Punk con cítara
por Anne Crowe
Se paró al final del vagón.
Un gigante vestido de negro, imponente
de cuero con flecos y tachuelas, cresta a lo mohicano.
Entonces, se sentó en el asiento de al lado.
De repente —¡Las plantas son asombrosas, vaya que sí!
Esa voz, con marcado acento del Úlster. Levanta la vista del libro,
sus ojos brillando bajo esa cresta leonada.
—Si no fuera por las plantas,
por esos haces vasculares,
no nos mantendríamos en pie.
Dice, mientras el cuero cruje
con un sonido como de ramas en un pinar,
rozándose. Y un sinfín de aretes
desde sus orejas hasta los desnudos y enjoyados brazos
con persuasivos puños americanos de medio dedo
brillan y relucen como la lluvia en los cardos.
Es un frondoso hombre que dice hojas.
Las copas de los árboles rellenan el vagón
con tenues murmullos; palabras
que componen una música linneana, hueco
para que el colobo, la orquídea y el campanero
se asomen desde los márgenes del habla.
Durante una hora dominó la escena con un lenguaje
tan por encima y fuera de mi alcance como, por ejemplo, el de una secuoya.
Esquivos como un jaguar, todos desaparecieron.
Todos menos esos resonantes y familiares
haces vasculares. Oh, y esa cítara.
Tocaba la cítara en una banda de folk,
de hecho, iba a tocarla en Newcastle,
donde, como era de esperar, se bajó del tren.
Pienso en cómo le había temido,
en cómo nos da miedo lo que no conocemos.
Y cuando escucho en las noticias los silbatos y tambores
de los orangistas en sus marchas,
intento imaginar esa melodía arreglada para la cítara
—oyendo el delicado repique de sus cuerdas;
al ver esa figura oscura,
alta como un cedro del Líbano, bailando
como David con su salterio
ante el Señor.
Punk with dulcimer
by Anne Crowe
He stood at the end of the carriage.
A black-clad giant, fearsome
in fringed and studded leather, ginger mohican.
Then sat down in the seat beside me.
Soon – Plants are amazing, so they are!
The voice, rich Ulster. He looks up from his book,
eyes shining under the tawny crown.
– If it weren’t for plants,
if it weren’t for vascular bundles,
we’d not be walking upright.
He speaks in a creaking of leather,
a sound like branches in a pine-wood,
rubbing. And a multitude of studs,
from his ears to his bare, braceleted arms
and eloquent knuckle-dustered mittens,
sparkle and gleam like rain on thistles.
He is a green man speaking leaves.
Rainforest canopy fills the carriage
with rustled whispers; words
that make Linnaean music, space
for colobus, catleya, bell-bird
to peep from the fringes of speech.
For an hour he held sway, in language
as way above my head as, say, a sequoia.
Elusive as jaguar, and all gone.
All but those resonant, homely
vascular bundles. Oh, and the dulcimer.
He played a dulcimer in a folk-group,
was going, in fact, to play it in Newcastle
where he duly got off the train.
I think of how I had feared him,
of how we fear what we don’t know.
And when I hear the whistles and drums
of marching Orangemen on the news,
I try to imagine the tune arranged for dulcimer
– hearing soft-struck strings;
seeing a black-clad figure,
tall as a cedar of Lebanon, and dancing
like David with his psaltery
before the Lord.
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