encaramate tranquilo, rejuntá las patas que pareces una vaca muerta,

organizate, hermano, organizate que ahora empieza otra sección. Así me gusta. Mándese un vuelito hasta la tapa, después me da

dos o tres vueltas como una paloma, y se me aviva del todo que ya me veo a dos viejas que vienen como bala.

Muy bien, Toto —aprueba José, dejando el frasco en su sitio—. Si te seguís portando así, esta noche te pongo dos minutos arriba

del culo de mi patrona. Algo especial, te lo juro, Toto. Me vas a decir a mí, pibe. Para algo somos socios, no te parece.

 

 

Julio Cortázar

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