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[ezcol_1half]in switzerland
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First thing to do in Zurich
is take the No. 5 «Zoo» trolley
to the end of the track,
and get off. Been warned about
the lions. How their roars
carry over from the zoo compound
to the Flutern Cemetery.
Where I walk along
the very beautiful path
to James Joyce’s grave.
Always the family man, he’s here
with his wife Nora, of course.
And his son, Giorgio,
who died a few years ago.
Lucia, his sorrow,
still alive, still confined
in an institution for the insane.
When she was brought the news
of her father’s death, she said:
What is he doing under the ground, that idiot?
When wifi he decide to come out?
He’s watching us all the time.
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I lingered awhile. I think
I said something aloud to Mr. Joyce.
I must have. I know I must have.
But I don’t recall what,
now, and I’ll leave it at that.
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A week later to the day, we depart
Zurich by train for Lucerne.
But early that morning I take
the No. 5 trolley once more
to the end of the line.
The roar of the lions falls over
the cemetery, as before.
The grass has been cut.
I sit on it for a while and smoke.
Just feels good to be there,
close to the grave. I didn’t
have anything to say this time.
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That night we gambled at the tables
at the Grand Hotel-Casino
on the very shore of Lake Lucerne.
Took in a strip show later.
But what to do with the memory
of that grave that came to me
in the midst of the show,
under the muted, pink stage light?
Nothing to do about it.
Or about the desire that came later,
crowding everything else out,
like a wave.
Still later, we sat on a bench
under some linden trees, under stars.
Made love with each other.
Reaching into each other’s clothes for it.
The lake a few steps away.
Afterwards, dipped our hands
into the cold water.
Then walked back to our hotel,
happy and tired, ready to sleep
for eight hours.
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All of us, all of us, all of us
trying to save our immortal souls,
some ways seemingly more round-
about and mysterious
than others. We’re having
a good time here. But hope
all will be revealed soon.
[/ezcol_1half] [ezcol_1half_end]en suiza
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Lo primero que hay que hacer en Zúrich
es subirse al tranvía n° 5 del Zoo
y bajarse al final del trayecto.
Nos habían avisado de los leones.
De cómo se oían sus rugidos
procedentes del recinto del zoo
en el cementerio Flutern.
Allí paseo por
el sendero tan bonito
que conduce hasta la tumba de James Joyce.
Siempre tan familiar, está aquí
con su esposa Nora, cómo no.
Y su hijo, Giorgo,
que murió hace unos años.
Lucía, su hija, su penitencia,
aún vive, confinada
en un sanatorio mental.
Cuando recibió la noticia
de la muerte de su padre, dijo:
¿Qué hace bajo tierra, ese idiota?
¿Cuándo va a salir?
Nos está observando todo el tiempo.
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Me quedé un rato. Creo
que le dije algo en voz alta al señor Joyce.
Debí de hacerlo. Creo que lo hice.
Pero no recuerdo qué
y ahora tengo que dejarlo así.
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Una semana después, partimos
de Zúrich hacia Lucerna en tren.
Pero aquella mañana temprano tomé
una vez más el tranvía n° 5
hasta el final de la línea.
Los rugidos de los leones se precipitaban
sobre el cementerio, como la otra vez.
Habían segado el césped.
Me senté un rato en él y fumé.
Me gustaba estar allí,
junto a la tumba. Esta vez
no dije nada.
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Aquella noche nos jugamos algo de dinero en los tapetes
del Grand Hotel Casino
a orillas del lago Lucerna.
Más tarde asistimos a un espectáculo de striptease.
Pero ¿qué podía hacer con el recuerdo
de aquella tumba
en pleno espectáculo, asaltándome
bajo la débil luz rosa del escenario?
Nada.
O con el deseo que surgió luego,
llevándose todo lo demás
como una ola.
Después nos sentamos en un banco
bajo las estrellas y unos cuantos tilos.
Hicimos el amor,
buscándonos entre las ropas.
A unos pasos del lago.
Luego metimos las manos
en el agua fría
y volvimos al hotel,
felices y cansados, dispuestos a dormir
ocho horas.
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Todos nosotros, todos nosotros, todos nosotros
intentando salvar
nuestras almas inmortales, por caminos
en algún caso más sinuosos y misteriosos
aparentemente
que otros. Estamos
pasándolo bien aquí. Pero con la esperanza
de que todo me será revelado pronto.
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