para Alexandra Bolaño y Lautaro Bolaño,
por las lecciones de vértigo
•
para Alexandra Edwards y Marcial Cortés-Monroy,
por la amistad
La demanda acabará en risas y tú te irás libre de cargos.
HORACIO
putasasesinasputasasesinasputasasesinasputasasesinas
para Teresa Ariño
–Te vi en la televisión, Max, y me dije éste es mi tipo.
-(El tipo mueve la cabeza obstinadamente, intenta resoplar, no lo consigue.)
-Te vi con tu grupo. ¿Lo llamas así? Tal vez digas banda, pandilla, pero no, yo
creo que lo llamas grupo, es una palabra sencilla y tú eres un hombre sencillo. Os habíais
quitado las camisetas y todos exhibíais el torso desnudo, pechos jóvenes, bíceps fuertes
aunque no tan musculados como quisierais, lampiños la mayoría, la verdad es que no presté
mucha atención a los pechos, a los tórax de los otros sino al tuyo, algo en ti me llamó la
atención, tu cara, tus ojos que miraban hacia el lugar en donde estaba la cámara
(probablemente sin saber que te estaban grabando y que en nuestras casas te veíamos), unos
ojos sin profundidad, distintos de los ojos que tienes ahora, infinitamente distintos de los
ojos que tendrás dentro de un rato, que miraban la gloria y la felicidad, los deseos saciados
y la victoria, esas cosas que sólo existen en el reino del futuro y que más vale no esperar
pues nunca llegan.
-(El tipo mueve la cabeza de izquierda a derecha. Insiste con los resoplidos, suda.)
-En realidad, verte en la televisión fue como una invitación. Imagina por un
instante que yo soy una princesa que espera. Una princesa impaciente. Una noche te veo, te
veo porque de alguna manera te he buscado (no a ti sino al príncipe que también tú eres, y
lo que representa el príncipe). Tu grupo danza con las camisetas atadas alrededor del cuello
o de la cintura. Podría decirse también: enrolladas, que según los viejos más inútiles
significa voluta o empedrar con rollos o cantos, pero que para mí, que soy joven e inútil,
significa una prenda de vestir enrollada alrededor del cuello, del tórax o de la cintura. Los
viejos y yo vamos por caminos distintos, ya lo puedes apreciar. Pero no nos distraigamos de
lo que de verdad nos interesa. Todos vosotros sois jóvenes, todos ofrecéis a la noche
vuestros himnos, algunos, los que encabezan las marchas, enarbolan banderas. El locutor,
un pobre diablo, se queda impresionado por el baile tribal en el que tú participas. Lo
comenta con el otro locutor. Están bailando, dice su voz de palurdo, como si en nuestras
casas, delante del televisor, no nos diéramos cuenta. Sí, se divierten, dice el otro locutor.
Otro palurdo. A ellos, en efecto, parece divertirles vuestro baile. En realidad sólo se trata de
una conga. En la primera fila son ocho o nueve. En la segunda fila son diez. En la tercera
fila son siete u ocho. En la cuarta fila son quince. Todos unidos por unos colores y por ir
desnudos de cintura para arriba (con las camisetas atadas o enrolladas alrededor de la
cintura o en el cuello o a modo de turbante en la cabeza) y por recorrer bailando (puede que
la palabra bailar sea excesiva) la zona en donde previamente os han encerrado. Vuestro
baile es como un relámpago en medio de la noche de primavera. El locutor, los locutores,
cansados pero aún con una chispa de entusiasmo, celebran vuestra iniciativa. Recorréis las
gradas de cemento de derecha a izquierda, llegáis a las vallas metálicas y retrocedéis de
izquierda a derecha. Los que encabezan cada fila portan una bandera, que puede ser la de
vuestros colores o la española; el resto, incluido el que cierra la fila, agita banderas de
dimensiones más reducidas o bufandas o las camisetas de las que previamente os habéis
despojado. La noche es primaveral, pero aún hace frío, por lo que vuestro gesto adquiere
finalmente la contundencia que deseabais y que en el fondo se merece. Después las filas se
deshacen, comenzáis a entonar vuestros cantos, algunos alzáis el brazo y saludáis a la
romana. ¿Sabes cuál es ese saludo? Ciertamente lo sabes y si no lo sabes en este momento
lo intuyes. Bajo la noche de mi ciudad, tú saludas en dirección a las cámaras de televisión y
desde mi casa yo te veo y decido ofrecerte mi saludo, contestar a tu saludo.
-(El tipo niega con la cabeza, los ojos parecen llenársele de lágrimas, los hombros
le tiemblan. ¿Su mirada es de amor? ¿Su cuerpo, antes que su mente, intuye lo que
inevitablemente vendrá? Ambos fenómenos, el de las lágrimas y el de los temblores,
pueden obedecer al esfuerzo que en ese instante realiza, vano esfuerzo, o a un sincero
arrepentimiento que como una garra se prende de todos sus nervios.)
-Así pues, me quito la ropa, me quito las bragas, me quito el sujetador, me ducho,
me pongo perfume, me pongo bragas limpias, me pongo un sujetador limpio, me pongo una
blusa negra, de seda, me pongo mis mejores pantalones vaqueros, me pongo calcetines
blancos, me pongo mis botas, me pongo una americana, la mejor que tengo, y salgo al
jardín, pues para salir a la calle tengo antes que atravesar ese jardín oscuro que tanto te
gustó. Todo en menos de diez minutos. Normalmente no soy tan rápida. Digamos que ha
sido tu danza la que ha acelerado mis movimientos. Mientras yo me visto, tú danzas. En
alguna dimensión distinta a ésta. En otra dimensión y en otro tiempo, como un príncipe y
una princesa, como la llamada ígnea de los animales que se aparean en primavera, yo me
visto y tú, dentro del televisor, bailas frenéticamente, tus ojos fijos en algo que podría ser la
eternidad o la llave de la eternidad si no fuera porque tus ojos, al mismo tiempo, son planos,
están vaciados, nada dicen.
-(El tipo asiente repetidas veces. Lo que antes eran gestos de negación o
desesperación se convierten en gestos de afirmación, como si de improviso lo hubiera
asaltado una idea o tuviera una nueva idea.)
-Finalmente, sin tiempo para mirarme en el espejo, para comprobar el grado de
perfección de mi atuendo, aunque probablemente si hubiera tenido tiempo tampoco me
habría querido ver reflejada en el espejo (lo que tú y yo hacemos es secreto), dejo mi casa
con sólo la luz del porche encendida, me subo a la moto y atravieso las calles en donde
gente más extraña que tú y que yo se prepara para pasar un sábado divertido, un sábado a la
altura de sus expectativas, es decir un sábado triste y que no llegará jamás a encarnarse en
lo que fue soñado, planeado con minuciosidad, un sábado como cualquier otro, es decir un
sábado peleón y agradecido, bajito de estatura y amable, vicioso y triste. Horribles adjetivos
que no me cuadran, que me cuesta aceptar, pero que en última instancia siempre admito
como un gesto de despedida. Y yo y mi moto atravesamos esas luces, esos preparativos
cristianos, esas expectativas sin fondo, y desembocamos en la Gran A venida del estadio,
solitaria todavía, y nos detenemos bajo los arcos de los puentes de acceso, pero fijate qué
curioso, presta atención, cuando nos detenemos la sensación que siento bajo las piernas es
que el mundo sigue moviéndose, como efectivamente sucede, supongo que lo sabes, la
Tierra se mueve bajo mis pies, bajo las ruedas de mi moto, y por un instante, por una
fracción de segundo, el encontrarte carece de importancia, te puedes marchar con tus
amigos, puedes ir a emborracharte o tomar el autobús que te devolverá a tu ciudad. Pero la
sensación de abandono, como si me follara un ángel, sin penetrarme pero en realidad
penetrándome hasta las tripas, es breve, y justo mientras dudo o mientras la analizo
sorprendida se abren las rejas y la gente comienza a salir del estadio, bandada de buitres,
bandada de cuervos.
-(El tipo agacha la cabeza. La alza. Sus ojos intentan componer una sonrisa. Sus
músculos faciales se contraen en uno o varios espasmos que pueden significar muchas
cosas: somos el uno para el otro, piensa en el futuro, la vida es maravillosa, no cometas una
tontería, soy inocente, arriba España.)
-Al principio, buscarte es un problema. ¿Serás igual, visto a cinco metros de
distancia, que en la tele? Tu altura es un problema: no sé si eres alto o de estatura mediana
(bajo no eres), tu ropa es un problema: a esa hora ya empieza a hacer frío y sobre tu torso y
sobre los torsos de tus compañeros nuevamente cuelgan camisetas e incluso chaquetas;
alguno sale con la bufanda enrollada (como una voluta) alrededor del cuello e incluso
alguno se ha cubierto media cara con la bufanda. La luna cae vertical sobre mis pisadas en
el cemento. Te busco con paciencia, aunque siento al mismo tiempo la inquietud de la
princesa que contempla el marco vacío donde debiera refulgir la sonrisa del príncipe. Tus
amigos son un problema elevado al cubo: son una tentación. Los veo, soy vista por ellos,
soy deseada, sé que me bajarían los pantalones sin pensárselo dos veces, algunos merecen
sin duda mi compañía al menos tanto como tú, pero en el último instante siempre te soy
fiel. Por fin, apareces rodeado de bailarines de conga, entonando himnos cuyas letras son
premonitorias de nuestro encuentro, con el rostro grave, imbuido de una importancia que
sólo tú sabes sopesar, ver en su exacta dimensión; eres alto, bastante más alto que yo, y
tienes los brazos largos exactamente tal como me los imaginé después de verte en la tele, y
cuando te sonrío, cuando te digo hola, Max, no sabes qué decir, al principio no sabes qué
decir, sólo reírte, un poco menos estentóreamente que tus camaradas, pero sólo te ríes,
príncipe de la máquina del tiempo, te ríes pero ya no caminas.
-(El tipo la mira, achica los ojos, trata de serenar su respiración y en la medida en
que ésta se regulariza pareciera que piensa: inspirar, espirar, pensar, inspirar, espirar,
pensar … )
-Entonces, en lugar de decirme no soy Max, intentas seguir con tu grupo y por un
momento me domina el pánico, un pánico que en la memoria se confunde más con la risa
que con el miedo. Te sigo sin saber muy bien qué haré a continuación, pero tú y tres más se
detienen y se vuelven y me consideran con sus ojos fríos, y yo te digo Max, tenemos que
hablar, y entonces tú me dices no soy Max, ése no es mi nombre, qué pasa, te estás
quedando conmigo, me confundes con alguien o qué, y entonces yo te digo perdona, te
pareces muchísimo a Max, y también te digo que quiero hablar contigo, de qué, pues de
Max, y entonces tú te sonríes y te quedas ya definitivamente atrás, tus compañeros se van,
te gritan el nombre del bar desde donde saldréis de esta ciudad, no hay pierde, dices tú, allí
nos veremos, y tus camaradas se van haciendo cada vez más pequeños, de la misma manera
que el estadio se va haciendo cada vez más pequeño, yo conduzco la moto con mano firme
y aprieto el acelerador a fondo, la Gran A venida a esta hora está casi vacía, sólo la gente
que vuelve del estadio, y tú detrás de mí enlazas mi cintura, siento en mi espalda tu cuerpo
que se pega como un molusco a la roca, y el aire de la avenida, en efecto, es frío y denso
como las olas que conmueven al molusco, tú te pegas a mí, Max, con la naturalidad de
quien intuye que el mar es no sólo un elemento hostil sino un túnel del tiempo, te enrollas a
mi cintura como antes tu camiseta estaba enrollada en tu cuello, pero esta vez la conga la
baila el aire que entra como un torrente por el tubo estriado que es la Gran A venida, y tú te
ríes o dices algo, tal vez hayas visto entre la gente que se desliza bajo el manto de los
árboles a unos amigos, tal vez sólo estás insultando a unos desconocidos, ay, Max, tú no
dices adiós ni hola ni nos vemos, tú dices consignas más viejas que la sangre, pero
ciertamente no más viejas que la roca a la que te agarras, feliz de sentir las olas, las
corrientes submarinas de la noche, pero seguro de no ser arrastrado por ellas.
-(El tipo murmura algo ininteligible. Una especie de baba le cae por la barbilla,
aunque tal vez sólo sea sudor. Su respiración, no obstante, se ha tranquilizado.)
-Y así, indemnes, llegamos a mi casa en las afueras. Te sacas el casco, te tocas los
huevos, me pasas una mano por los hombros. Tu gesto esconde una dosis insospechada de
ternura y de timidez. Pero tus ojos no son todavía lo suficientemente tiernos ni tímidos. Te
gusta mi casa. Te gustan mis cuadros. Me preguntas por las figuras que en ellos aparecen.
El príncipe y la princesa, te contesto. Parecen los Reyes Católicos, dices. Sí, en alguna
ocasión a mí también se me ha ocurrido pensarlo, unos Reyes Católicos en los límites del
reino, unos Reyes Católicos que se espían en un perpetuo sobresalto, en un perpetuo
hieratismo, pero para mí, para la que yo soy al menos durante quince horas diarias, son un
príncipe y una princesa, los novios que atraviesan los años y que son heridos, asaeteados,
los que pierden los caballos durante la cacería e incluso los que nunca han tenido caballos y
huyen a pie, sostenidos por sus ojos, por una voluntad imbécil que algunos llaman bondad y
otros natural buen talante, como si la naturaleza pudiera ser adjetivada, buena o mala,
salvaje o doméstica, la naturaleza es la naturaleza, Max, desengáñate, y estará siempre ahí,
como un misterio irremediable, y no me refiero a los bosques que se queman sino a las
neuronas que se queman y al lado izquierdo o al lado derecho del cerebro que se quema en
un incendio de siglos y siglos. Pero tú, ánima bendita, encuentras hermosa mi casa y
encima preguntas si estoy sola y luego te sorprendes de que me ría. ¿Crees que si no
estuviera sola te habría invitado a venir? ¿Crees que si no estuviera sola hubiera recorrido
la ciudad de una punta a la otra en mi moto, contigo a mi espalda, como un molusco pegado
a una roca mientras mi cabeza (o mi mascarón de proa) se hunde en el tiempo en el empeño
único de traerte sano y salvo a este refugio, la roca verdadera, la que mágicamente se eleva
desde sus raíces y emerge? Y de una manera práctica: ¿crees que habría llevado un casco de
repuesto, un casco que vela tu rostro de las miradas indiscretas, si mi intención no hubiera
sido traerte aquí, a mi más pura soledad?
-(El tipo agacha la cabeza, asiente, sus ojos recorren las paredes del cuarto hasta el
último resquicio. Una vez más, su transpiración vuelve a manar como un río caprichoso,
¿una falla en el tiempo?, y las cejas se ven inundadas de gotas que penden, amenazantes,
sobre sus ojos.)
-Tú no sabes nada de pintura, Max, pero intuyo que sabes mucho de soledad. Te
gustan mis Reyes Católicos, te gusta la cerveza, te gusta tu patria, te gusta el respeto, te
gusta tu equipo de fútbol, te gustan tus amigos o compañeros o camaradas, la banda o grupo
o pandilla, el pelotón que te vio quedarte rezagado hablando con una tía buena a la que no
conocías, y no te gusta el desorden, no te gustan los negros, no te gustan los maricas, no te
gusta que te falten al respeto, no te gusta que te quiten el sitio. En fin, son tantas las cosas
que no te gustan que en el fondo te pareces a mí. Nos acercamos, tú y yo, desde los
extremos del túnel, y aunque lo único que vemos son nuestras siluetas seguimos caminando
resueltamente hacia nuestro encuentro. En la mitad del túnel por fin podrán nuestros brazos
entrelazarse, y aunque allí la oscuridad es tan grande que no podremos contemplar nuestros
rostros, sé que avanzaremos sin temor y que nos tocaremos la cara (tú lo primero que me
tocarás será el culo, pero eso también es parte de tu deseo de conocer mi rostro),
palparemos nuestros ojos y pronunciaremos acaso una o dos palabras de reconocimiento.
Entonces me daré cuenta (entonces podría darme cuenta) de que no sabes nada de pintura,
pero sí de soledad, que es casi lo mismo. Algún día nos encontraremos en el medio de ese
túnel, Max, y yo palparé tu cara, tu nariz, tus labios, que suelen expresar mejor que nadie tu
estupidez, tus ojos vaciados, los pliegues minúsculos que se forman en tus mejillas cuando
sonríes, la falsa dureza de tu rostro cuando te pones serio, cuando cantas tus himnos, esos
himnos que no comprendes, tu mentón que a veces parece una piedra pero que más a
menudo, supongo, parece una hortaliza, ese mentón tuyo tan típico, Max (tan típico, tan
arquetípico que ahora pienso que es él quien te ha traído, quien te ha perdido). Y entonces
tú y yo podremos volver a hablar, o hablaremos por primera vez, pero hasta entonces
deberemos revoleamos, quitamos nuestras ropas y enrollarlas en nuestros cuellos o en los
cuellos de los muertos. Esos que viven en la voluta inmóvil.
-(El tipo llora, también pareciera que intenta hablar, pero en realidad son hipidos,
espasmos provocados por el llanto los que mueven sus mejillas, sus pómulos, el lugar
donde se adivinan los labios.)
-.Como dicen los gángsters, no es nada personal, Max. Por supuesto, en esa
aseveración hay algo de verdad y algo de mentira. Siempre es algo personal. Hemos llegado
indemnes a través de un túnel del tiempo porque es algo personal. Te he elegido a ti porque
es algo personal. Por descontado, nunca antes te había visto. Personalmente nunca hiciste
nada contra mí. Esto te lo digo para tu tranquilidad espiritual. Nunca me violaste. Nunca
violaste a nadie que yo conociera. Puede incluso que nunca hayas violado a nadie. No es
algo personal. Tal vez yo esté enferma. Tal vez todo es producto de una pesadilla que no
soñamos ni tú ni yo, aunque te duela, aunque el dolor sea real y personal. Sospecho, sin
embargo, que el fin no será personal. El fin, la extinción, el gesto con el que todo esto se
acaba irremediablemente. Y aún más, personal o impersonalmente, tú y yo volveremos a
entrar en mi casa, a contemplar mis cuadros (el príncipe y la princesa), a beber cervezas, a
desnudamos, yo volveré a sentir tus manos que recorren con torpeza mi espalda, mi culo,
mi entrepierna, buscando tal vez mi clítoris, pero sin saber dónde se encuentra exactamente,
volveré a desnudarte, a coger tu polla con mis dos manos y a decirte que la tienes muy
grande cuando en realidad no la tienes muy grande, Max, y eso deberías haberlo sabido, y
volveré a metérmela en la boca y a chupártela como probablemente nadie te la había
chupado, y luego te desnudaré y dejaré que tú me desnudes, una de tus manos ocupada en
mis botones, la otra sosteniendo un vaso de whisky, y te miraré a los ojos, esos ojos que vi
en la televisión (y que volveré a soñar) y que hicieron que fuera a ti a quien eligiera, y
volveré a repetirme que no es nada personal, volveré a decirte, a decirle a tu recuerdo
nauseabundo y eléctrico que no es nada personal, y aun entonces tendré mis dudas, tendré
frío como ahora tengo frío, intentaré recordar todas tus palabras, hasta las más
insignificantes, y no podré hallar en ellas consuelo.
-(El tipo vuelve a sacudir la cabeza con gestos de afirmación. ¿Qué intenta decir?
Imposible saberlo. Su cuerpo, mejor dicho sus piernas, experimentan un fenómeno curioso:
por momentos un sudor tan abundante y espeso como el de la frente las cubren, sobre todo
por la cara interna, por momentos pareciera que tiene frío y la piel, desde las ingles hasta
las rodillas, adquiere una textura áspera, si no al tacto sí a la vista.)
-Tus palabras, lo reconozco, han sido amables. Temo, sin embargo, que no has
pensado suficientemente bien lo que decías. Y menos aún lo que yo decía. Escucha siempre
con atención, Max, las palabras que dicen las mujeres mientras son folladas. Si no hablan,
bien, entonces no tienes nada que escuchar y probablemente no tendrás nada que pensar,
pero si hablan, aunque sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y piensa en ellas, piensa
en su significado, piensa en lo que dicen y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo
que en realidad quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, Max, son monos ateridos de
frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo, son princesas que te buscan en la
oscuridad, llorando, indagando las palabras que nunca podrán decir. En el equívoco
vivimos y planeamos nuestros ciclos de vida. Para tus amigos, Max, en ese estadio que
ahora se comprime en tu memoria como el símbolo de la pesadilla, yo sólo fui una buscona
extraña, un estadio dentro del estadio, al que algunos llegan después de bailar una conga
con la camiseta enrollada en la cintura o en el cuello. Para ti yo fui una princesa en la Gran
A venida fragmentada ahora por el viento y el miedo (de tal modo que la avenida en tu
cabeza ahora es el túnel del tiempo), el trofeo particular después de una noche mágica
colectiva. Para la policía seré una página en blanco. Nadie comprenderá jamás mis palabras
de amor. Tú, Max, ¿recuerdas algo de lo que dije mientras me la metías?
-(El tipo mueve la cabeza, la señal es claramente afirmativa, sus ojos húmedos
dicen que sí, sus hombros tensos, su vientre, sus piernas que no dejan de moverse mientras
ella no lo mira, tratando de desatarse, su yugular que palpita.)
-¿Recuerdas que dije el viento? ¿Recuerdas que dije las calles subterráneas?
¿Recuerdas que dije tú eres la fotografía? No, en realidad no lo recuerdas. Tú bebías
demasiado y estabas demasiado ocupado con mis tetas y con mi culo. Y no entendiste nada,
de lo contrario habrías salido corriendo a la primera oportunidad. Eso ahora te gustaría,
¿verdad, Max? Tu imagen, tu otro yo corriendo por el jardín de mi casa, saltando la verja,
alejándote calle arriba a grandes zancadas, como un atleta de mil quinientos metros, a
medio vestir aún, tarareando alguno de tus himnos para infundirte valor, y luego, tras veinte
minutos de carrera, exhausto, en el bar donde te esperan los miembros de tu grupo o banda
o peña o brigada o pandilla o como se llame, llegar y beber una jarra de cerveza, decir
chavales no tenéis idea de lo que me ha ocurrido, han intentado matarme, una jodida puta
del extrarradio de la ciudad, de las afueras de la ciudad y del tiempo, una puta del más allá
que me vio en la tele (¡salimos en la tele!) y que me llevó en su moto y que me la chupó y
que me ofreció su culo y que me dijo palabras que al principio me sonaron misteriosas pero
que luego entendí, o mejor dicho sentí, una puta que me dijo palabras que sentí con el
hígado y con los huevos y que al principio me parecieron inocentes o cachondas o producto
de mi lanza que le llegaba hasta las entrañas, pero que luego ya no me parecieron tan
inocentes, chavales, os lo voy a explicar, ella no paraba de murmurar o susurrar mientras la
cabalgaba, ¿normal, no?, pero no era normal, no tenía nada de normal, una puta que susurra
mientras se la follan, y entonces yo escuché lo que decía, chavales, camaradas, escuché sus
putas palabras que se abrían paso como una barca en un mar de testosterona, y entonces fue
como si ese mar de testosterona, ese mar de semen se estremeciera ante una voz
sobrenatural, y el mar se encogió, se replegó en sí mismo, el mar desapareció, chavales, y
todo el océano se quedó sin mar, toda la costa sin mar, sólo piedras y montañas, precipicios,
cordilleras, fosas oscuras y húmedas de miedo, y sobre esa nada la barca siguió navegando
y yo la vi con mis dos ojos, con mis tres ojos, y dije no pasa nada, no pasa nada, cariño,
cagado de miedo, fosilizado de miedo, y luego me levanté intentando que no se me notara,
que no se me notara el cangueli, y dije que iba al baño a desaguar el canario, a jiñar un
ratito, y ella me miró como si hubiera recitado a John Donne, chavales, como si hubiera
recitado a Ovidio, y yo retrocedí sin dejar de mirarla, sin dejar de mirar la barca que
avanzaba inconmovible por un mar de nada y de electricidad, como si el planeta Tierra
estuviera naciendo otra vez y sólo yo estuviera allí para dar fe del nacimiento, ¿pero dar fe
a quién, chavales?, a las estrellas, supongo, y cuando me vi en el pasillo fuera del alcance
de su mirada, de su deseo, en vez de abrir la puerta del baño me deslicé hasta la puerta de la
calle y atravesé el jardín rezando y salté la tapia y me puse a correr calle arriba como el
último atleta de Maratón, el que no trae noticias de victoria sino de derrota, el que no es
escuchado ni celebrado ni nadie le tiende un cuenco de agua, pero que llega vivo, chavales,
y que además comprende la lección: en ese castillo no entraré, esa senda no la recorreré,
esas tierras no atravesaré. Aunque me señalen con el dedo. Aunque todo esté en mi contra.
-(El tipo mueve la cabeza afirmativamente. Está claro que quiere dar a entender su
conformidad. El rostro, debido al esfuerzo, se le enrojece notablemente, las venas se
hinchan, los ojos se le desorbitan.)
-Pero tú no escuchaste mis palabras, no supiste discernir de mis gemidos aquellas
palabras, las últimas, que acaso te hubieran salvado. Te escogí bien. La televisión no
miente, ésa es su única virtud (ésa y las viejas películas que dan de madrugada), y tu rostro,
junto a la valla metálica, después de la conga aplaudida unánimemente, me anticipaba (me
apresuraba) el desenlace inevitable. Te he traído en mi moto, te he desnudado, te he dejado
inconsciente, te he atado de manos y de pies a una vieja silla, te he puesto un esparadrapo
en la boca no porque tema que tus gritos alerten a nadie sino porque no deseo escuchar tus
palabras de súplica, tus lamentables balbuceos de perdón, tu débil garantía de que tú no eres
así, de que todo era un juego, de que estoy equivocada. Posiblemente estoy equivocada.
Posiblemente todo sea un juego. Posiblemente tú no seas así. Pero es que nadie es así, Max.
Y o tampoco era así. Por supuesto, no te voy a hablar de mi dolor, un dolor que tú no has
provocado, al contrario, tú has provocado un orgasmo. Has sido el príncipe perdido que ha
provocado un orgasmo, puedes sentirte satisfecho. Y yo te di la oportunidad de escapar,
pero tú fuiste también el príncipe sordo. Ahora ya es tarde, está amaneciendo, debes de
tener las piernas entumecidas, acalambradas, tus muñecas están hinchadas, no deberías
haberte movido tanto, cuando empezamos te lo advertí, Max, esto es inevitable. Acéptalo
de la mejor manera que puedas. Ahora no es hora de llorar ni de recordar congas,
amenazas, palizas, es hora de mirar dentro de ti y tratar de comprender que a veces uno se
marcha inesperadamente. Estás desnudo en mi cámara de los horrores, Max, y tus ojos
siguen el movimiento pendular de mi navaja, como si ésta fuera un reloj o el cuco de un
reloj de pared. Cierra los ojos, Max, no hace falta que sigas mirando, cierra los ojos y
piensa con todas tus fuerzas en algo bonito …
-(El tipo en vez de cerrar los ojos los abre con desesperación y todos sus músculos
se disparan en un último esfuerzo: su impulso es tan violento que la silla a la que está
fuertemente atado cae con él al suelo. Se golpea la cabeza y la cadera, pierde el control del
esfinter y no retiene la orina, sufre espasmos, el polvo y la suciedad de las baldosas se
adhieren a su cuerpo mojado.)
-No te voy a levantar, Max, estás bien así. Mantén los ojos abiertos o ciérralos, es
igual, piensa en algo bonito o no pienses en nada. Está amaneciendo pero para el caso lo
mismo daría que estuviera anocheciendo. Tú eres el príncipe y llegas en la mejor hora. Eres
bienvenido no importa cómo vengas ni de dónde vengas, si te ha traído una moto o has
llegado por tu propio pie, si sabes lo que te aguarda o lo ignoras, si apareciste mediante
engaños o a sabiendas de que te enfrentabas con tu destino. Tu rostro, que hasta hace poco
sólo era capaz de expresar estupidez o rabia u odio, ahora se recompone y sabe expresar
aquello que sólo es posible adivinar en el interior de un túnel, en donde confluyen y se
mezclan el tiempo fisico y el tiempo verbal. Avanzas resuelto por los pasillos de mi palacio
deteniéndote apenas los segundos necesarios para contemplar las pinturas de los Reyes
Católicos, para beber un vaso de agua cristalina, para tocar con la yema de los dedos el
azogue de los espejos. El castillo está silencioso sólo en apariencia, Max. Por momentos
crees que estás solo, pero en el fondo sabes que no estás solo. Dejas atrás tu mano
levantada, tu torso desnudo, tu camiseta enrollada alrededor de la cintura, tus himnos
guerreros que evocan la pureza y el futuro. Este castillo es tu montaña, que tendrás que
escalar y conocer con todas tus fuerzas pues después ya no habrá nada, la montaña y su
ascensión te costarán el precio más alto que tú puedas pagar. Piensa ahora en lo que dejas,
en lo que pudiste dejar, en lo que debiste dejar y piensa también en el azar, que es el mayor
criminal que jamás pisó la Tierra. Despójate del miedo y del arrepentimiento, Max, pues ya
estás dentro del castillo y aquí sólo existe el movimiento que ineluctablemente te llevará a
mis brazos. Ahora estás en el castillo y oyes sin volverte las puertas que se cierran. Avanzas
en medio del sueño por pasillos y salas de piedra desnuda. ¿Qué armas llevas, Max? Sólo tu
soledad. Sabes que en algún lugar te estoy esperando. Sabes que yo también estoy desnuda.
Por momentos sientes mis lágrimas, ves el fluir de mis lágrimas por la piedra oscura y crees
que ya me has encontrado, pero la habitación está vacía y eso te desconsuela y al mismo
tiempo te enardece. Sigue subiendo, Max. La siguiente habitación está sucia y no parece la
de un castillo. Hay un viejo televisor que no funciona y un catre con dos colchones.
Alguien llora en alguna parte. Ves dibujos infantiles, ropa vieja cubierta de moho, sangre
seca y polvo. Abres otra puerta. Llamas a alguien. Le dices que no llore. Sobre el polvo del
pasillo van quedando tus pisadas. Por momentos crees que las lágrimas gotean del techo.
No tiene importancia. Para el caso lo mismo daría que brotaran de la punta de tu polla. Por
momentos todas las habitaciones parecen la misma habitación estragada por el tiempo. Si
miras el techo creerás ver una estrella o un cometa o un reloj de cuco surcando el espacio
que dista de los labios del príncipe a los labios de la princesa. Por momentos todo vuelve a
ser como siempre. El castillo es oscuro, enorme, frío, y tú estás solo. Pero sabes que hay
otra persona escondida en alguna parte, sientes sus lágrimas, sientes su desnudez. En sus
brazos te aguarda la paz, el calor, y en esa esperanza avanzas, sorteas cajas llenas de
recuerdos que nadie volverá a mirar, maletas con ropa vieja que alguien olvidó o no quiso
tirar a la basura, y de vez en cuando la llamas, a tu princesa, ¿dónde estás?, dices con el
cuerpo aterido de frío, haciendo castañetear los dientes, justo en medio del túnel, sonriendo
en la oscuridad, tal vez por primera vez sin miedo, sin ánimo de provocar miedo, animoso,
exultante, lleno de vida, tanteando en la oscuridad, abriendo puertas, cruzando pasillos que
te acercan a las lágrimas, en la oscuridad, guiándote únicamente por la necesidad que tu
cuerpo tiene de otro cuerpo, cayendo y levantándote, y por fin llegas a la cámara central, y
por fin me ves y gritas. Y o estoy quieta y no sé de qué naturaleza es tu grito. Sólo sé que
por fin nos hemos encontrado, y que tú eres el príncipe vehemente y yo soy la princesa
inclemente.
ø
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