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Alan Pauls
2666: la novela que viene del futuro
Ese misterioso 2666. ¿De qué se trata? ¿Una clave
numerológica? ¿Un toque de milenarismo satánico? Tal vez.
A mí me gusta pensar que se trata de un año y, en cierto
sentido, de una singular operación de ciencia ficción.
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Roberto Bolaño dijo alguna vez:
‘Hay libros que inspiran miedo. Miedo de verdad. Más que libros parecen bombas de relojería o animales falsamente disecados dispuestos a saltarte al cuello en cuanto te descuides’.
La categoría —libros temibles— parece pensada a la medida de 2666.
Como todas las grandes ficciones de Bolaño —pienso en Estrella distante, por ejemplo—, 2666 da miedo.
Da miedo y risa al mismo tiempo. Leerlo es entrar en un temblor, una convulsión física. No es un libro que se dirija al lector; no pretende hablarle ni hechizarlo. Quiere tocarlo, marcarlo, atravesarlo con el viento helado de la muerte y la brisa ardiente de la carcajada.
Es el extraño poder que tienen los libros que han descifrado el misterio del límite de la literatura: cómo hacer que la literatura se salga de sí, de sus goznes, y alcance un más allá.
Lo que nos lleva a la cuestión central de 2666: la cuestión de lo póstumo. ¿Por qué diríamos que 2666 es la novela póstuma de Roberto Bolaño? ¿Sólo porque apareció después de la muerte de su autor? No lo creo. Me parece que 2666 era póstumo antes, mucho antes de que Bolaño muriera. Es lo que sucede con las grandes obras postmortem: El hombre sin atributos de Musil, Saló de Pasolini, Querelle de Fassbinder.
No son obras de recapitulación, de balance, ni siquiera summas.
Son obras que inventan mundos y formas que solo puede inventar alguien que ya no es de este mundo ni se reconoce en estas formas. Obras heridas, enfermas, inconsolables, que no encajan del todo en el mundo en el que aparecen.
Obras-zombi a las que les falta siempre algo, o que tienen siempre algo de más, un extra, un suplemento que les impide adaptarse.
De ahí la extrañeza que afecta a todo el libro —al libro como Todo—, su poderos a fragilidad, su monumentalidad desajustada, llena de agujeros. De ahí el tono que lo atraviesa de punta a punta: esa modulación distante, como velada, al mismo tiempo fúnebre y feliz, cercana e imposible.
Lo que nos lleva al título, a ese misterioso 2666. Una ciencia ficción a la Philip Dick, pero también a la Edgar Allan Poe: esa ciencia ficción en la que los muertos hablan. Porque 2666 es el año de la novela: el año en el que la novela se escribió, el año desde el cual llega hasta nosotros. En ese sentido, 2666 no es una novela sobre el futuro. Es una novela que viene del futuro, de ese más allá en el que la literatura parece nacer de nuevo. ■
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el primer párrafo de la novela:
La primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi fue en la Navidad de 1980, en París, en donde cursaba estudios universitarios de literatura alemana, a la edad de diecinueve años. El libro en cuestión era D’Arsonval. El joven Pelletier ignoraba entonces que esa novela era parte de una trilogía (compuesta por El jardín, de tema inglés, La máscara de cuero, de tema polaco, así como D’Arsonval era, evidentemente, de tema francés), pero esa ignorancia o ese vacío o esa dejadez bibliográfica, que sólo podía ser achacada a su extrema juventud, no restó un ápice del deslumbramiento y de la admiración que le produjo la novela.
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