reseña de adolfo castaño: los versos del eunuco de luisa castro
madrid, septiembre-octubre de 1986
La actitud humana que le llega al lector a través del nuevo libro de poemas de Luisa Castro,
Los versos del Eunuco, sigue siendo, como en su entrega anterior, Odisea definitiva, literariamente
airada.
El espacio imaginario; los datos reales que sustentan la transformación en signos poéticos;
la dicción persistente, continua, que enfrenta lo vivo «nieve», que no cae dentro de nuestro mundo
urbano, con lo que los hombres hemos fabricado paredes, converge en una palabra terrible,
abarcadora, desoladora: odio.
No hemos cuantificado la recurrencia de su aparición a lo largo de las páginas del libro, pero damos
fe de que aparece con la frecuencia suficiente para no estar escrita al azar.
¿Qué es lo que odia Luisa Castro?
La respuesta, como debe ocurrir en un texto literario, no surge con claridad inmediata.
De entrada contamos con un dato obvio: para alguien que se siente fuerte, joven y libre en sí mismo,
la estructura de la vida, conforme está constituida, es limitadora, absurda, roma. Item más, si la persona
es creativa y dispone de un arma defensiva —en este caso el lenguaje—, intentará abrir una puerta
o un agujero, o ambas cosas, en el muro, para escapar del tedio y sentir de verdad de qué materia
está hecha ella misma y el sabor del horizonte que la contiene.
«El lenguaje nos revela a nosotros mismos», decía Rilke.
¿Cómo procede Luisa Castro, cómo organiza su odio?
Consideremos la secuencia de citas: Tíbulo, Terencio, Ezra Pound, Tristán Corbière, Artaud,
Leopoldo María Panero. Nos encontramos con una serie de poetas malditos que acentúan su parentesco
entre sí y con la poeta que los cita.
«Será mi alma un buen alimento para perros», dice L. M. Panero.
«Se mató por ardor o murió por pereza», dice T. Corbière.
«Han traído rameras para Eleusis. Cadáveres se aprestan al banquete por orden de la usura»,
dice E. Pound.
Semejante ceremonia de apoyo a la propia actitud, nos hace pensar en la necesidad de ser alentada
por seres de idénticas características que siente Luisa Castro, por seres pertenecientes claramente
a la estirpe de los transgresores.
[Queremos marcar la importancia de las citas latinas. Luisa Castro en tres ocasiones utiliza, sin traducirlo,
un lenguaje culto y mágico, lenguaje que la aísla más del contexto normal, y con el cual ella juega
un juego de aceptación y ataque, semejante al de las otras citas, pero con un sentido distorsionador,
puesto que Tíbulo y Terencio, dándole pie para el uso de sus sugerencias, la encadenan y la mutilan,
la atan a una cultura sacralizada.]
Es apasionante ver cómo los movimientos del lenguaje de Luisa Castro se organizan con imaginación
móvil para liberarse de la estructura.
«Era la primera ceremonia y nos queríamos con savia en la garganta
porque el amor sobrevenía con un lujo de ola que no cae».
«Versos como incendiarse en lechos, hundir
la espuela y dame
la trinidad oscura de tu alma,
el cajón extraño de tu cuerpo, y alta
parábola de ti
y
yo
que vivo al otro lado del incendio
ausente y silenciada
y cantando cosas tristes…».
Y cómo estos movimientos del lenguaje son cercados por
«Multitudes de enemigos como desbocadas hembras sin pelo
nos arrastraban al puerto oscurecido de la ciudad
a ver zarpar
el último barco».
¿Quién es el Eunuco?
Personaje multiforme, cercano y lejano, mutilado y capaz. Nos recuerda, en su presencia,
al cadáver de Amadeo o cómo desembarazarse de Ionesco, amenaza creciente de potencial insólito.
Luisa Castro dice de él:
«Me amamanta con sencillez. Recoge su lengua,
olfatea mis víveres y se va.
Vértigo y parto».
«Si el eunuco se enfría en mis rodillas
le digo que sí
y nos queremos con las espadas altas».
«Y así que cada día llegaba más amarillo, con aliento amarillo de vaca y los ojos colgándole sobre
un fondo amarillo… Lo desnudaron con evidente rubor pues su cuerpo en los últimos tiempos había
ido cobrando un aspecto de doncella virginal apetecible hasta para un gendarme… Sus dimensiones
habían empequeñecido adaptándose a las formas femeninas con la sinuosa cadera, con los pechos
oscilantes».
Luisa Castro combate para que el eunuco no adopte formas que no le corresponden:
«Quise explicarles que venías de muchas guerras, quise contarles la verdad de lo del muñón.
Pero los gendarmes se apresuraron a enseñar en la plaza sus heridas a las gentes que se apiñaban
y me llamaban devoradora de ángeles, pecadora de la guadaña en alto».
El rol femenino y el masculino entran en colisión para situarse en un terreno estrictamente humano,
con atributos que no marquen un destino. El adjetivo que viene de fuera, que no nace en la persona,
incide en este orden nuevo como un cuchillo.
¿Está justificado el odio? ¿La palabra, puede actuar de salvadora?
Luisa Castro termina su libro con este verso:
«Cuánto tiempo he de esperar»
Unas palabras sobre el Premio Hiperión que ha obtenido este libro. Nos parece por el contenido,
la ordenación, el valor expresivo, la imaginación y la cultura que contiene, justo, un premio justo.
Pero a nosotros todos los premios nos dan un escalofrío, el escalofrío de una posible transformación del poeta,
el escalofrío de que su dicción se convierta en moda y, por tanto, en algo perecedero, sin posible progreso,
con muerte cierta. Y aún otro escalofrío: el de que se convierta en algo tutelable, manejable, sin libertad,
sin la libertad airada que corresponda a cada momento vital del poeta.
Esperemos que no termine por suceder así.
Luisa Castro es la más joven de las diosas blancas.
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