el Cuaderno

 

 

Vaso Roto reedita los ‘Cantos del sueño’ de John Berryman,

uno de los grandes poetas norteamericanos del pasado siglo.

 

 

john berryman

 

77 cantos del sueño

 

 

/una reseña de Carlos Alcorta/

 

 

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Si las etiquetas son, como todos sabemos, imprescindibles para definir y diferenciar un producto cualquiera, para identificarlo y evitar que nos den gato por liebre (aunque, en muchos casos, la prolijidad del etiquetado consigue el efecto contrario al deseado, más que informar, desconciertan), está claro que resultan insuficientes cuando sondeamos la realidad en aspectos menos verificables empíricamente, insuficientes e, incluso, maniqueas, si, además, nos referimos a una obra de arte, a un libro de versos, en este caso. Tachar a John Berryman de poeta confesional es menospreciar la parte irracional que contiene su poesía, una parte fundamental y, por tanto, imprescindible, en títulos como este 77 cantos del sueño —publicado en 1964, fue merecedor del Premio Pulitzer—  que, no es preciso ser muy avispado, nos remite al subconsciente, a un estado que poco tiene que ver con lo que percibimos cuando estamos despiertos. De ahí proviene la amalgama de referencias, personales, políticas y culturales que se suceden en los poemas.

Berryman comenzó muy pronto a publicar. En 1935 las revistas Columbia Review The Nation acogieron sus primeros poemas. Poco más tarde, en 1937, publicaría nuevos poemas en la prestigiosa revista Southern Review. Mientras enseñaba en Harvard aparecieron varios poemas suyos —en los que, en opinión de la crítica, era notoria la influencia de poetas como YeatsAuden o Hopkins— encuadrados en la antología Five young American poets (1940). De 1943 data Poems, el que podemos considerar su primer libro, aunque el volumen que le da a conocer y le proporciona notoriedad no vería la luz hasta 1948, The dispossessed, con el que obtuvo el Premio Shelley.  Su vida privada— compleja, intensa, apasionada— se transparenta, sin solución de continuidad, en sus poemas, y es probable que de aquí provenga la etiqueta a la que hacíamos alusión al principio de estas líneas De hecho, en el libro Sonnets to Chris, escrito en 1947 pero publicado en 1967, hace un detallado registro de sus infelicidades, detalles que se pueden constatar confrontando dichos poemas con las páginas de su diario.

Homage to Mistress Bradstreet, un libro de difícil comprensión, fue publicado en 1953 en Partisan Review  y apareció en forma de libro en 1956. Este libro supuso la consagración definitiva de John Berryman como poeta. Está dividido en cincuenta y siete estrofas de ocho versos rimados. Las cinco secciones que lo integran se refieren, respectivamente, primero a la invocación de la poeta del siglo XVII Anne Bradstreet; siguen un monólogo de Bradstreet; un seductor diálogo entre los dos poetas; un segundo monólogo de Bradstreet y, finalmente, la disertación de Berryman.

La vida privada de Berryman comenzaba a desmoronarse, entre otras cosas, por su alcoholismo. Se divorcia y es expulsado de su trabajo. Después de numerosos avatares profesionales y personales, encuentra una ansiada estabilidad en Minnesota, en cuya universidad permanecerá desde 1955 hasta su fallecimiento, en 1972. Fue este el lugar en el que comenzó a escribir sus Cantos del sueño, libro con el que obtuvo, como hemos dicho, el Premio Pulitzer. El protagonista, una especie de alter ego —divido en dos, porque también aparece un personaje llamado Huesos— del autor, es Henry, un estadounidense blanco de mediana edad que habla de sí mismo en primera, segunda y tercera persona y escucha a su amigo sin nombre, un estadounidense blanco en dialecto negro que habla negro.

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Henry es codicioso, lujurioso y vanidoso. Su amigo es la conciencia, y su diálogo se resuelve, como sostiene Helen Vendler en The Given and the Made (1995), como si fuera un examen en la consulta del terapeuta, y cada canción se puede asociar a una sesión en el sofá. Henry, hablando con todo el equipaje emocional de Berryman (suicidio paterno, libido descarada, embriaguez) puede agredir y retroceder, lanzando su ira, sus miedos y su blasfemia contra el amigo, un muro vacío de respuestas terapéuticas. Las teorías sobre la función de los sueños y del inconsciente de Freud influyeron en su escritura de forma evidente. «Será precisamente el libro 77 cantos del sueño —escriben Andrés Catalán y Carlos Bueno Vera, los autores de la edición—adonde le lleve la búsqueda del fantasma de su padre y donde más obvia sea la presencia del mismo: un alucinado discurso donde Berryman aborda el alcoholismo, las pesadillas, la lujuria, el deseo desmedido, las infelicidades y un perenne sentimiento de culpa y abandono».

Berryman fue galardonado con una beca Guggenheim en 1967 para completar The Dream Songs. Vivió un tiempo en Irlanda y continuó bebiendo mucho, y finalmente ingresó en un hospital de Minneapolis para recibir tratamiento Mientras tanto, ganó el Premio de la Academia de Poetas Americanos y los premios National Endowment for the Arts (1967). His toy, his dream, his rest (1968) completó The Dream Songs, con el que obtuvo el National Book Award (1969) y el Premio Bollingen.  Sin embargo, la reputación de Berryman no se consolidó hasta los últimos años de su vida. En su juventud fue una promesa que se vio truncada no solo por la inaccesibilidad de su poesía sino por su particular forma de ser: altanero, presuntuoso, borracho y mujeriego. Al final, afortunadamente, prevaleció la calidad de su poesía y hoy está considerado como uno de los grandes poetas norteamericanos del pasado siglo.

Berryman, un hombre «feliz sin convicción», como lo definió su amigo y gran poeta Robert Lowell, acabó suicidándose —ya había hecho un primer intento en 1931—, como antes hicieron Ganivet y Paul Celan— lanzándose desde un puente (un barco, en el caso del español), en Minneapolis. «Solo habían pasado unos días desde el anterior intento de suicidio del poeta, atormentado por un alcoholismo desatado y unas crisis nerviosas que, durante los últimos años de su vida, le suponían al menos un largo internamiento hospitalario anual», según escriben los autores de la traducción, a los cuales hay que felicitar efusivamente porque han hecho un trabajo excelente y concienzudo, como se pude comprobar en el aluvión de notas finales que acompañan a los poemas. «El hombre —escribe Berryman— ha asumido la más alta responsabilidad,/ son fin. Buena suerte».

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