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fragmentos
de un discurso amoroso
roland barthes
traducción de eduardo molina
1ª edición en español 1982
11ª edición en español 1993
siglo XXI editores
1ª edición en francés 1977
fragments
d’un díscours amoureux
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[La necesidad de este libro se sustenta en la consideración siguiente: el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Es un discurso tal vez hablado por miles de personas (¿quién lo sabe?), pero al que nadie sostiene; está completamente abandonado por los lenguajes circundantes: o ignorado, o despreciado, o escarnecido por ellos, separado no solamente del poder sino también de sus mecanismos (ciencias, conocimientos, artes).
Cuando un discurso es de tal modo arrastrado por su propia fuerza en la deriva de lo inactual, deportado fuera de toda gregariedad, no le queda más que ser el lugar, por exiguo que sea, de una afirmación. Esta afirmación es, en suma, el tema de este libro].
Es pues
un enamorado
el que habla
y dice:
En las entradas anteriores hemos visto:
abismarse
«Me abismo, sucumbo…»
Ataque de anonadamiento que se apodera del sujeto amoroso, por desesperación o plenitud.
abrazo
«En la calma tierna de tus brazos»
ABRAZO. El gesto del abrazo amoroso parece cumplir, por un momento, para el sujeto,
el sueño de unión total con el ser amado.
adorable
«¡Adorable!»
ADORABLE. Al no conseguir nombrar la singularidad de su deseo por el ser amado,
el sujeto amoroso desemboca en esta palabra un poco tonta: ¡adorable!
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lo intratable
afirmación. Contra viento y marea, el sujeto afirma el amor como valor.
1 A despecho de las dificultades de mi historia, a pesar de las desazones, de las dudas, de las desesperaciones, a pesar de las ganas de salir de ella, no ceso de afirmar en mí mismo el amor como un valor. Todos los argumentos que los sistemas más diversos emplean para desmitificar, limitar, desdibujar, en suma depreciar el amor, yo los escucho, pero me obstino: «Lo sé perfectamente, pero a pesar de todo…». Remito las devaluaciones del amor a una suerte de moral oscurantista, a un realismo-farsa, contra los cuales levanto lo real del valor: opongo a todo «lo que no va» en el amor, la afirmación de lo que en él vale. Esta testarudez es la protesta de amor: bajo el coro de las «buenas razones» para amar de otro modo, para amar mejor, para amar sin estar enamorado, etc., se hace oír una voz terca que dura un poco más de tiempo: la voz de lo Intratable amoroso. El mundo somete toda empresa a una alternativa: la del éxito o el fracaso, la de la victoria o la derrota. Protesto desde otra lógica: soy a la vez y contradictoriamente feliz e infeliz: «triunfar» o «fracasar» no tienen para mí más que sentidos contingentes, pasajeros (lo que no impide que mis penas y mis deseos sean violentos); lo que me anima, sorda y obstinadamente, no es táctico: acepto y afirmo, desde fuera de lo verdadero y de lo falso, desde fuera de lo exitoso y de lo fracasado; estoy exento de toda finalidad, vivo de acuerdo con el azar (lo prueba que las figuras de mi discurso me vienen como golpes de dados). Enfrentado a la aventura (lo que me ocurre), no salgo de ella ni vencedor ni vencido: soy trágico. (Se me dice: ese tipo de amor no es viable. Pero ¿cómo evaluar la viabilidad? ¿Por qué lo que es viable es un Bien? ¿Por qué durar es mejor que arder?).
Pelléas
Schelling
2 Esta mañana debo escribir con mucha urgencia una carta «importante» —de la que depende el éxito de cierto negocio—; pero yo escribo en su lugar una carta de amor —que no envío. Abandono gozosamente tareas monótonas, escrúpulos razonables, conductas reactivas, impuestas por el mundo, en provecho de una tarea inútil, surgida de un Deber resplandeciente: el Deber amoroso. Hago discretamente cosas locas; soy el único testigo de mi locura. Lo que el amor desnuda en mí es la energía. Todo lo que hago tiene un sentido (puedo pues vivir, sin quejarme), pero ese sentido es una finalidad inasequible: no es más que el sentido de mi fuerza. Las inflexiones dolientes, culpables, tristes, todo lo reactivo de mi vida cotidiana se revierte. Werther alaba su propia tensión, que él afirma, frente a la simpleza de Alberto. Nacido de la literatura, no pudiendo hablar sino con la ayuda de esos códigos usados, estoy no obstante solo con mi fuerza, consagrado a mi propia filosofía.
Werther
3 En el Occidente cristiano, hasta hoy, toda la fuerza pasa por el Intérprete, como tipo (en términos nietzscheanos, el Sacerdote judío). Pero la fuerza amorosa no puede transferirse, ponerse en manos de un Interpretador; ahí queda, en estado de lenguaje, encantada, intratable. El tipo, aquí, no es el Sacerdote, sino el Enamorado.
J.-L. B.
4 Hay dos afirmaciones del amor. En primer lugar, cuando el enamorado encuentra al otro, hay afirmación inmediata (psicológicamente: deslumbramiento, entusiasmo, exaltación, proyección loca de un futuro pleno: soy devorado por el deseo, por el impulso de ser feliz): digo sí a todo (cegándome). Sigue un largo túnel: mi primer sí está carcomido de dudas, el valor amoroso es incesantemente amenazado de depreciación: es el momento de la pasión triste, la ascensión del resentimiento y de la oblación. De este túnel, sin embargo, puedo salir; puedo «superar», sin liquidar; lo que afirmé una primera vez puedo afirmarlo de nuevo sin repetirlo, puesto que entonces lo que yo afirmo es la afirmación, no su contingencia: afirmo el primer encuentro en su diferencia, quiero su regreso, no su repetición. Digo al otro (viejo o nuevo): Recomencemos.
Nietzsche
PELLÉAS: «¿Qué tienes? No me pareces feliz.
—Sí, sí, soy feliz, pero estoy triste.»
SCHELLING: «Lo esencial de la tragedia es […] un conflicto real entre la libertad en el sujeto
y la necesidad en tanto que objetiva, conflicto que concluye no con la derrota de una o de la otra
sino cuando ambas, a la vez vencedoras y vencidas, desembocan en la indiferencia perfecta» (citado por Szondi, 12).
Werther: «¡Oh querido mío!, si tensar todo el ser es dar prueba de fuerza, ¿por qué tan gran tensión sería debilidad?» (53 s.)
J.-L. b.: conversación.
Nietzsche: todo esto, tomado de Deleuze, 77 y 218 (sobre la afirmación de la afirmación).
un pequeño punto de la nariz
alteración. Producción breve, en el campo amoroso, de una contraimagen del objeto amado.
Al capricho de incidentes ínfimos o de rasgos tenues, el sujeto ve alterarse e invertirse repentinamente la buena Imagen.
1 Rusbrock está enterrado desde hace cinco años; lo desentierran; su cuerpo está intacto y puro (¡evidentemente!, si no se acabaría la historia); pero: «había solamente un pequeño punto de la nariz que llevaba una marca ligera, mas una clara marca de corrupción». Sobre la figura perfecta y como embalsamada del otro (tanto me fascina), percibo de repente un punto de corrupción. Este punto es menudo: un gesto, una palabra, un objeto, un traje, algo insólito que surge (que despunta) de una región que jamás imaginé, y que vincula bruscamente al objeto amado con un mundo simple. ¿Será vulgar el otro, de quien yo alababa su elegancia y originalidad? De pronto hace un gesto por el cual se descubre en él otra raza. Estoy atónito: escucho un contrarritmo: algo como una síncopa en la bella frase del ser amado, el ruido de un desgarrón en la envoltura lisa de la Imagen. (Como la gallina del jesuita Kircher, a la que se libera de la hipnosis con una leve palmada, estoy provisionalmente defascinado, no sin dolor).
Rusbrock
Dostoievski
2 Se diría que la alteración de la Imagen se produce cuando siento vergüenza por el otro (el miedo de esta vergüenza, al decir de Fedra, mantenía a los amantes griegos en la vía del Bien, debiendo cada uno vigilar su propia imagen bajo la mirada del otro). Ahora bien, la vergüenza viene de la sujeción: el otro, a merced de un incidente fútil, que sólo mi perspicacia o mi delirio captan, aparece bruscamente —se descubre, se desgarra, se revela, en el sentido fotográfico del término— como sometido a una instancia que es en sí misma del orden de lo servil: lo veo de pronto (cuestión de visión) afanándose, enloqueciéndose, o simplemente empeñándose en complacer, en respetar, en plegarse a ritos mundanos gracias a los cuales espera hacerse reconocer. Porque la mala Imagen no es una imagen aviesa; es una imagen mezquina: me muestra al otro preso en la simpleza del mundo social. (O también: el otro se altera si se presta él mismo a las trivialidades de las que el mundo hace profesión para despreciar el amor: el otro se vuelve gregario.)
Banquete
Heine
3 Una vez, hablando de nosotros, el otro me dijo: «una relación de calidad»; esta palabra me fue desagradable: venía bruscamente de fuera, desdibujando la singularidad de la relación bajo una fórmula conformista. Muy a menudo es por el lenguaje que el otro se altera; dice una palabra diferente, y escucho zumbar de una manera amenazante todo otro mundo, que es el mundo del otro. Al dejar escapar Albertina la expresión vulgar «hacerse romper el trasero», el narrador proustiano se horroriza, puesto que es el gueto temido de la homosexualidad femenina, de la seducción grosera, lo que se encuentra revelado de golpe: toda una escena por el ojo de la cerradura del lenguaje. La palabra está hecha de una sustancia química tenue que opera las más violentas alteraciones: el otro, mantenido largo tiempo en el capullo de mi propio discurso, da a entender, por una palabra que se le escapa, los lenguajes a los que puede recurrir y que por consecuencia otros le prestan.
Proust
4 A veces, también, el otro se me aparece sometido a un deseo. Pero lo que rompe la armonía en él, no es a mis ojos un deseo acabado, nombrado, planteado, bien dirigido —en tal caso estaría simplemente celoso (lo que revela una repercusión distinta)—; es solamente un deseo naciente, un impulso de deseo, que detecto en el otro, sin que él mismo esté muy consciente de ello: lo veo, en la conversación, agitarse, multiplicarse, sobrepasarse, ponerse en posición de apetencia respecto de un tercero, como suspenso de él para seducirlo. Observen bien tal reunión: verán a ese sujeto enloquecido (discreta y mundanamente) por aquel otro, impulsado a establecer con él una relación más cálida, más insistente, más empalagosa: sorprendo al otro, por así decir, en flagrante delito de inflación de sí mismo. Percibo un enloquecimiento de ser que no está muy lejos de lo que Sade llamó la efervescencia de cabeza («Vi la esperma brotar de sus ojos»); y, a poco que la persona solicitada responda de la misma manera, la escena se hace irrisoria: tengo la visión de dos pavorreales desplegando las colas, uno ante el otro. La Imagen está corrompida puesto que el que veo de repente es entonces otro (y no ya el otro), un extraño (¿un loco?). (Así, en el tren de Biskra, Gide, cediendo al juego de tres escolares argelinos, «anhelante, jadeante», ante su mujer que fingía leer, tenía el aire «de un criminal o de un loco». ¿Todo deseo que no sea el mío no es loco?).
Flaubert
Gide
5 El discurso amoroso, por lo general, es una envoltura lisa que se ciñe a la Imagen, un guante muy suave en torno del ser amado. Es un discurso devoto, bienpensante. Cuando la Imagen se altera, la envoltura de devoción se rasga; una conmoción trastoca mi propio lenguaje. Herido por un propósito que lo sorprende, Werther ve de pronto a Carlota como una parlanchina cualquiera y la incluye en el grupo de las amigas con las cuales parlotea (no es ya la otra, sino otra entre otras), y dice entonces desdeñosamente: «mis mujercitas» (meine Weibchen). Una blasfemia asciende bruscamente a los labios del sujeto y viene a romper irrespetuosamente la bendición del enamorado; está poseído por un demonio que habla por su boca, de donde salen, como en los cuentos de hadas, no ya flores, sino sapos. Horrible reflujo de la Imagen. (El horror de herir es todavía más fuerte que la angustia de perder).
Werther
DOCTOÍEVSKI: muerte del starets Zósima: el olor deletéreo del cadáver (Los hermanos Karamazov, m, vil, 1).
heine: «Sie sassen und tranken am Teetisch…» (Lyrisdtes Intermezzo, 50, 249).
proust: La prisonniére, in 337s.
flaubert: «Un golpe de viento brusco levantó las sábanas y vieron dos pavor reales, un macho y una hembra.
La hembra se mantenía inmóvil, las corvas plegadas* la grupa al aire. El macho se paseaba alrededor de ella,
desplegando su cola en abanico, sacaba el pecho, cloqueaba, y después saltó encima abatiendo sus plumas,
que la cubrieron como una cuna y las dos grandes aves se estremecieron en un solo temblor»
(Bouvard et Pécuchet, 966).
GIDE, Et nunc manet in te, 1134.
WERTHER, 99.
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