cartas a un joven poeta

rainer maria rilke

 

 

briefe an einen jungen dichter

diez cartas a franz xaver kappus

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Título original: Briefe an eine jungen Dichter

Rainer Maria Rilke, 1903

Traducción: Antoni Pascual i Piqué y Constanza Bernad Ribera

 

 

 

 

6

 

Roma, 23 de diciembre de 1903

 

 

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Mi querido señor Kappus:

No ha de faltarle un saludo mío cuando va a ser Navidad y usted, en medio de las fiestas, tendrá que soportar una soledad más difícil que la acostumbrada. Pero alégrese si se da cuenta de que esa soledad es grande; pues qué sería (pregúntese a sí mismo) una soledad que no fuera grande; sólo existe una, es inmensa y nada fácil de sobrellevar, y a casi todos les llegan aquellas horas en las que querrían de buena gana cambiarla por cualquier compañía, aunque fuera vulgar y anodina, por la apariencia de un reducido acuerdo con el primero que llega, con el más indigno…

Pero quizá sea precisamente en tales horas cuando la soledad crece; pues su crecimiento es doloroso, como el crecimiento de los niños, y triste, como el comienzo de la primavera. Pero esto no debe desorientarlo. Lo que se requiere es sólo esto: soledad, una gran soledad interior. Andar a solas consigo mismo y no encontrar a nadie durante horas, eso es lo que se debe alcanzar. Estar solo como en la infancia, cuando los adultos pululaban alrededor, enredados con cosas que parecían grandes e importantes, porque los mayores siempre parecían muy atareados y no se comprendía nada de su actividad.

Y si un día uno se da cuenta de que sus ocupaciones son infelices, que la profesión se ha petrificado sin relación con la vida, ¿por qué no continuar mirando como un niño lo extraño, desde lo profundo del mundo propio, desde la amplitud de la propia soledad, que en sí misma es trabajo, jerarquía y profesión? ¿Por qué querer cambiar el sabio no-comprender de un niño por el rechazo y el menosprecio, cuando el no-comprender significa estar solo y, en cambio, el rechazo y el menosprecio significan participar en aquello mismo de lo que uno quiere apartarse? Piense usted, querido señor, en el mundo que lleva usted en sí mismo, y llame este pensar como usted prefiera —recuerdo de la propia infancia o anhelo de futuro— y esté simplemente atento a lo que se eleva en usted y colóquelo por encima de todo lo que observe a su alrededor.

Su desarrollo interior es digno de todo su amor, en él debe usted trabajar y no ha de perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en justificar su posición ante los demás. ¿Quién le dice a usted que, después de todo, tenga una? Su profesión es dura, lo sé. Sé que está llena de contradicciones, vi venir de lejos su queja y estaba seguro de que un día u otro aparecería. Ahora que ya está aquí no le puedo tranquilizar. Sólo le pido que considere si no sucede así con todas las restantes profesiones ¿No están llenas de exigencias, de hostilidad hacia el individuo, por decirlo así, impregnadas del odio de aquellos que, mudos y malhumorados, se han encontrado con un deber aburrido?

La situación en la que tiene que vivir ahora no está más pesadamente lastrada con convenciones, prejuicios y errores que todas las demás profesiones; si hay alguna que aparente tener una mayor libertad, no hay ninguna que en sí misma, de manera amplia y espaciosa, esté en contacto con las cosas grandes que trenzan la verdadera vida. Sólo el solitario está sometido, como una cosa, a leyes profundas. Y si sale por la mañana, llena de acontecimientos, y si siente qué está sucediendo, se despojará de toda condición social, como si se hubiera muerto, aunque se encuentre en medio del tumulto de la vida.

Lo que usted, querido señor Kappus, ha de experimentar ahora como oficial del ejército, lo hubiera sentido de manera similar en cada una de las profesiones existentes. Es más, aunque usted, al margen de cualquier profesión, hubiese buscado sólo un contacto leve e independiente con la sociedad, no se le hubiese ahorrado este sentimiento de opresión. En todas partes es así y no hay motivo para el temor o la tristeza. Y si siente que no hay nada en común entre los demás y usted, intente aproximarse a las cosas, que nunca lo desampararán; todavía existen noches y vientos que van a través de los bosques y recorren muchos países; aún hay acontecimientos entre cosas y animales, en los cuales le está permitido participar, y los niños son así, como usted cuando era niño, tristes y felices.

Y si usted piensa en su infancia, vivirá de nuevo con ellos, con los niños solitarios, porque los adultos no son nada y su dignidad no tiene ningún valor. Y si a usted le llena de angustia o de ansiedad pensar en la infancia y en lo que en ella hay de sencillo y sosegado porque ya no puede creer en Dios que allí se encuentra por todas partes, pregúntese a sí mismo, querido señor Kappus, si de veras ha perdido a Dios. ¿No será más bien que no lo ha poseído nunca? Porque, ¿cuándo lo habría podido poseer? ¿Cree usted que un niño puede poseerlo a Él, al que los adultos sólo con esfuerzo soportan y cuyo peso oprime a los ancianos? ¿Cree usted que quien de verdad lo tiene lo puede perder como si se tratara de un guijarro? ¿O no opina que quien lo tuviera podría ser abandonado sólo por Él? Pero si usted reconoce que Él no estaba en su infancia ni tampoco antes, si usted intuye que Cristo fue confundido por su anhelo y Mahoma traicionado por su orgullo —y si siente con horror que ahora, cuando hablamos de Él, tampoco está—, ¿qué le da derecho a añorar como un pasado a Aquel que nunca existió y a buscarlo como si lo hubiera perdido?

¿Por qué no piensa en Él como el que viene, como el que se anuncia desde la eternidad, el futuro, el fruto definitivo de un árbol cuyas hojas somos nosotros? ¿Qué le impide a usted proyectar su nacimiento en los tiempos venideros y vivir su vida como un día doloroso y bello en la historia de un gran embarazo? Pues, ¿no ve como todo lo que sucede una y otra vez es sólo un inicio, y no podría ser Su inicio, ya que comenzar es siempre tan hermoso? Si Él es el más perfecto, ¿no debe estar lo inferior ante Él para que pueda escogerse entre toda la plenitud y la abundancia? ¿No debe ser Él el último para abarcarlo todo en sí mismo? ¿Y qué sentido tendríamos nosotros si Aquel que anhelamos ya hubiera existido?

Como abejas que recogen la miel, nosotros reunimos lo más dulce y lo edificamos a Él. Con lo más diminuto incluso, con lo imperceptible (si acontece sólo por amor), con el trabajo y con el reposo, con un silencio o con una pequeña y solitaria dicha, con todo lo que hacemos solos, sin participantes ni adeptos, lo comenzamos a Él, al que no llegaremos a ver, de la misma forma que nuestros antepasados no pudieron vernos tampoco a nosotros. Y, sin embargo, estos antepasados están en nosotros como fundamento, como lastre en nuestro destino, como sangre que bulle y como ademán que se eleva desde las profundidades del tiempo.

¿Existe algo que le pueda arrebatar la esperanza de ser uno en Él, el más lejano, el máximamente remoto?

Celebre usted, querido señor Kappus, la Navidad con este alegre sentimiento. Que quizá necesita Él precisamente esta angustia vital suya para comenzar; justamente, estos días de su tránsito son quizá el tiempo en que todo en usted trabaja por Él. Sea paciente y no se enoje, y piense que lo menos que podemos hacer es no dificultarle su venida, igual que la tierra no pone obstáculos a la primavera cuando ésta quiere venir. Y esté contento y confiado.

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Suyo,

Rainer Maria Rilke

 

 

 

 

 


 

 

 

 

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